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Algo inquietaba a Ben Ross. No estaba muy seguro de lo que era, pero las preguntas que le habían planteado los chicos de la clase de historia después de ver la película le tenían intrigado. No acababa de entenderlo. ¿Por qué no había sabido dar una respuesta adecuada? ¿Tan inexplicable fue el comportamiento de la mayoría de los alemanes durante el régimen nazi?
Esa tarde, antes de salir del instituto, Ross entró en la biblioteca y cogió un montón de libros. Christy, su mujer, iba a jugar a tenis con unos amigos y sabía que dispondría de un buen rato para pensar sin que nadie le interrumpiera. Ahora, algunas horas más tarde, y después de haber consultado varios libros, Ben sospechaba que no iba a encontrar la respuesta escrita en ningún sitio. No lo acababa de entender.
¿Sería algo que los historiadores sabían que no podía explicarse con palabras? ¿Algo que sólo podía entenderse si se había vivido?, ¿o recreando, en caso de que fuera posible, una situación similar?
La idea le inquietaba. Supongamos, pensó, que durante una clase, o quizá dos, hiciera un experimento. Sólo para explicar a sus alumnos lo que podía haber sido la vida en la Alemania nazi con una muestra, una experiencia. Si encontraba la forma de hacerlo, de llevar a cabo el experimento, estaba seguro de que a los chicos iba a impresionarles mucho más que una respuesta sacada de un libro. Valía la pena intentarlo.
Esa noche, Christy Ross no volvió a casa hasta pasadas las once. Había estado jugando al tenis y luego había ido a cenar con una amiga. Al llegar, encontró a su marido sentado en la mesa de la cocina, rodeado de libros.
—¿Estás haciendo los deberes?
—En cierto sentido, sí —contestó Ben Ross, sin levantar la cabeza.
Encima de uno de los libros, Christy vio un vaso vacío y un plato en el que quedaban unas cuantas migas de lo que debía de haber sido un bocadillo.
—Bueno, por lo menos te has acordado de comer —dijo, cogiendo el plato y poniéndolo en el fregadero.
Su marido no contestó. Seguía con las narices metidas en el libro.
—Apuesto a que te mueres de curiosidad por saber cómo he ganado a Betty Lewis esta noche —dijo Christy para tomarle el pelo.
—¿Qué? —preguntó Ben, levantando la cabeza.
—He dicho que esta noche he ganado a Betty Lewis —repitió Christy.
Su marido le miró con una expresión vacía y ella se echó a reír.
—Betty Lewis. ¿Sabes a quién me refiero? Betty Lewis, a quien nunca he podido ganar más de dos juegos en un set. Pues hoy le he ganado. En dos sets: seis a cuatro y siete a cinco.
—Vaya, muy bien —dijo Ben con aire distraído, y volviendo al libro para empezar a leer de nuevo.
Cualquier otra persona se habría ofendido por su aparente grosería, pero Christy no. Sabía que Ben era de los que se entusiasmaban con las cosas. No sólo se entusiasmaba, sino que llegaba a obsesionarse hasta tal punto que se olvidaba de que el resto del mundo existía. Christy aún recordaba la temporada en la que le dio por los indios americanos en su curso de posgrado. Durante varios meses estuvo tan enfrascado con los indios que se olvidó de todo lo demás. Los fines de semana iba a visitar las reservas indias o se pasaba horas enteras buscando libros viejos en alguna biblioteca polvorienta. ¡Incluso empezó a invitar a indios a cenar a casa! ¡Y a ponerse mocasines de piel de ciervo! Algunos días, cuando se levantaba por la mañana, Christy pensaba que se lo encontraría maquillado con pinturas de guerra.
Pero Ben era así. Un verano, le enseñó a jugar al bridge y, al cabo de un mes, no sólo era ya mejor jugador que ella, sino que la volvía loca, porque se empeñaba en que estuvieran jugando todo el día. No se quedó tranquilo hasta que ganó un torneo local y se quedó sin competidores dignos de su categoría. El entusiasmo con que se embarcaba en cada nueva aventura era tal que casi daba miedo.
Christy miró los libros desparramados por la mesa de la cocina y suspiró.
—¿De qué se trata ahora? ¿Otra vez los indios? ¿Astronomía? ¿Las características de la conducta de las orcas?
Al ver que su marido no contestaba, cogió algunos libros: El ascenso y la caída del Tercer Reich, La juventud de Hitler. Frunció el ceño.
—¿Pero qué estás haciendo? ¿Quieres licenciarte en dictaduras?
—No tiene gracia —murmuró Ben, sin levantar la vista.
—Tienes razón —reconoció ella.
Ben Ross se recostó en la silla y miró a su esposa.
—Hoy, un alumno me ha hecho una pregunta que no he podido contestar.
—¿Y qué tiene de peculiar eso? —preguntó Christy.
—Es que no creo haber visto la respuesta escrita en ningún sitio. Es posible que sea una respuesta que tengan que aprender por sí mismos.
—Bueno, ya veo la noche que te espera. Pero acuérdate de que mañana tienes que estar despierto para pasarte un día entero dando clase.
—Ya lo sé, ya lo sé —respondió su marido, asintiendo.
Christy Ross se inclinó para darle un beso en la frente.
—Trata de no despertarme. Si es que finalmente te acuestas.