Quien abrió la puerta que daba a la terraza, convencido de que el golpe que lo había despertado lo había producido un pájaro, resultó ser un hombre de reducida estatura, entrado en años y carnes y vestido con un camisón que le llegaba a los tobillos: un criado del palacio cuyo cometido no era otro que encargarse del abastecimiento de los almacenes. No era del todo infrecuente que algún pájaro intempestivo lo despertase, y más de una vez, en los días calurosos de verano en los que dejaba la puerta entreabierta, había sorprendido a alguno aventurándose al interior. Sin embargo, aquel golpe había sido demasiado fuerte, así que pensó que el animal probablemente estaría herido.
Lo que no esperaba encontrar al otro lado de la puerta era a un muchacho adolescente, sudoroso y empuñando un cuchillo cuya hoja centelleaba al reflejar la luz de la luna. El susto le hizo soltar el candil que llevaba en la mano, que se estrelló con estrépito contra el suelo, pero no tuvo tiempo de gritar. Lyrboc saltó sobre él y lo tiró de espaldas, sentándose a horcajadas sobre su pecho y poniéndole la punta de la daga en el cuello.
—Ni pienses en gritar, viejo —le susurró Lyrboc con tono amenazador—. ¿Estás solo? —El hombre asintió, con el rostro desfigurado por una mueca de supremo espanto. No podía creer que su asaltante hubiera escalado desde el lago; ni siquiera pensó en esa opción porque la consideraba totalmente imposible, así que la única alternativa que acudió a su mente fue la de que aquel joven era alguna especie de brujo capaz de metamorfosearse en ave para volar hasta allí—. ¿Quién eres?
—Soy…, soy… —balbuceó el otro—. No soy nadie, solo un encargado de almacenes.
—No te haré daño si no gritas. —El viejo volvió a asentir, aunque quedaba patente su desconfianza ante aquella promesa—. Quiero llegar a los aposentos principales. ¿Puedes llevarme?
—¿Yo, señor? Soy un criado, no tengo acceso a esa zona.
—Indícame dónde están.
—Arriba, señor, más arriba.
Lyrboc aflojó un poco la presión de la daga y trató de pensar con calma. El interior del palacio podía muy bien ser un laberinto sin salida para quien no lo conociera, y pretender encontrar la habitación que buscaba a oscuras era confiar demasiado en la suerte. Necesitaba un guía.
—Vístete, te vienes conmigo —le ordenó.
—Pero ¡señor, no puedo hacerlo! Me castigarán…
—No es al duque a quien busco, si es eso lo que temes.
—¿A quién, entonces?
—Busco a la joven de Tae Rhun, invitada del duque. Su nombre…
—¿La prometida del hijo del duque?
—Sí, ¿sabes dónde puedo encontrarla?
—Ella no está en el edificio principal. Todavía no es parte de la familia. La han alojado en la torre norte.
—¿Cuál es esa torre? ¿A qué distancia queda?
—Justo encima de nuestras cabezas, señor. Pero muy arriba.
—¿Se puede acceder desde aquí?
El viejo criado se tomó unos segundos para responder, mientras meditaba sobre sus opciones, hasta que sintió de nuevo el frío acero de la daga hundiéndose junto a su nuez.
—Sí… Sí, señor. Hay tres formas de hacerlo, desde el edificio principal, desde el patio y desde aquí. Hay una escalera reservada para el servicio.
—Bien. Vístete —dijo Lyrboc, y se apartó para que el hombre pudiera levantarse.
—Señor, si el duque descubre que yo os he ayudado…
—Entonces, mejor, para ti y para mí, que no lo descubra. —Temblando de tal modo que parecía a punto de romperse, el hombre consiguió vestirse y los dos salieron de la habitación a un pasillo en penumbra. Antes de empezar a avanzar, Lyrboc murmuró—: Que no se te pase por la cabeza intentar engañarme.
—No, señor —replicó el viejo, con una voz que revelaba el terror que sentía al estar a merced de quien consideraba un brujo.
Había algunas puertas a ambos lados del corredor; el criado fue a una de ellas, algo más grande que las demás, y la abrió. Al otro lado se veían unas escaleras de caracol.
—¿Qué hay abajo? —quiso saber Lyrboc, indicando el tramo que descendía.
—Almacenes de grano y fruta. Las habitaciones de invitados están arriba.
—¿Cuántas hay ocupadas ahora?
—Solo la de esa joven, señor.
—Vamos —le ordenó el chico. En su fuero interno lamentaba estar haciéndole pasar aquel mal trago al pobre desgraciado, pero se dijo a sí mismo que quizá tendría ocasión más adelante de pedirle disculpas.
