En cuanto entró en el diminuto apartamento en el que vivía con sus padres, Arlen se acercó sigilosamente a la habitación del matrimonio para comprobar que ambos continuaban dormidos, después se coló en la suya y encendió una vela que guardaba en un cajón de la mesita de noche. La solía utilizar para leer a escondidas cuando la sorprendía el insomnio.
Sin desvestirse siquiera, se sentó con las piernas cruzadas sobre la cama y abrió el cuaderno de tapas de cuero marrón. El texto que apareció ante ella estaba escrito con una letra tan minúscula que tuvo que apretar los ojos para aguzar la vista e intentar leerlo.
Yo, Donan de Rhaôm, miembro del Concejo de la Era Dorada, vine a la ciudad de Londres en el año 1925 (tal y como se contabilizan los años en este lugar). Conmigo vino un grupo reducido de soldados y mujeres de Olkrann, y también un niño. Un bebé recién nacido…
Arlen enarcó las cejas y apartó un instante la mirada del libro. ¿Qué diablos era aquello? Volvió a bajar los ojos y continuó la lectura, guiada por una urgencia que hacía temblar sus dedos al pasar las páginas.
—Tarco y yo llegamos a Londres hace poco más de quince años —empezó el director—. Venían con nosotros los que ahora son vuestros profesores, y venías también tú, Geoffrey. —En este punto, el chico y sus amigos, con la sorpresa reflejada en el rostro, intentaron decir algo, pero fueron incapaces de hablar con un mínimo de coherencia. El señor Rogers levantó la mano derecha para pedirles calma—. Cuando adquirimos este inmueble tú no habías cumplido los cuatro meses. El edificio estaba abandonado, y como había sido un hospicio, pensamos que restaurarlo y mantenerlo como tal podría ser una buena opción para no tener que dar explicaciones a nadie sobre tu origen. Sabíamos que tarde o temprano vendrían en tu busca, pero había una posibilidad de que no te encontrasen aquí, rodeado de niños, o de que al menos tardasen lo suficiente en dar contigo para que estuvieses preparado. Lamentablemente, aunque hemos conseguido escondernos durante quince años, han llegado, y todavía es algo pronto. Quizá haya sido culpa mía, con el paso de los años me confié…
Tarco se giró un momento para contradecirlo:
—Habría ocurrido de todas formas, Maestro. Lo sabíamos.
Los cuatro chicos volvieron a cruzar miradas de incomprensión. Escuchaban con atención al director, pero todavía se les escapaba el sentido que tenía todo aquello.
Rogers asintió a las palabras del hombre alado.
—Sí. En cierta forma podemos darnos por satisfechos, habría sido mucho peor si nos hubieran descubierto antes. Ahora, aunque tu preparación no ha concluido…, tendremos que confiar en que sea suficiente.
—Un momento. ¿Suficiente para qué? —quiso saber Geoffrey.
—Escucha la historia completa y lo entenderás. —El director se levantó y comprobó que la tetera estaba vacía. Mientras la preparaba de nuevo, prosiguió—: Intentar escondernos ahora es imposible, y además ya no solo debemos protegerte a ti, sino a todos los demás niños, a tus compañeros: nos hicimos cargo de ellos y no podemos desaparecer y abandonarlos. Nos han encontrado, así que la única posibilidad que nos queda es tomar la iniciativa. Tal vez no sea lo que ellos esperan.
—¿Quiénes son ellos? ¿Las gárgolas?
—No exactamente, Nicholas. Son los que las han lanzado contra vosotros. Las gárgolas no son más que simples construcciones de piedra, elementos decorativos y, por supuesto, inertes; alguien las ha dotado de vida para que os ataquen. Alguien muy poderoso. Y, en realidad, si os dais cuenta, al único que han atacado ha sido a Geoffrey. Él es su objetivo, pero eso no significa que los demás estéis a salvo. Ahora mismo, ninguno de nosotros está a salvo.
—¿Qué quieren de mí? ¿Por qué soy su objetivo, por qué me buscan?
—Porque eres especial.
Las miradas de todos los presentes recayeron sobre él, y Geoffrey sintió cómo se iba sonrojando a ritmo acelerado.
—Tu nacimiento se produjo la misma noche que nuestro reino fue invadido. Conseguimos sacarte de allí tan solo unas horas antes de que el palacio real cayera en manos de nuestros enemigos. Tu madre dio a luz en el momento justo; si hubiera sucedido un poco más tarde, nadie podría haberte salvado, y si hubiera ocurrido antes, estoy convencido de que algún traidor habría tenido tiempo de eliminarte.
—¿Mi madre? Nunca me había dicho que usted la hubiera conocido…
—Ella falleció antes de que consiguiéramos llegar aquí. El parto la dejó muy débil, y la dureza de nuestro viaje fue demasiado para ella.
—¿Por qué no me habló de ella?
—Primero porque lo cierto es que no tuve tiempo de conocerla, y principalmente porque la mejor forma de mantener tu existencia en secreto era que ni tú mismo supieras hasta el momento preciso quién eres ni la importancia que tienes. Decidimos que por tu propio bien no conocieras tu verdadera identidad hasta que hubiera llegado ese momento.
Martin, Nicholas y James miraron perplejos a Geoffrey, y este, absorto en lo que el director contaba, preguntó:
—¿Quién soy?
El director meditó un instante y luego respondió:
—Eres la confirmación de la profecía escrita en el Libro, y la esperanza de un futuro mejor para el lugar del que procedemos.
—¿Qué lugar es ese? —inquirió Nicholas.
El director recogió el alargado cartucho de cartón donde antes había guardado el mapa, cuando habían sorprendido a los chicos en su despacho; lo abrió y desplegó el plano, colocando en las cuatro esquinas diversos objetos para mantenerlo abierto.
