El tronco moribundo de un roble recibió los golpes de la espada, cuya hoja tajaba la corteza una y otra vez. Lyrboc atacó el viejo árbol hasta que el dolor de brazos y hombros se hizo insoportable, y para entonces el tronco tenía tantos cortes que, de haber sido un hombre, habría muerto cien veces.
Para Lyrboc el árbol no existía. Era un ser humano quien había recibido todos aquellos golpes, un hombre al que Lyrboc quería matar.
A sus ojos, aquel árbol era Yaôl.
Rihlvia continuaba encerrada a cal y canto en su habitación.
Lyrboc llamó primero con los nudillos y luego, ante el silencio que obtuvo por respuesta, aporreó la puerta hasta que la chica accedió a abrir. La joven lo miró directamente a la cara, aunque quedó patente que para hacerlo había necesitado un enorme esfuerzo de voluntad.
—Quiero estar sola —dijo, intentando demostrar una firmeza que era una burda máscara.
—Llevas metida aquí desde que has vuelto.
—Tengo muchas cosas en las que pensar.
—¿En tu boda, por ejemplo? —le espetó Lyrboc, a quien ya no le importaba mostrar la confusa maraña de sentimientos que le nublaban la mente.
Entró y Rihlvia cerró tras él. Querría haber retrasado aquella confrontación lo máximo posible, pero estaba claro que había llegado el momento.
—Ya te lo ha contado mi madre…
—Sí, entre lágrimas. ¿Por qué, Rihlvia? ¡¿Por qué?!
La joven entrelazó las manos y se las frotó con nerviosismo. Ya no se sentía capaz de mirarlo a los ojos, así que bajó la vista hacia el suelo, como si hubiera algo muy interesante en las vetas de la madera.
—¿Por qué? —repitió con desdén—. ¿En serio quieres saberlo, Lyrboc?
—Sí, quiero que me lo digas; quiero que me digas a la cara por qué has aceptado la oferta de matrimonio de ese… ¡de ese sin sangre de Yaôl!
—Te lo voy a decir: me casaré con él porque nunca tendré una oportunidad semejante, por muchos años que viva. Porque cambiará mi vida, porque mi futuro no consistirá cada día en esperar a saber cuántos huéspedes tendremos o cuántos vendrán a cenar, porque dejaré de servir jarras de linfa de cebada y tendré siervos que me la servirán a mí… Me casaré con Yaôl porque…
—¡Porque es hijo de un duque! No intentarás hacerme creer que estás enamorada de él, ¿no?
Rihlvia titubeó, pero solo un instante.
—El amor puede venir después del matrimonio.
Lyrboc sintió tanta rabia que no pudo articular palabra durante varios minutos.
—¿Desde cuándo…? —comenzó—. ¿Desde cuándo te has transformado en esto, Rihlvia?
Ella tragó saliva porque notó la garganta terriblemente seca.
—¿Qué quieres de mí, Lyrboc? ¿Quieres que rechace la mejor oferta que he recibido en mi vida?
—Casarte con alguien a quien no conoces, ¿esa es la mejor oferta que te han hecho?
—¡Mejor que lo que tú me has ofrecido nunca! —gritó de repente Rihlvia—. ¿Por qué tengo que darte explicaciones a ti? ¿Creías que…? —Las dudas y los miedos de Rihlvia se convirtieron de pronto en un profundo enfado—. ¿Creías que iba a esperar toda la eternidad a que reunieras el valor suficiente, Lyrboc? ¿Pensaste que tú y yo acabaríamos juntos solo porque vivimos bajo el mismo techo? ¿Crees que tienes alguna autoridad sobre mí simplemente porque duermes en la habitación de al lado? ¡Te he esperado demasiado tiempo, Lyrboc!
—¿Me has esperado? ¡Me rechazaste!
—¡Hace años de aquello! ¿Cómo puedes ser tan estúpido? ¡Me cogiste por sorpresa! ¡Me asusté! Pero tú nunca más volviste a acercarte a mí.
Cada una de aquellas palabras era un dardo que hería a Lyrboc. De pronto, el tiempo transcurrido desde aquella lejana excursión al Lago de la Luna Oscura se había convertido en un sinsentido. Aquel beso que no llegó a ser tal cosa… ¿Tenía aquel acto infantil la culpa de todo cuanto ocurría ahora?
