Habían pasado algo más de tres años desde aquel desencuentro en el claro del bosque cuando una mañana Lyrboc entró en la cocina de la posada y descubrió a las dos cocineras visiblemente nerviosas. Cuchicheaban entre sí, atareadas de un lado a otro.
—¿Qué pasa?
—Acaban de llegar dos soldados —le dijo Naerma en un tono de voz apenas audible.
—¿Soldados? ¿Por qué? ¿Qué hacen aquí?
—De un momento a otro traerán a Nompton.
—¿Al duque de Lauq Rhun? Creía que no tenía costumbre de salir de sus tierras.
—Dicen que está malherido, que no llegaría a su palacio. La posada les quedaba más cerca, por eso lo traen aquí.
—¿Qué le ha pasado?
—¿Cómo quieres que yo lo sepa, chico? Lo único que sé es lo que he oído cuando han llegado.
—¿Y Cerrÿn?
—Ella y Rihlvia están preparando una de las habitaciones a toda prisa.
Lyrboc salió a escape de la cocina y fue en busca de Cerrÿn y su hija. Las encontró en la segunda planta. Se habían decidido por una de las habitaciones de ese piso porque los soldados habían dicho que el estado del duque era muy grave y subirlo por las escaleras hasta cualquiera de los otros pisos podría ser complicado.
—¿Dónde te habías metido? —le preguntó Rihlvia al verlo entrar.
—Estaba entrenando. —La relación entre ambos pasaba de nuevo por una época de tiranteces y silencios—. ¿Qué ocurre con el duque?
—Llegará enseguida —contestó Cerrÿn.
—Pero ¿qué le ha pasado?
—Le ha picado algo, no saben si una serpiente o un groum. Nadie lo ha visto. Estaban de caza y el duque se había alejado del grupo. Cuando los demás llegaron ya se había caído del caballo y estaba inconsciente. Solo me han dicho eso.
—¿Qué quieres que haga yo? —le preguntó el muchacho.
—Espera abajo, ¿de acuerdo? Puede que sea necesario que eches una mano para subirlo hasta aquí. El duque de Lauq Rhun es famoso por la inmensidad de su barriga.
—Oí una vez que pesaba más de ciento cincuenta kilos —apuntó Rihlvia.
Lyrboc bajó las escaleras y aguardó fuera. Un par de minutos después hizo aparición la comitiva, compuesta por seis hombres en total contando a Nompton, que yacía en una burda camilla que arrastraba uno de los caballos, y a Yaôl, su hijo, un joven que acababa de cumplir los veinte años pero cuyo aspecto, sin embargo, era más frágil y enjuto que el de Lyrboc, cuatro años menor que él. Los otros cuatro eran soldados de la guardia personal del duque, incluidos los dos que se habían adelantado para poner sobreaviso a la posadera y habían regresado luego junto al grupo.
—La habitación está preparada, segunda planta, primera puerta —indicó Lyrboc a los soldados, que cargaron con gran dificultad con la camilla hasta dejar al herido en el lecho.
El duque parecía roncar. Su pecho se agitaba arriba y abajo al ritmo de su respiración agitada. Su hijo, que había subido detrás de los soldados y justo delante de Lyrboc, se quedó apoyado en el quicio de la puerta. Pese a que estaba despierto y de pie, él parecía tan enfermo o más que su padre. La piel de su rostro era amarillenta y sus labios y sus manos estaban afectados de un notorio temblor.
—¿Un médico? —preguntó, sin mirar a nadie en particular.
—Ya está avisado —contestó Cerrÿn—. No tardará.
Lyrboc oyó el crujido de los peldaños de madera de la escalera a su espalda y se giró para ver a Mairwan, el anciano médico que vivía a pocas calles de la posada. Resoplaba por la carrera y tenía la calva cubierta de goterones de sudor. Se echó a un lado para dejarlo pasar.
—Ya…, ya… —masculló, falto de aire—. Ya estoy… —Se abrió camino hasta la cama y posó la palma de una mano sobre la frente del duque—… aquí. ¡Ardiendo, está ardiendo! —Apartó de golpe las sábanas que acababan de echarle encima y comenzó a repartir órdenes a gritos—: Quiero agua fresca, para que la beba y también para lavarlo. Quiero que lo desnuden… y… quiero…, quiero que alguien me cuente qué ha pasado.