—Lo dibujé yo mismo, de memoria, así que la escala no es correcta. Y, por tanto, las distancias tampoco. Pero servirá para que os hagáis una idea.
Los cuatro miembros del Club Chatterton observaron el dibujo lleno de líneas punteadas, accidentes geográficos y extraños nombres. Sin que fuera capaz de explicar por qué, Geoffrey se sintió atraído por uno de aquellos nombres.
—La Ciudadela de Olkrann —leyó, despegando apenas los labios.
Los ojos del director se iluminaron.
—De entre todos los nombres que aparecen en el mapa, has escogido el de la ciudad en que naciste. —El muchacho albino notó cómo un escalofrío le erizaba la piel y cómo, de nuevo, las miradas de sus tres amigos convergían en él—. Ahí es donde comenzó todo, y ahí es adonde debemos regresar.
—Pero ¿dónde está todo esto? —terció Martin sin poder contenerse. En clase habían estudiado mapas de Gran Bretaña, de Europa y del resto del mundo, y al verlos él siempre había fantaseado con que algún día podría viajar a aquellos lugares remotos, con que no quedaría un solo rincón del mundo que no pisara, un solo camino que no recorriera.
—Ya llegaremos a ese punto. Primero dejadme continuar, por favor, tenemos poco tiempo.
—La Ciudadela de Olkrann es la capital de nuestro reino, donde se encuentra el palacio real. Hace quince años fue profanada por un ejército abominable bajo las órdenes del príncipe Gerhson. De no haber sido por él, el rey Krojnar seguiría en el trono, esperando el momento en que cumplieses la mayoría de edad para entregártelo, tal y como dicta el Libro.
—¡¿Entregármelo?! ¿Qué…, qué quiere decir con eso?
—¿Qué Libro? —se le escapó a James.
—Pero… Sigo sin comprender —protestó Geoffrey—. Acaba de decir que ese rey…, Krojnar, me habría entregado el trono, ¿por qué?
—En el Libro están registradas las leyes, y una de las más importantes es la que estipula que el trono de Olkrann pertenece a la estirpe de los Dragones Blancos. Siempre ha sido así. Y tú formas parte de esa estirpe.
—¡¿Dragones…?! —exclamaron los cuatro muchachos al unísono.
—No estoy hablando de los dragones que imagináis. Los Dragones Blancos son personas normales y corrientes, salvo por un par de características físicas que los distinguen de los demás y los hacen especiales. La primera es el color blanco, y no me refiero aquí a una diferencia de raza, sino al blanco que únicamente poseen las personas como tú, Geoffrey. —Una vez más, James y los dos hermanos giraron la cabeza para mirar a Geoffrey, que asistía impertérrito a lo que estaba escuchando—. Sin embargo, no todos los albinos forman parte de la estirpe. Para ello ha de cumplirse también la segunda condición.
—¿Cuál?
—La pequeña mancha que tienes en la espalda. —Geoffrey era incapaz de articular palabra. Las dos cosas que durante toda su infancia le habían hecho sentirse diferente del resto, avergonzado y señalado por la mala suerte, resultaban ahora, a tenor de lo que decía el director, lo que lo identificaba como miembro de una misteriosa estirpe de la que jamás había oído hablar y a la que no estaba muy seguro de querer pertenecer—. Esa mancha es la que marcó tu destino desde el mismo día de tu nacimiento. A lo largo de toda nuestra Historia, el trono de Olkrann siempre ha pertenecido por derecho a los Dragones Blancos. Solo cuando no había ningún Dragón Blanco vivo el Concejo decidía quién sería el rey, hasta que de nuevo naciera un bebé albino con la Marca. Así sucedió cuando se designó a Krathern como rey; este tuvo dos hijos, Krojnar y Gerhson, y fue Krojnar, por ser el primero en nacer, quien heredó el trono; su primogénito lo habría heredado también si la situación se hubiera mantenido igual. Sospecho que precisamente por eso el príncipe Gerhson decidió apresurar tanto el ataque para derrocar a su hermanastro Krojnar. De algún modo, él debía de saber que tú estabas a punto de llegar al mundo y quería eliminarte antes de que la noticia fuese pública.
Lo que escuchaban era demasiado extraño como para que ninguno de los chicos pudiera asimilarlo enseguida. Cada nuevo fragmento de información despertaba interrogantes que les llenaban la cabeza de dudas e incredulidad.
—¿Cómo…? ¿Cómo podía ese príncipe saber que un Dragón Blanco iba a nacer?
—De la misma manera que esas gárgolas de ahí fuera han cobrado vida hace un rato. El príncipe ha conseguido la colaboración de algún nigromante, no hay duda. O de varios. Veréis, la historia completa es excesivamente larga para contárosla aquí y ahora, no disponemos del tiempo necesario. Desde que nos establecimos aquí, se me ocurrió que sería buena idea dejarlo todo escrito, por si me sucedía algo antes de poder contártelo. —El director paseó la mirada por la superficie de las dos mesas, buscando algo—. Una especie de seguro. ¿Adónde ha ido a parar mi cuaderno? ¿Lo has visto, Tarco?
El aludido dirigió también una veloz mirada a las mesas.
—Creía que estaba ahí.
—Un momento —dijo de pronto Rogers, y se encaró a los muchachos—. ¿Lo habéis cogido? Estoy convencido de haberlo deja… —Enmudeció al ver que los cuatro negaban en silencio, para a continuación casi gritar—: ¡Arlen! ¡Esa dichosa cría! —No quedó claro si estaba enfadado o tan solo sorprendido por la imperdonable falta cometida por la muchacha—. Tarco, haz el favor de traer a Thürp y a su hija.