Dieron vueltas y vueltas mientras subían por unas empinadas escaleras que parecían no tener fin. Tras los primeros tramos, el criado comenzó a resoplar y a apoyarse en la pared para poder continuar. Después de cada vuelta completa surgía una puerta ante ellos, pero el viejo pasó ante varias y se detuvo finalmente delante de otra.
—Hemos llegado —murmuró con la voz temblorosa—. Detrás de esta puerta hay un pasillo en forma de herradura. Hay una puerta en el extremo más cercano desde aquí: esa es la habitación donde está la joven que busca. En el extremo opuesto están las escaleras principales, que conectan con el patio.
—¿Guardias?
—¿Para qué, señor? Estamos colgados sobre el precipicio. La puerta del palacio está en la muralla sur: allí es donde está la guardia del duque.
Lyrboc empujó con una mano la puerta y esta cedió, dejando a la vista el pasillo que acababa de mencionar el criado. Estaba desierto, apenas iluminado por un par de lámparas de aceite colgadas de una de las paredes.
—Si me estás engañando… —dijo entre dientes.
—No, no, no. No me atrevería, señor. —Lyrboc lo miró de arriba abajo, tratando de discernir si estaba siendo sincero o si, tras su apariencia cobarde, había tenido la sangre fría de tenderle una trampa—. ¿Puedo volver a mi dormitorio? Si me encuentran aquí… El duque no gusta de mostrar piedad.
—No, siéntate aquí y espera a que vuelva.
El rostro del hombre se torció en una mueca de desesperación y terror, pero Lyrboc no cedió. Necesitaba retenerlo allí para facilitar su huida.
Se adentró en el pasillo y dejó la puerta entornada a su espalda. Las paredes estaban cubiertas por tapices cuyos diseños quedaban ocultos por las sombras. Mientras avanzaba, con sumo sigilo, aguzó el oído, aunque no oyó nada.
Encontró la puerta segundos más tarde. Era enorme y de roble macizo. Pegó una oreja a la madera y, de nuevo, no oyó nada. Dudó. ¿Y si no era la puerta correcta? ¿Y si el criado lo había guiado a propósito en una dirección equivocada? No, se dijo, el miedo que había visto en su cara era real. Aquel viejo realmente creía que Lyrboc poseía algún tipo de poder sobrenatural y no se habría atrevido a engañarlo.
No quiso perder más tiempo, de modo que inspiró profundamente y llamó con los nudillos de la mano izquierda. En la derecha seguía aferrando la daga.
Tras unos segundos, repitió la llamada y por fin oyó un ruido, suave, apenas perceptible, al otro lado. Un instante después la puerta se entreabrió y Rihlvia se asomó, entre sorprendida y alarmada por lo intempestivo de la visita. Sus ojos mostraban huellas de llanto. Pese a lo cansada que se encontraba, el sueño la había abandonado desde el incendio.
—¡Lyrboc!
—¡Rihlvia! —exclamó el muchacho, y su voz no fue más que un suspiro.
—¿Qué haces aquí? ¿Cómo has entrado? —La sorpresa apenas le permitía dar forma a todas las preguntas que en ese instante se agolpaban en su cerebro.
—¿Qué importa eso? Quería hablar contigo. —Empujó la puerta para abrirla por completo y entró en la alcoba. Luego cerró—. Hace unas horas volví a Tae Rhun y me encontré con las ruinas de la posada…
Rihlvia se echó a llorar.
—Naerma me dijo que llegó a pensar que yo había provocado el incendio. —La joven no dijo nada—. ¿También tú lo pensaste?
Rihlvia hizo un breve gesto de negación.
—No. Sé que no eres capaz de eso. Fue Mown.
—Ya me he enterado.
—Tampoco pensé nunca que él pudiera hacer algo semejante.
—Lamento muchísimo lo de tu madre —dijo Lyrboc.
La reacción de Rihlvia fue sentarse en el borde de la amplia cama con dosel que había en un lado de la estancia y hundir el rostro entre las manos.
—Ni una sola vez en toda mi vida me había imaginado cómo sería estar sin ella —murmuró.
—Siento no haber estado allí para evitarlo, para salvarla.
Rihlvia apartó las manos y lo miró con sus ojos turbios.
—No, Lyrboc, no te culpes. Si hubieras estado allí, quizá ahora también estarías muerto. El fuego era incontrolable, se extendió por toda la casa en… —Se interrumpió al ver que el muchacho daba varios pasos hacia ella y se detenía justo delante.