—Creemos que le ha mordido un groum —respondió uno de los soldados.
—¿Un groum? —se extrañó el viejo galeno—. Hace…, hace años que no veo una mordedura de uno de esos pajarracos del demonio. ¿Dónde está la herida?
Por sus gestos y el nerviosismo que delataba su voz, Cerrÿn comprendió que Mairwan habría dado lo que fuera por no estar allí, por no ser él quien tuviera que atender al duque. Era un anciano acostumbrado a los pacientes humildes de Tae Rhun e intuía que tenía más que perder que ganar en aquel asunto.
—La tiene en la nuca —dijo el mismo soldado.
El médico se inclinó hacia delante y ladeó la cabeza del herido. Al ver la peculiar incisión en el cogote, refunfuñó y maldijo entre dientes su suerte. Luego enderezó su cuerpo.
—Caballeros, señora —murmuró—, ciertamente tenemos aquí una mordedura de groum.
—¿Tiene cura? —preguntó Yaôl desde la puerta.
—Ciertamente —repitió Mairwan—. Siempre y cuando ese pájaro no fuera un ejemplar adulto…, cosa en la que creo que podemos confiar, puesto que los adultos no…, no suelen atacar. Los especímenes jóvenes son más violentos, pero, a cambio, su ponzoña no es tan peligrosa. Se asustan fácilmente, y cuando creen que se encuentran en peligro, atacan.
—¿Qué hay que hacer? —intervino Cerrÿn, incómoda por lo que todo aquello podía suponer para su negocio.
—Lo primero es obligarlo a beber. Mucho. Agua. Para diluir el veneno cuanto sea posible. Y… habrá que sangrarlo. Quítenle la ropa y déjenme a solas con el enfermo.
—Yo me quedo —afirmó Yaôl.
—Será desagradable. Muy desagradable.
—Me quedaré —insistió el hijo del duque. Al escucharlo, Lyrboc no tuvo claro si lo que quería era permanecer junto a su padre para ayudar en lo posible, o si en realidad temía alejarse de él.
Todos los demás salieron. Cerrÿn fue la última, y antes de hacerlo le preguntó al médico si iba a necesitar algo más, a lo que este respondió negativamente.
Ya fuera de la habitación, el soldado que parecía estar al mando ordenó a otros dos que partieran de inmediato hacia el palacio para dar aviso y que los médicos personales del duque se desplazasen sin tardanza hasta la posada. Él y el soldado restante se quedaron para montar guardia.
Rihlvia y Lyrboc se acercaron a Cerrÿn.
—¿Qué hacemos?
Ella dudó un instante y luego contestó:
—Seguimos a lo nuestro mientras no nos ordenen otra cosa. Tenemos huéspedes que atender, aunque hoy son, por fortuna, pocos.
Una hora más tarde le dio orden a su hija de que le llevase algo de comer al hijo del duque.
Yaôl estaba sentado en una silla de mimbre y dirigía una mirada de repugnancia hacia la escena que se desarrollaba ante él, en el lecho. Mairwan había realizado varias incisiones en el cuerpo del duque y le había clavado unos minúsculos tubos de cobre por los que la sangre circulaba hacia unos frascos de cristal que había en el suelo, rodeando la cama. Rihlvia no pudo evitar mirar de reojo, pero enseguida apartó la vista y trató de esbozar una educada sonrisa.
—¿Tenéis hambre, señor?
Yaôl reparó entonces en ella. Antes no se había fijado, a pesar de que Rihlvia había estado presente en la habitación cuando habían llegado. Parpadeó un par de veces para deshacerse de la imagen de su padre, que parecía querer quedar grabada en sus pupilas, y admiró la belleza de la joven que tenía delante.
—¿Quién eres tú?
—Me llamo Rihlvia, soy hija de la dueña de la posada.
El otro asintió repetidamente. Ya no temblaba, pero su piel continuaba siendo ocre, igual que un pergamino guardado durante años en un sitio cerrado y húmedo.
