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Laurie Saunders estaba sentada en la sala de publicaciones del Instituto Gordon, mordiendo la punta de un bolígrafo. Era una chica bonita, de pelo corto color castaño claro y una sonrisa casi perpetua, que sólo desaparecía cuando estaba preocupada o mordiendo un bolígrafo. Últimamente había mordido un montón de bolígrafos. En realidad, no tenía ni un solo bolígrafo ni lápiz en la cartera que no tuviera la punta desgastada de tanto mordisqueo nervioso. En cualquier caso, le ayudaba a no fumar.
Laurie echó una ojeada a la sala, que era un cuarto pequeño, lleno de pupitres, máquinas de escribir y mesas de calco. En aquel momento, tendría que haber habido chicos en cada una de las máquinas, escribiendo algo para El cotilleo de Gordon, el periódico del instituto. El equipo de diseño y maquetación tendría que haber estado trabajando en las mesas de calco, preparando el próximo número. Sin embargo, no había nadie más que Laurie. El problema era que fuera hacía un día espléndido.
Laurie oyó el chasquido del plástico de su bolígrafo al romperse. Su madre ya le había advertido que un día mordería un bolígrafo hasta romperlo y que se tragaría un trozo de plástico, que se le clavaría en la garganta y la ahogaría. Una cosa así sólo se le podía ocurrir a su madre, pensó Laurie.
Miró el reloj que había en la pared. Faltaban sólo unos pocos minutos para que se acabara la clase. No había ninguna regla que dijera que se tuviera que trabajar en la sala de publicaciones durante los ratos libres, pero todo el mundo sabía que la próxima edición de El cotilleo tenía que salir la semana siguiente. ¿No podrían dejar sus frisbees, sus pitillos y sus bronceados por unos días para que el periódico saliera a tiempo por una vez?
Laurie guardó el bolígrafo y empezó a recoger sus cuadernos para la próxima clase. Era imposible. En los tres años que había formado parte del equipo, El cotilleo no había salido nunca puntual. Y ahora que era ella la jefa de redacción no había cambiado nada. El periódico saldría cuando todo el mundo encontrara el momento de ponerse a trabajar.
Laurie cerró la puerta de la sala de publicaciones y salió al pasillo. Estaba casi vacío; todavía no había sonado el timbre que indicaba el cambio de clase y sólo había unos cuantos alumnos. Laurie pasó por delante de varias puertas, se paró al llegar a una clase y miró por la ventana.
Amy Smith, su mejor amiga, una chica menudita, de pelo grueso, rizado y rubio, se esforzaba por aguantar los últimos minutos de la clase de francés del señor Gabondi. El año anterior, Laurie había tenido francés con el señor Gabondi y lo recordaba como una de las experiencias más aburridas de su vida. El señor Gabondi era un hombre bajo, de piel oscura y macizo, que siempre parecía estar sudando, incluso en pleno invierno. Cuando daba clase, hablaba en un tono monótono y soso, capaz de dormir al mejor de los alumnos y, aunque el curso no era difícil, Laurie todavía se acordaba de lo que le había costado sacar un sobresaliente.
Ahora, al ver los esfuerzos de su amiga por mantener el interés, Laurie pensó que necesitaba que la animaran un poco. Así pues, colocándose donde Amy pudiera verla y Gabondi no, empezó a poner los ojos bizcos y cara de idiota. Amy se llevó la mano a la boca para contener la risa. Laurie hizo otra mueca y su amiga intentó no mirar, pero no podía resistir la tentación de volver la cabeza para ver qué hacía. Entonces Laurie puso su famosa cara de pez: se tiró de las orejas, puso los ojos bizcos e hizo un puchero con los labios. Amy hacía tantos esfuerzos por no reírse que las lágrimas le corrían por las mejillas.