Lyrboc sintió de pronto un miedo acérrimo, una sensación de pánico desconocida hasta entonces. Era consciente de que habría un antes y un después de lo que se disponía a hacer. Sabía que aquel era el momento, el instante preciso para el que había llegado hasta allí, cruzando el lago, escalando el peñasco y colándose en el palacio. Había amenazado de muerte a aquel pobre encargado de almacenes solo para estar allí ahora. Habría sentido menos miedo si hubiera tenido delante a un miembro de la guardia del duque. Sabía las palabras que quería decir, pero no sabía si llegaría a pronunciarlas.
—Lyrboc…
—Te quiero, Rihlvia —dijo el muchacho al fin. Su voz sonó brusca por el nerviosismo. Más que una declaración, pareció casi un desafío. Un ruego, incluso.
La joven lo miró perpleja, pero enseguida desvió la mirada.
—No, Lyrboc.
—No te cases con ese sin sangre. Ven conmigo.
—¿Adónde, Lyrboc? ¿Adónde iríamos tú y yo? Ni siquiera tenemos ya la posada. ¿No te das cuenta? ¡No tenemos nada!
Las exiguas esperanzas de Lyrboc acabaron allí y se transformaron en rabia. No tuvo ánimos para tratar de convencerla. Su cuerpo y su mente estaban agotados.
—¿Esa es tu razón para aceptar su oferta? ¡Te vas a casar con un hombre al que no amas!
—Lyrboc, márchate. No deberías estar aquí. No sé cómo has conseguido entrar…, pero vete por el mismo sitio. No vengas ahora a deshacer lo único que me queda, lo único a lo que puedo aferrarme.
—No te cases con él, Rihlvia. Sal de este palacio conmigo.
—¡No! Vete sin mí, vete ya, Lyrboc. No quiero dejar pasar esta oportunidad.
—No puedo creerte.
—¡Vete, Lyrboc! Si te descubren aquí…
Entonces, como en respuesta al temor de Rihlvia, alguien aporreó la puerta de la alcoba. Lyrboc giró sobre sus talones mientras los golpes arreciaban. Comprendió que el criado había corrido en busca de los guardias en cuanto lo había dejado solo. Estaba claro que el miedo que pudiera sentir hacia sus supuestos poderes sobrenaturales era inferior al que le producían la ira y la crueldad del duque.
—¡Señorita, abrid la puerta! ¿Os encontráis bien?
—¡Lyrboc! —gimió Rihlvia.
El muchacho cerró con fuerza la mano alrededor de la empuñadura de la daga. La puerta cedería enseguida, e intentar bloquearla de algún modo no serviría de mucho. Solo ganaría algo de tiempo, pero con ello pondría en peligro a Rihlvia.
Miró a su alrededor, inspeccionando la estancia en busca de algo que pudiera serle útil. Un crujido tremendo les advirtió de que los goznes no resistirían más.
—Esa puerta —dijo, refiriéndose a una similar a la que le había servido para entrar en el palacio— da a una terraza, ¿verdad? —De reojo vio que Rihlvia estaba inmóvil, presa del pánico—. ¡Ábrela, rápido!
—¿De qué sirve? ¿Qué vas a hacer?
En el pasillo los golpes y las voces eran cada vez más fuertes.
—¡Señorita!
—¡Ábreme o estaré muerto en dos segundos!
Rihlvia corrió a un mueble que había a los pies de la cama y sacó del primer cajón una gran llave de hierro. Sus dedos temblaron al cogerla. Todavía no entendía qué se proponía Lyrboc, pero logró hacer lo que le pedía.
Las dos puertas se abrieron prácticamente al mismo tiempo. Cuatro soldados entraron en la alcoba blandiendo sus armas, vieron a Rihlvia en el centro mismo de la estancia y, tras ella, encaramado a la balaustrada, a un muchacho que contemplaba el abismo que se extendía bajo sus pies.
—¡Quieto!
Pero Lyrboc no obedeció aquella orden del capitán de la guardia. Miró una vez más el rostro amado de Rihlvia, pálido y arrasado por las lágrimas, y se vio a sí mismo reflejado en aquellos hermosos ojos del color del vino. El rostro y los ojos turbios que le habían hecho ir hasta allí…
—¡Quieto! —gritó de nuevo el capitán.
Uno de los soldados soltó el arma y extendió los brazos hacia el intruso, pero no llegó a tiempo. La tela de las ropas del muchacho se escurrió entre sus dedos.
Lyrboc saltó al vacío y, como el dragón de Nagraem, el hechicero, tantos años atrás, desapareció en las oscuras aguas del lago.