—Déjalo por ahí, no sé. No tengo ganas de comer, pero…
—Os convendría dar algún bocado, señor. —El otro volvió a mover la cabeza arriba y abajo. Parecía ausente, sumido en sus propios pensamientos—. Luego vendré a recogerlo todo.
Rihlvia miró al médico y lo notó inseguro. Quería demostrar que sabía lo que hacía, pero daba la impresión de que en realidad estaba perdido. Quiso preguntarle si alguna vez había tratado a alguien a quien le hubiera mordido uno de aquellos groums, pero se contuvo. Ella había oído hablar de ellos, aunque por suerte nunca había visto ninguno. Su madre le había dicho que eran pájaros de poco tamaño y vivos colores que en lugar de pico tenían boca y dientes afilados con los que roían la madera de los árboles para crear sus nidos y con los que desmenuzaban a las presas de las que se alimentaban. El veneno que inoculaban al morder aletargaba a las víctimas y podía matarlas.
El día pasó con una lentitud exasperante, sin que el anciano galeno diera ninguna novedad. Las pocas veces que Cerrÿn se decidió a entrar en el dormitorio, o que le pidió a Rihlvia que lo hiciera, ambas comprobaron que el estado del duque no mostraba cambios visibles. Su respiración seguía agitada y continuaba sudando. Yaôl no había probado la comida cuando la retiraron, ya fría, y permanecía inmóvil, como una estatua sedente.
Hasta muy avanzada la tarde no llegó a la Posada de la Estrella un nuevo grupo procedente del palacio de Lauq Rhun, formado por una compañía entera de soldados y los tres médicos personales del duque, que rápidamente relevaron a Mairwan de sus tareas, no sin antes exigirle una detallada explicación de todos los remedios que le había aplicado al paciente.
En cuanto lo hubo hecho, Mairwan se dirigió a Cerrÿn, limpiándose con un paño el sudor frío que le empapaba la frente y la calva.
—Querida, me retiro a mi casa —le dijo a solas y en susurros—. A que me dé… un ataque al corazón. Estoy… desquiciado. Por favor, querida, si una situación de esta índole vuelve a ocurrir en tu posada…, no mandes que me llamen a mí, ¿de acuerdo? Que busquen a otro. A mis años ya no estoy para duques, reyes, serpientes ni pajarracos ponzoñosos.
Cerrÿn amagó una sonrisa y lo acompañó a la salida.
—¿No os gustaría cenar, ya que estáis aquí? Invita la casa, por el mal rato que os ha tocado pasar.
—No, no, querida mía. No tengo el cuerpo para comer nada, por mucho que sea de tu cocina. —Le guiñó un ojo con malicia—. Los nobles me ponen nervioso, y si están enfermos, mucho más.
Salió y se alejó con paso vivo, contento de que por fin otros se hubieran hecho cargo de tratar de curar al duque. Para los que quedaban atrás, sin embargo, las cosas empeoraron. Los médicos personales del duque se dedicaron durante lo que quedaba de día a adueñarse de la posada, repartiendo órdenes a diestro y siniestro y realizando exigencias que Cerrÿn procuraba satisfacer como buenamente podía. Aunque en cuanto tuvo oportunidad les preguntó si pensaban trasladar al enfermo a su palacio.
—¡Imposible! —gritó en respuesta el más viejo de todos ellos.
—Fallecería durante el viaje —explicó otro, varias décadas más joven—. No tenemos más remedio que quedarnos aquí, señora. Deshaceos de vuestros huéspedes, si los hay, y cerrad la posada hasta que el duque se recupere.
—Pero… —Cerrÿn no terminó la frase porque su interlocutor ya había dejado de atenderla y se dirigía hacia el capitán de la compañía de soldados.
Cuando la mujer se dio la vuelta se encontró con la mirada interrogante de Rihlvia y Lyrboc, que aguardaban sus instrucciones. Les dedicó una mueca de resignación y se los llevó a un aparte.
—Esperemos que esto termine pronto.
—¿Pueden adueñarse así como así de la posada y hacer lo que les plazca? —le preguntó Lyrboc.
—Pueden. Nompton tiene mucho poder, de modo que más nos vale aguantar ahora y no ponerlo en nuestra contra. Tengamos paciencia, ¿de acuerdo, chicos? Paciencia.