—Tú nunca me diste pie a… creer…
Rihlvia negó con la cabeza, hizo un gesto despectivo y replicó:
—Ya no tiene importancia. Fuimos unos críos… Ya no. ¿Qué habríamos sido tú y yo, de todos modos? Tú solamente vives para regresar a Olkrann y matar a todos los que se crucen en tu camino. No pretenderías que te acompañase, ¿verdad? Tu venganza es solo tuya, Lyrboc. Siempre estarás solo.
—Tú no. Tú te entregarás a un hombre al que no quieres… ¡Tendrás tu palacio soñado! Lo que siempre deseaste.
—¡Yo viviré en el palacio más hermoso jamás construido; tú morirás solo! —bramó Rihlvia.
Entonces las palabras brotaron de los labios de Lyrboc, directamente desde el pasado, desde la lejanía de un callejón embarrado en Maer Rhun:
—La más triste de las princesas.
Era de noche cuando Lyrboc bajó las escaleras a la planta baja y se dirigió a las cocinas. Llevaba a la espalda una pequeña bolsa de tela en la que había metido algo de ropa y cogió ahora también un poco de comida. Luego fue hacia la puerta, pero antes de abrirla oyó una voz familiar:
—No quiero que te marches, Lyrboc —dijo Cerrÿn—. No por esto.
El muchacho no se volvió a mirarla. Su mano seguía sobre el pomo.
—Necesito hacerlo, Cerrÿn.
—¿Y adónde piensas ir?
—¿Importa eso? Quiero alejarme de aquí. Estar solo.
—Yo estoy de tu parte.
Se produjo una pausa, un intermedio cargado de tristeza. Lyrboc inclinó la cabeza hacia delante y la apoyó contra la puerta.
—Lo sé, pero…
—Sé que tenerme de tu parte no es suficiente ahora mismo. Lamento que haya sucedido esto, no sabes cuánto. Pero no quiero perderte, Lyrboc. Este sigue siendo tu hogar, haga lo que haga Rihlvia. Estás en tu casa.
—Lo sé, lo sé. Pero ahora necesito estar solo.
—Dime que vas a volver, que si te dejo ir, no será esta la última vez que te vea.
Lyrboc tardó unos segundos en responder:
—Volveré, Cerrÿn. Quiero estar solo…, no sé, unos días.
—Llévate a Brisa.
—Iba a irme andando. No quería que pensaras que…
—¿Qué, que me habías robado? No seas tonto. Llévatelo, te vendrá bien sentir el viento en la cara para aclarar tus ideas.
—Gracias.
—Dame un abrazo antes de irte, por favor. —Lyrboc se dio la vuelta y se dejó rodear por los brazos de Cerrÿn, que lo apretó contra sí y le susurró al oído—: Júrame que vas a volver, Lyrboc, júramelo.
—Volveré —respondió él, devolviéndole el abrazo—, pero no sé cuándo. Dame unos días, ¿de acuerdo? Unos días…
—Tómate todo el tiempo que quieras, pero vuelve.
Cabalgó durante toda la noche. Al principio sin dirección concreta, pues solo quería alejarse lo más posible de Tae Rhun y de Rihlvia, sobre todo de ella, pero un par de horas después de haber partido optó por dirigirse al oeste, hacia la frontera.
Intentó no pensar durante el camino, poner la mente en blanco y dejarse llevar por Brisa, que parecía comprender el estado anímico de su jinete, pero era imposible. El rostro de Rihlvia se aparecía sin cesar ante él, tras cada recodo, hermoso y etéreo; su voz, despectiva y firme, resonaba una y otra vez en sus oídos. Cada vez que creía escucharla espoleaba al caballo para que fuera más rápido, como si la distancia pudiera ahogarla.
Al amanecer aflojó el ritmo, sin detenerse en ningún momento más que para que Brisa se refrescase en algún riachuelo que surgía a su paso. Ese primer día apenas comió y solo buscó donde dormir pasado el mediodía, cuando notó que su cuerpo no iba a aguantar más.
