El Anciano Donan fue a uno de los armarios y lo abrió con una llave que extrajo de un bolsillo. Dentro había varias prendas de ropa que observó con detenimiento hasta decidirse por una capa con capucha.
—Pruébate esto, Geoffrey.
—Me queda un poco… holgado —dijo el muchacho tras obedecer.
—Mejor así. Conviene que nadie se fije en ti.
A continuación, el Anciano apartó la ropa y dejó al descubierto el fondo del armario, donde había colocadas varias espadas enfundadas en sus respectivas vainas. Las fue sacando y depositando sobre la mesa, ante la perplejidad de los chicos.
—Coged una cada uno y no os separéis de ellas. Os serán útiles de ahora en adelante. —Los cinco miraron hacia la mesa, pero ninguno movió un músculo. La advertencia de que las iban a necesitar los había sobrecogido; una cosa era empuñar armas como aquellas en las clases de lucha y esgrima, y otra muy diferente emplearlas en combates auténticos—. Vamos, se acaba el tiempo —les instó Donan. Geoffrey fue el primero en reaccionar. Se acercó a la mesa y escogió una, la desenvainó, la sostuvo en alto y realizó unos suaves movimientos, calibrando su peso—. Enfúndala y sujétatela al cinto, bajo la capa. Y vosotros haced lo mismo. —El Anciano le tendió a cada uno una capa similar a la que ya vestía Geoffrey—. Una vez hayáis llegado, tapaos con las capuchas y seguid las instrucciones de Tarco y Thürp.
—¿Nos vamos ya?
—Sí —respondió el hombre alado, aproximándose él también a la mesa. Enrolló el mapa dibujado por Donan y lo guardó en un bolsillo interior de su abrigo—. Si esperamos más, intentarán entrar y tendremos problemas.
—Pero debemos salir, ¿no? —terció Nicholas—. Para irnos, digo.
—No, no será necesario.
—Acompañad a Tarco al sótano, os iréis desde allí.
—¿Desde el sótano? —se extrañaron los muchachos—. ¿Cómo vamos a hacerlo? ¿Hay algún pasadizo oculto?
Tarco sonrió.
—Algo parecido.
El Anciano Donan abrió el primer cajón de su mesa para coger un pequeño tubo de ensayo cerrado y lleno de un líquido espeso y rojizo, su propia sangre. Se lo entregó a Tarco, que lo guardó junto al mapa. Luego miró uno a uno a los chicos, con el semblante sombrío y afable a un tiempo.
—Os agradezco vuestra determinación y vuestro valor, muchachos. Sé que no comprendéis el alcance de todo cuanto está en juego, pero aun así habéis tomado la decisión correcta. Solo puedo desearos que os acompañe la suerte y que lo que os hemos enseñado durante vuestra estancia aquí sea suficiente.
—¿Qué va a hacer usted ahora? —le preguntó Martin.
—Ya os lo he dicho antes, hay ciertos asuntos que no puedo dejar abandonados. En cuanto los resuelva, me uniré a vosotros.
—Vamos, venid conmigo —intervino Tarco, tomando el mando y dirigiéndose hacia las escaleras.
Todos los miembros del Club Chatterton dirigieron una última mirada al que había sido su director y después abandonaron el despacho, siguiendo al mismo hombre del que poco antes habían intentado alejarse lo máximo posible. Thürp fue tras ellos, cerrando la comitiva. A mitad de camino, sujetó a su hija de un brazo y le indicó a Tarco:
—Danos unos minutos.
—Por supuesto, iré preparándolo todo —concedió el otro.