Pero después de aquella primera noche el pesimismo fue aumentando. El estado del enfermo no mejoraba; al contrario, pareció ir ligeramente a peor con el transcurso de las horas. Le subió la fiebre y, junto al ritmo alterado de su respiración, comenzó a emitir profundos gemidos que helaban la sangre de quienes los oían. Al mismo tiempo, la habitación se impregnó de un hedor ácido que, aunque nadie se atrevió a decirlo, hacía pensar que el cuerpo del duque estaba pudriéndose aunque siguiera aún con vida.
Lyrboc procuró espiar con disimulo lo que decían los médicos cuando creían que nadie los escuchaba y descubrió que habían perdido la fe en la recuperación de su paciente. A partir del tercer día, alguno de ellos incluso se decidió a hablar en voz alta del tema, en un claro intento de cubrirse las espaldas ante el hijo del duque, que seguía demacrado y sin apetito y pasaba casi todo el tiempo en la habitación de su padre.
—En casos así, las primeras horas son clave —dijo el médico más anciano, sentado frente a Yaôl en una mesa de la taberna—. Siempre le aconsejé a vuestro padre que uno de nosotros debería acompañarlo cuando salía de cacería, por si acaso. Todo indica que cuando nosotros llegamos, el veneno ya había alcanzado todos los rincones del cuerpo del duque.
Yaôl lo miró con ojos enrojecidos por la falta de sueño.
—¿Estáis diciéndome que mi padre va a morir?
El médico tragó saliva y luego carraspeó sonoramente. Pese al débil aspecto de Yaôl, a ninguno de los presentes se le había escapado la velada amenaza que transmitía su voz.
—No, no. Estamos haciendo todo cuanto está en nuestras manos. Todo —añadió, y se apresuró a darse la vuelta y marcharse con la excusa de regresar junto al enfermo.
Lyrboc y Rihlvia vieron en su rostro una clara expresión de miedo ante la perspectiva de que el duque no se recuperase con sus cuidados.
Rihlvia recogió el plato, en el que aún había comida, del anciano médico y le dirigió una sonrisa a Yaôl, que parecía mirarla sin verla realmente. Mientras, Lyrboc sintió la mano de Cerrÿn en uno de sus hombros y oyó que le susurraba al oído:
—Ven.
Lo llevó al almacén y cerró la puerta tras ellos.
—¿Qué ocurre? —le preguntó Lyrboc, extrañado por aquel secretismo y la cara de preocupación de la mujer.
—Mucho me temo que los médicos no van a poder curar al duque —empezó Cerrÿn—. Los únicos cambios que ha habido han sido a peor.
—Ya me he dado cuenta. Y cada vez se nota más el mal olor.
—Sí. —La mujer hizo una pausa, reflexionando una vez más sobre la idea que se le había ocurrido la noche anterior—. Creo que… si el duque muriese, podría ser muy negativo para nosotros. Para la posada, me refiero.
—¿Por qué?
—La gente de por aquí es muy supersticiosa, la noticia correría por todas partes y tal vez muchos no quisieran dormir donde un duque ha fallecido. Eso, sin contar con lo que su hijo pueda hacer… Podría empeñarse en mantener la posada cerrada…
—¿Por qué iba a hacer algo así?
Cerrÿn negó con la cabeza.
—No siempre es fácil entender los motivos de las acciones de los nobles. Con todo su dinero, se les puede antojar cualquier cosa, y nunca dan explicaciones. Por eso quiero pedirte que hagas una cosa. —Lyrboc la miró con el ceño fruncido, sin comprender—. ¿Recuerdas el accidente de Rihlvia, hace dos o tres años?
—Casi cuatro ya. Por supuesto que lo recuerdo.
—Quiero que vayas a buscar a aquel hombre que había en el bosque, el que la curó con las manos.
El muchacho se esforzó en recordar su nombre:
—Ro… Rebber, creo que se llamaba Rebber. Y su hermano, Naff. O Neft, ¡eso es! Neft. Él me dijo que vivían en aquel bosque, pero puede que ya no estén allí.
—No perdemos nada por ir a buscarlos.
—Pero ¿crees que los médicos del duque estarán de acuerdo?
