El señor Rogers le sirvió una taza de té humeante a cada uno. Él mismo necesitaba aquella breve pausa para calmar sus propios nervios. Estaban de vuelta en su despacho, donde todo lo sucedido minutos antes parecía demasiado lejano y demasiado imposible. Sin embargo, todavía tenían el miedo en el cuerpo y Geoffrey sostenía una gasa sobre la herida del cuello. El hombre alado había enfundado la espada y había recuperado su abrigo, de modo que las alas plegadas le conferían de nuevo el aspecto de un jorobado. Un simple jorobado. Observaba el exterior a través de una de las ventanas, dándoles la espalda a los chicos. Martin, Nicholas y James le lanzaban miradas de fascinación, pues ellos tres, al contrario que Geoffrey, sí habían visto cómo había descendido desde lo alto, valiéndose de sus alas, para salvarlos del ataque de las gárgolas.
—¿Estáis más tranquilos? —les preguntó el director.
—¿Qué ha pasado ahí fuera? —inquirió Martin.
—Lo que ha pasado es que habéis estado a punto de perder la vida.
—Pero… Esas cosas… ¿qué eran?
—Aquí estáis de momento a salvo. Esas bestias no pueden entrar. Por ahora, al menos.
—¡Eran de piedra! —exclamó James—. ¿Qué ha sido…? ¿Algún tipo de alucinación?
—No, ha sido real —sentenció el director.
—Y tanto —se quejó Geoffrey lastimeramente, apretando la venda que el señor Rogers le había dado para tapar la herida.
—Pero ¿cómo es posible? ¡Eran gárgolas! ¿Cómo pueden haber cobrado vida y comportarse así?
Rogers dio un sorbo largo de su infusión. Sus ojos reflejaban la tensión del momento.
—Había pensado dejar la explicación para mañana, por eso os cité para después del desayuno, pero vista vuestra impaciencia… y vuestra imprudencia, no hay más remedio que ofrecérosla ahora. Supongo que después del ataque que habéis sufrido os resultará más fácil aceptar la historia que vais a escuchar. Pero primero permitidme que os presente a quien os ha salvado. —El aludido no realizó el menor gesto que demostrase que estaba escuchando; continuaba vigilando el exterior, aunque la negrura era total al otro lado del cristal—. Se llama Tarco, y ha venido para avisarnos de que nuestro refugio ha sido al fin descubierto.
—No entiendo nada —dijo Nicholas.
—Nosotros tampoco —coincidió Martin tras mirar a Geoffrey y a James.
El director dio un último sorbo y dejó la taza en equilibrio en uno de los brazos de su sillón.
—Lo entenderéis paso a paso. Será más fácil cuando lo hayáis oído todo. En realidad, solo uno de vosotros debería estar aquí. Esa era la idea.
—Somos un equipo —replicó James, imprimiéndole a su voz un tono ligeramente desafiante.
Por vez primera en los últimos dos días, Rogers sonrió. Sabía de la unión que desde hacía varios años existía entre aquellos cuatro chicos y, en cierto modo, estaba orgulloso y contento por ello.
—Lo sé, sé que os cuidáis y protegéis los unos a los otros. Y sé también que cuando entendáis lo que está en juego y a lo que nos enfrentamos, seréis capaces de luchar y no quedaros paralizados como ha ocurrido en la calle. Para eso os hemos estado preparando todos estos años.
Los miembros del Club Chatterton intercambiaron rápidas miradas de desconcierto. En más de una ocasión se habían preguntado si en un colegio normal se impartían las clases de lucha y esgrima que ellos recibían en el orfanato.
—Disculpe, señor Rogers, pero yo sigo sin comprender nada —dijo Martin, que a continuación hizo un gesto para referirse a Tarco—. Pensábamos que él había venido con la intención de adoptar a Geoffrey.
—¿Adoptarlo? ¿Qué os hizo creer semejante cosa?
Martin dudó. No le habría importado causarle a Desmond algún que otro problema, pero consideró que no era necesario desvelar que había sido él quien les había ido con el cuento.
—Alguien les oyó a ustedes pronunciar su nombre —se limitó a contestar finalmente.
—Por eso decidisteis escapar hace un rato… —intuyó el director—. Por fortuna, os vimos desde la ventana. De lo contrario, ahora estaría todo perdido. Nuestra labor de los últimos quince años… Veréis, voy a contaros la historia que os he prometido. Como he dicho, puede que os resulte difícil de creer, pero aceptad mi palabra de que es cierta. Quizá debería añadir que es terrible y desgraciadamente cierta.