Después de un breve descanso volvió a ponerse en marcha y, antes de la segunda noche, reparó en que ya debía de haber cruzado la frontera. Aquel terreno por el que avanzaba al trote era Olkrann, seguro. ¡Olkrann! A simple vista, no había nada en aquel suelo pedregoso que lo diferenciara del de Wolrhun. Los árboles eran iguales, los arbustos también, las nubes y el cielo… Todo era igual. No sabía qué había esperado encontrar, pero se dio cuenta de que en sus recuerdos Olkrann no era así. Los años transcurridos y la fantasía que su imaginación había creado para verse a sí mismo regresando hasta La Ciudadela habían convertido aquel reino en un desierto baldío y cubierto de sombras, en un escenario de pesadilla, aunque ahora veía que no lo era. Al menos, no allí, tan cerca de la frontera, porque se obstinaba aún en pensar que La Ciudadela estaba sumida en una oscuridad perenne y que solo él, cuando se reencontrase con sus padres y vengase al rey Krojnar, podría disiparla. Recordó entonces su último encuentro con la Hermandad Oscura y la sospecha de que un Dragón Blanco se escondía en algún lugar secreto, esperando el momento oportuno para reclamar el trono. Decidió que haría todo lo posible por encontrarlo y unirse a él. Nunca había olvidado sus orígenes, pero sí había llegado a creer que Tae Rhun era un segundo hogar para él; aunque jamás había dejado de pensar en volver a Olkrann, había soñado despierto con la posibilidad de estar siempre junto a Rihlvia… Ahora, brusca e inesperadamente, eso había cambiado. No podría volver a considerar la pequeña ciudad de Tae Rhun como un hogar, y nunca jamás estaría junto a Rihlvia.
Guiada por una ambición repentina, ella había elegido otro camino, uno más seguro, más confortable y apacible. Yél no estaba invitado a acompañarla. Todo por culpa del duque y su estúpido hijo, Yaôl.
—¡Malditos sean! —gritó, y su voz retumbó a lo lejos, devuelta por el eco—. ¡Fui yo quien lo salvó! ¡Yo!
¿Por qué era su destino tan cruel? Había sido él quien había hecho posible la curación del duque al ir a buscar a Rebber, poniendo su propia vida en peligro al hacerlo, y su única recompensa era ver sus sueños hechos pedazos. De haberlo sabido antes… ¿Qué habría hecho de haber sabido de antemano lo que sucedería después? ¿Habría fingido no encontrar a Rebber y habría dejado morir a Nompton? ¿Habría sido capaz de algo así? Esas preguntas lo llevaron a otras, más dolorosas: ¿eran Nompton y su hijo los culpables, o la verdadera culpable era Rihlvia?
Esa noche se le fueron las horas sentado en un peñasco, bajo la luz titilante de las estrellas, torturándose con todos aquellos pensamientos. Lo sorprendió la llegada del alba y se puso de nuevo en marcha, en esta ocasión hacia el norte, como bien podría haberse dirigido al sur, pues lo único que quería era estar en movimiento.
Creyó reconocer alguno de los lugares por los que había pasado a hombros de Zerbo años atrás, y eso le hizo pensar, por enésima vez, en lo que pudiera haberle sucedido a él y a los otros. Si al menos los tuviera a ellos cerca, si pudiera refugiarse en su compañía… Pero no había nadie. Estaba solo, completamente solo. ¿Era ese su destino?
Tuvo la horrible sensación de estar maldito, y lo único que se le ocurrió para escapar de esa idea fue espolear al caballo para que galopara más rápido, para notar el impacto del viento en la cara, como le había dicho Cerrÿn, y que ese viento se llevase consigo las lágrimas que lo cegaban.
Ese deambular duró aproximadamente una semana, tiempo tras el cual tomó la decisión de volver a la posada. Sabía que Cerrÿn estaría preocupada y no quería causarle más sufrimiento. Ella tampoco estaba contenta con la elección de su hija; Lyrboc siempre había intuido que Cerrÿn habría visto con buenos ojos que Rihlvia y él acabasen juntos.
Cuando la joven se marchase al palacio de Lauq Rhun para entregarse al hijo del duque, él permanecería un tiempo con Cerrÿn. Sería su manera de agradecerle todo cuanto había hecho por él desde su llegada. Más adelante, cuando supiese que había llegado el momento, también él se iría. En busca del Dragón Blanco, para recuperar Olkrann.
—Vamos, Brisa. Volvemos a la posada. Seguro que Lux te está echando de menos.
Pero la Posada de la Estrella no estaba ya allí donde la habían dejado.