—No, por eso no se lo diremos. Quiero que te vayas ahora mismo, y si encuentras a ese hombre, vuelve con él por la noche: yo estaré esperándoos despierta.
—El hijo del duque pasa las noches en la habitación de su padre —dijo Lyrboc.
—Intentaré persuadirlo para que duerma en la de al lado. Y si no accede, le diré la verdad y que él decida.
—Será peligroso, Cerrÿn. Imagina por un momento que el hijo da su permiso pero que el padre muere de todas formas, que Rebber no logra curarlo: puede que entonces nos culpe a nosotros.
—Si ese hombre tiene el poder de curar, asumiremos el riesgo.
—No entiendo cómo no se me había ocurrido a mí antes.
—No lo pensé hasta anoche, aunque tampoco creo que hubiéramos podido convencer al hijo del duque hasta hoy. Ahora los propios médicos reconocen que no pueden asegurar que su padre se pondrá bien. De todos modos, prefiero intentar hacerlo sin que él esté presente, solo se lo diremos si no hay más remedio. Pasa por la cocina y coge algo de comer para el camino; ponte en marcha enseguida, y llévate a Brisa y a Lux. Puede que ese hombre no disponga de un caballo.
—¿Y si no los encuentro?
—Entonces no nos quedará más remedio que esperar y confiar en la suerte.
Lyrboc volvió a la taberna, donde Rihlvia intentaba mantener una conversación con Yaôl, y fue directamente a la cocina para abastecerse de comida. En realidad, ya comenzaba a estar hambriento, pero se aguantaría hasta haber realizado al menos la mitad del camino. Luego fue a las caballerizas e, ignorando la mirada inquisitiva de Mown, soltó a los dos caballos y partió.
Al poco de ponerse en marcha comenzó a llover, y un rato después la lluvia se hizo torrencial. Cerrÿn se arrepintió enseguida de haberlo enviado, pero conociendo como conocía al chico, sabía que no regresaría a pesar de la tormenta.
Lyrboc continuó avanzando, aunque a un ritmo más lento del que hubiera deseado, puesto que la cortina de agua no le permitía ver lo que tenía delante. El bosque se llenó del ruido de millones de gotas de lluvia impactando contra las hojas de los árboles y contra el suelo, y por momentos pensó que podría incluso pasar a escasos metros de los dos hermanos a los que estaba buscando sin verlos. Sin embargo, continuó adelante. En cierto modo, creía que si conseguía ayudar a Cerrÿn a sanar al duque, le devolvería una mínima parte de todo lo que ella había hecho por él en aquellos años; por eso se empeñó en seguir avanzando, infundiendo ánimos con su voz a los caballos para animarse a sí mismo. Se concentró en ignorar la molesta lluvia que calaba sus ropas y en imaginar un sol radiante, y como si la naturaleza se plegase a sus deseos, poco después amainó. Primero la lluvia perdió fuerza y se fue convirtiendo paulatinamente en un goteo cada vez más débil hasta que cesó por completo; luego, los nubarrones que habían cubierto el cielo fueron dejando resquicios por los que se colaban los rayos temerosos del sol y un gigantesco arcoíris se dibujó por encima de Lyrboc, que espoleó entonces a Brisa y a Lux para recuperar el tiempo perdido.
Le costó más de tres horas llegar al bosque donde se había producido su primer encuentro con Neft y Rebber, pero desde entonces no había vuelto a pasar por allí y lo encontró todo cambiado. El bosque mismo parecía distinto. No fue capaz de hallar el lugar donde Rihlvia se había caído de su caballo, ni el sendero, que había desaparecido bajo la hierba.
Decidió que lo mejor para dar con los hermanos era moverse en círculos concéntricos cada vez más amplios, y para ello hizo muescas con el puñal que llevaba consigo en varios árboles. Llamó repetidas veces, sin obtener más respuesta que la del viento y el aleteo de algún pájaro que huía asustado.
—¡Rebber! ¡Neft!