Laurie sabía que no debía hacer más muecas. Mirar a Amy era muy divertido; se reía por cualquier cosa. Si Laurie hacía algo más, su amiga acabaría por caerse de la silla y rodar por el suelo entre los pupitres. Pero no pudo resistirse. Se volvió de espaldas a la puerta, para darle más emoción, frunció el ceño e hizo un mohín, y entonces se dio la vuelta.
En la puerta se encontró con un señor Gabondi enfurecido. Detrás de él, Amy y el resto de la clase se estaban partiendo de risa. Laurie se quedó helada, pero antes de que Gabondi pudiera echarle una reprimenda sonó el timbre y la clase entera salió en tromba al pasillo. Amy se le acercó abrazándose la barriga porque le dolía de tanto reír. Gabondi se quedó mirando a las dos chicas que, cogidas del brazo, se dirigían a la clase siguiente, ya sin aliento para seguir riendo.
En el aula en que daba historia Ben Ross estaba inclinado sobre un proyector, intentando poner una película entre todo aquel lío de rollos y lentes para proyectarla. Era la cuarta vez que lo intentaba y seguía sin conseguirlo. Desesperado, se pasó los dedos por su pelo castaño y ondulado. Nunca en su vida había sido capaz de manejar una máquina, ya fueran proyectores o coches; incluso el surtidor de autoservicio de la gasolinera local le llevaba de cabeza.
Nunca había podido comprender por qué era tan torpe para estas cosas; por eso, cuando se trataba de algún chisme mecánico, se lo dejaba a Christy, su mujer. Ella daba clase de música y canto en el Instituto Gordon, y en casa tenía a su cargo todo lo que exigiera habilidad manual. Christy bromeaba a menudo y decía que a Ben no se le podía encargar ni que cambiara una bombilla, pero él aseguraba que eso era una exageración. Había cambiado muchas bombillas en su vida y sólo se acordaba de haber roto dos.
Hasta ese momento, en los dos años que él y su mujer llevaban en Instituto Gordon, Ben se las había arreglado para ocultar su falta de habilidad mecánica o, mejor dicho, para que pasara inadvertida, porque había quedado eclipsada por su fama de joven profesor con talento. Los alumnos de Ben hablaban de su intensidad, y de que se entusiasmaba y se interesaba tanto por un tema, que no podían evitar interesarse ellos también. Decían que era «contagioso», lo cual significaba que era carismático. Sabía metérselos en el bolsillo.
El resto de profesores no era tan unánime en sus opiniones. Algunos estaban impresionados por su energía, dedicación y creatividad. Decían que sabía dar un aire nuevo a sus clases y que, cuando era posible, trataba de enseñar a los chicos el aspecto práctico y relevante de la historia. Si estaban estudiando un sistema político, dividía la clase en partidos políticos. Si estudiaban un juicio famoso, pedía a un alumno que representara al acusado, a otros dos que se encargaran de la defensa y la acusación, y luego elegía a un jurado.
Sin embargo, había otros profesores que eran más escépticos sobre el proceder de Ben. Algunos decían que lo único que le pasaba era que era demasiado joven e ingenuo, y que por eso ponía tanto entusiasmo, pero que en unos cuantos años se calmaría y empezaría a dar las clases «bien»: con mucha lectura, pruebas semanales y clases más formales. A otros lo que no les gustaba era que no llevase nunca traje y corbata en clase. Y había uno o dos que confesaban que simplemente le tenían envidia.
Pero lo que ningún profesor podía envidiarle era su incapacidad total para manejar un proyector. Por muy brillante que pudiera ser, en aquel momento sólo podía rascarse la cabeza y contemplar la maraña de celuloide que había en el aparato. Los chicos de su clase de historia iban a llegar dentro de pocos minutos y hacía varias semanas que quería pasarles aquella película. ¿Por qué no le habrían dado un curso sobre cómo colocar una película para poder proyectarla?
Ross volvió a ponerla en el carrete y renunció a montarla. Seguro que entre los chicos de su clase habría algún prodigio de los audiovisuales que sabría poner el aparato en marcha en un momento. Volvió a su mesa y sacó un montón de hojas que quería entregar a los alumnos antes de que vieran la película.