Existía la posibilidad de que los hermanos ya no vivieran allí, o que sí lo hicieran, pero que por cualquier motivo aquel día no estuvieran en el bosque, y que el único resultado de su búsqueda fuera el resfriado que sin duda le iban a provocar sus ropas mojadas por la tormenta. Sin embargo, cuando ya había perdido la cuenta de las vueltas que había dado divisó una figura que salía a su encuentro desde detrás de unos arbustos. Pensó primero que era Neft, puesto que por su tamaño era imposible que fuera Rebber, pero inmediatamente se dio cuenta de que la figura parecía más la de un anciano, pues iba algo encorvado y se ayudaba de un bastón para avanzar.
—Buenos días, joven caballero —dijo el desconocido, con la voz cascada de un viejo.
Llevaba la cabeza oculta bajo una capucha raída, lo cual hizo desconfiar a Lyrboc, que detuvo a Brisa a varios metros de distancia y echó una rápida ojeada a su alrededor para asegurarse de que aquel hombre estaba solo.
—Buenos días —respondió al fin—. ¿Quién eres?
—Me llaman Talmo, si eso te vale. No recuerdo mi verdadero nombre, han pasado muchos años ya sin que nadie lo utilice. He oído que buscas a Rebber.
—¿Lo conoces?
—Claro.
—¿Sabes cómo puedo encontrarlo? Necesito hablar con él urgentemente.
El viejo se giró y levantó el bastón para apuntar a lo lejos.
—Tienes que… No, no lo encontrarás tú solo.
—Si me indicas por dónde ir daré con él, o al menos oirá que lo llamo.
—Es… Mejor es que te lleve yo. No me gustaría que te extraviases.
—Te lo agradezco, anciano, pero no te preocupes. Solo indícame el camino.
El otro lo ignoró y echó a andar, y Lyrboc, tras unos segundos de duda, fue tras él.
—¿También tú vives en este bosque?
El viejo movió la cabeza afirmativamente en el interior de su capucha.
Unos metros más adelante, Lyrboc decidió desmontar y continuar a pie, llevando en cada mano las riendas de cada caballo.
—¿Es muy lejos? —preguntó—. No quisiera desviarte de tu camino más de la cuenta.
Al escucharlo, el anciano se detuvo y Lyrboc tuvo que hacer lo mismo para no chocar contra su espalda.
—¿Qué ocu…?
No terminó la pregunta, porque su guía giró de pronto la cintura hacia la derecha y hacia atrás y Lyrboc tuvo tiempo de ver cómo la punta del bastón se acercaba a su cabeza, aunque no pudo apartarse. Recibió el golpe en la sien y casi al instante sintió que la sangre le resbalaba por la cara y le tapaba el ojo derecho. Levantó un brazo para protegerse, pero sintió un segundo golpe, ahora en la coronilla, que hizo que por toda su cabeza se extendiera una telaraña de dolor.
Comprendió lo ingenuo y confiado que había sido, al tiempo que con el ojo izquierdo veía al supuesto viejo desprendiéndose de la capucha y dejando a la vista un rostro juvenil y feroz, con una marcada mueca de crueldad. Lyrboc se echó hacia atrás y pudo esquivar el tercer golpe, mas no el cuarto, que le acertó en el centro mismo de la frente yle hizo caer de espaldas. Los caballos relincharon, asustados.
Vio que Talmo, si acaso ese era su verdadero nombre, avanzaba hacia él para atacarlo otra vez, y rodó hacia un lado para alejarse unos metros y ponerse en pie. El otro corrió e intentó asestarle un nuevo golpe, aunque ahora Lyrboc sí logró evitarlo. Con la mano izquierda apartó hacia atrás la capa y con la derecha desenvainó la espada.
Su rival rio divertido y dejó caer el bastón para sacar su propia espada, cuya hoja estaba por completo cubierta de óxido y manchas de sangre seca.