Mientras hojeaba los deberes, Ben pensó que las notas eran lo que cabía esperarse. Como de costumbre, había dos excelentes, los de Laurie Saunders y Amy Smith. Había un notable, y luego el habitual montón de bienes y suficientes. Había dos insuficientes. Uno era de Brian Ammon, quarterback del equipo de fútbol americano al que parecía gustarle sacar malas notas, aunque Ben estaba convencido de que tenía capacidad para hacerlo mucho mejor si se esforzaba más. El otro insuficiente era de Robert Billings, el perdedor de la clase. Ross movió la cabeza. Aquel chico, Billings, era un verdadero problema.
Fuera, sonaron los timbres, y Ben oyó el ruido de las puertas que se abrían de golpe y a los alumnos que invadían los pasillos. Era curioso que los chicos salieran tan rápido de una clase, pero llegaran a la siguiente a paso de tortuga. Ben creía que, en general, ahora el instituto era un sitio en el que los chicos podían aprender mejor que antes; pero había unas cuantas cosas que no le gustaban. Una de ellas era la falta de interés de los alumnos por llegar a tiempo; a veces se perdían cinco o incluso diez valiosos minutos de clase esperando a los rezagados. En sus tiempos, si no estabas en clase después de que sonara el timbre por segunda vez te habías metido en un lío.
El otro problema eran los deberes. Los chicos ya no se sentían obligados a hacerlos. Ya podía gritar, amenazarlos con suspenderles o con castigarles, que daba lo mismo. Los deberes casi se habían convertido en algo opcional. Como uno de los alumnos de catorce años le había dicho pocas semanas antes: «Claro que sé que los deberes son importantes, señor Ross, pero antes está mi vida social».
Ben se rió. Vida social.
Los chicos estaban empezando a entrar. Ross vio a David Collins, un chico alto y atractivo, corredor del equipo de fútbol americano. Era también el novio de Laurie Saunders.
—David, ¿crees que podrías poner en marcha el proyector? —preguntó Ross.
—Claro que sí —contestó David.
Mientras Ross le miraba, el muchacho se puso de rodillas al lado del proyector y empezó a trabajar con destreza. En pocos segundos ya tenía la película lista. Ben sonrió y le dio las gracias.
Robert Billings entró arrastrando los pies. Era un chico de constitución fuerte, que llevaba siempre los faldones de la camisa colgando y el pelo enmarañado, como si no se molestara nunca en peinarse cuando se levantaba de la cama por la mañana.
—¿Vamos a ver una peli? —preguntó al ver el proyector.
—No, idiota —contestó otro que se llamaba Brad, que disfrutaba atormentándole—. Al señor Ross le gusta montar el proyector sólo para divertirse.
—Brad —intervino Ross—. Ya basta.
Había bastantes alumnos en la clase para que Ross empezara a entregar los deberes.
—Muy bien —dijo, en voz alta, para atraer la atención de los chicos—. Aquí están los trabajos de la semana pasada. En general, están bastante bien.
Empezó a pasar entre los pupitres para dar a cada uno su ejercicio.
—Pero voy a advertiros una vez más. Estas redacciones cada día están más descuidadas —explicó, levantando una para que todos la vieran—. Mirad esto. ¿Es realmente necesario hacer tantos garabatos en los márgenes?
Los chicos se rieron.
—¿De quién es? —preguntó uno.
—Eso no importa. —Ben puso bien las hojas que tenía en la mano y continuó repartiéndolas—. De ahora en adelante, voy a empezar a bajar la nota de todos los deberes que estén muy sucios. Si os equivocáis o tenéis que hacer muchos cambios, preparad una copia nueva y limpia para entregármela. ¿Entendido?
Algunos chicos asintieron con la cabeza. Otros ni siquiera le escuchaban. Ben se colocó delante de la clase y bajó la pantalla. Era la tercera vez en ese semestre que les hablaba de los deberes sucios.