Lyrboc sintió que los brazos y las piernas le temblaban. Aquel iba a ser su primer combate de verdad. Nada de luchar contra enemigos imaginarios o troncos inmóviles e indefensos: el tipo que tenía delante parecía saber lo que se hacía y, a juzgar por el aspecto de su espada, no habían sido pocos los combates que ya había librado. Respiró hondo para controlar sus nervios y trató de concentrarse, aunque en su mente no paraban de aparecer visiones de sí mismo, herido de muerte y solo en medio de aquel bosque. Sacudió la cabeza para deshacerse de ellas, pero lo único que consiguió fue que el dolor de las heridas de su frente y su sien se avivase aún más. Las primeras embestidas de Talmo las pudo esquivar milagrosamente, y entonces escuchó su propia voz en el interior de su cabeza: «¿Cómo piensas regresar a Olkrann si mueres hoy, si un miserable ladronzuelo acaba contigo?». Como si esa voz acorralase su miedo en un pequeño rincón de su ser y le hiciese hervir la sangre, pasó al ataque. Y no fue la suya una acción suicida, sino perfectamente meditada y controlada.
Atacó por la izquierda de su rival, que en un primer momento aguantó la posición y detuvo el golpe con su propia arma, pero enseguida Lyrboc arremetió otra vez por el mismo lado, y ahora Talmo sí se vio obligado a retroceder un paso, más por la sorpresa ante la actitud del muchacho que por la fuerza que este había empleado. Aprovechando la inercia de su movimiento, Lyrboc realizó un tercer ataque, dando un giro completo sobre sí mismo y acertando, aunque de refilón, en el pecho de su enemigo, que soltó un alarido de dolor y rabia.
—¡Maldito renacuajo! —exclamó, contemplando el corte que había en sus ropas—. Solo pretendía robarte, pero te aseguro que no volverás a salir de este bosque.
Lyrboc ya no temblaba. Una extraña serenidad se había adueñado de él. Le pareció que el bosque había desaparecido casi por completo: solo seguía viendo los árboles más próximos, que en un momento dado podrían tener su función en la lucha. El resto del mundo no existía en aquel instante. Supo con toda seguridad lo que su rival iba a hacer antes de que lo hiciera.
Talmo le atacó de arriba abajo, poniendo en el golpe toda la energía de que disponía. Si hubiera acertado, habría cortado a Lyrboc en dos, pero este ladeó el cuerpo, dejando que la espada de su enemigo casi le rozase, y lanzó una estocada al mismo tiempo. La punta de su arma se hundió varios centímetros en la garganta del otro, que comenzó a balbucear mientras un chorro de sangre salía disparado hacia delante, manchando la hoja de la espada de Lyrboc y las ropas de ambos contendientes.
Las facciones de Talmo se estremecieron, parpadeó y emitió un gemido ronco mientras sus piernas se vencían por el peso de su propio cuerpo y caía de rodillas. Antes de presentarse ante él, había estado un buen rato espiando al muchacho para comprobar que iba solo y planificar la forma más adecuada de asaltarlo, pero ni por asomo había imaginado que ese día sería el de su muerte.
Era su primer muerto.
Lyrboc observó el cuerpo inerte tendido ante él durante más de veinte minutos antes de decidir qué hacer a continuación. Sintió una arcada, pero no llegó a vomitar. Había cazado y matado montones de conejos, pero ¿a un hombre? No.
Aquel tipo, Talmo, no volvería a levantarse. Él lo había matado…, y aunque no tenía del todo claro cuáles eran los sentimientos que se amontonaban en su interior, sabía que entre ellos no estaba el remordimiento. Recordó las palabras de Sigmall: en el campo de batalla no hay segundas oportunidades, y él se había limitado a aprovechar la suya. No había sido él quien había buscado aquel combate. Se había limitado a defenderse.
Para limpiar su espada utilizó la capa raída del ladrón. Luego empleó sus propias manos para excavar un agujero de longitud y profundidad suficientes para darle sepultura, lo cual no le llevó demasiado, pues la tierra estaba húmeda por la lluvia caída y podía removerla y apartarla con facilidad.
Cuando lo hubo cubierto por completo, permaneció un rato más a los pies de la tumba. Notaba su rostro embadurnado con una capa de sangre reseca, pero no hizo ademán de limpiarse. Sentía todavía la excitación del combate y la íntima satisfacción producida por la victoria. Su primera batalla y su primera victoria.
Su primer muerto.
De repente oyó un chasquido a su espalda y se dio la vuelta a la vez que desenvainaba y se ponía en guardia, esperando ver aparecer a algún compañero del fallecido.
A escasos diez o doce metros de él estaban Rebber y Neft. El grandullón parecía haber envejecido varios años más de los que en realidad habían transcurrido desde que se habían visto por primera vez, y en cambio su hermano daba la impresión de ser ahora más joven. Lyrboc tardó unos segundos en caer en la cuenta de que esa impresión se debía a que se había afeitado la barba.
—Tranquilo —dijo Neft—. No queremos pelea.
—Yo tampoco, pero no sabía que erais vosotros —respondió Lyrboc, y se apresuró a devolver su espada a la vaina.
—¿No sabías que éramos nosotros? —se extrañó Neft—. ¿Acaso nos conocemos?
—Yo sí me acuerdo de él —afirmó Rebber—. Deberías dejar de beber ese licor de frutas, te está estropeando la memoria.
—Te prometo que lo pensaré. Si me acuerdo.
Rebber se dirigió entonces a Lyrboc:
—¿Tu amiga se recuperó de aquel golpe?
—Sí, desde luego que lo hizo.
—¿A quién acabas de enterrar? —le preguntó Neft.
—Me dijo que se llamaba Talmo, aunque también se hizo pasar por un anciano cuando en realidad no tenía más de veinticinco años, así que no sé si ese era su verdadero nombre. Quiso robarme.
Neft avanzó hasta situarse junto a la tumba.
—Un ladrón menos, entonces —dijo con indiferencia—. Hay demasiados por aquí, últimamente más que nunca. Tantos, que estamos pensando en buscarnos otro lugar donde vivir. Dinos, chico, ¿qué te trae al bosque?
—Os estaba buscando a vosotros cuando él me salió al paso. Necesito vuestra ayuda. La tuya, Rebber. Perdonad que sea tan directo, pero el tiempo se está agotando. Puede que ya sea tarde.
—¿Tu amiga otra vez? —inquirió Neft, que ahora sí parecía haber recordado al fin su anterior encuentro.
—No, ella está bien. Pero hay alguien muy enfermo, en la posada donde vivo. Alguien muy importante…
—¿Qué le ocurre? —se interesó Rebber.
—Le mordió un groum hace varios días. Ningún médico ha podido curarlo.
Al oírlo, la permanente expresión de indolencia se borró bruscamente del rostro de Neft y exclamó:
—¡Ni hablar!
Su hermano permaneció impasible y Lyrboc miró a uno y a otro sin comprender.
—¿Qué sucede? ¿Por qué dices eso?
—Lo que hace Rebber para curar es absorber el mal que aqueja a la otra persona, pero el veneno de esos pájaros…
—Has dicho que se trata de alguien importante —lo interrumpió el grandullón—. ¿Quién es?
—El duque de Lauq Rhun.
Neft resopló, sorprendido, y luego pronunció entre dientes una palabra soez que Lyrboc jamás había escuchado antes.
—¿Es amigo tuyo, el duque? —quiso saber Rebber.
—No, no lo conozco, nunca he hablado con él.
—¿Qué interés tienes entonces en que se cure?
Lyrboc ignoraba qué debía decir ante semejante pregunta, de modo que le costó unos segundos reaccionar.
—La dueña de la posada sí es amiga mía, y si el duque muere en la posada…, será malo para el negocio, seguro. Puede que el hijo del duque incluso ordene cerrarla, o que la gente se niegue a hospedarse allí. Pero no sabía que podría ser peligroso para ti. ¿Si lo curas, si absorbes su veneno, podrías morir tú? No se me ocurriría pedirte eso.
Neft agarró por un brazo a su hermano y lo obligó a mirarlo. Lo conocía demasiado bien y sabía lo que estaba pensando en cada momento.
—¡No lo harás! —le gritó—. Y menos por ese maldito duque.
—No lo haré por él, desde luego. Lo haré por el chico, y por su amiga la posadera.
—¿Estás loco? ¡Te quedarás con el veneno! Esos pajarracos son peligrosos. Nunca has curado a nadie al que le haya mordido un groum.
—Ha dicho que la mordedura es de hace días, así que el veneno no me afectará a mí con tanta virulencia. Podré resistirlo.
Lyrboc decidió intervenir:
—No quiero pedirte que asumas un riesgo demasiado grande para tu salud.
—¡Pues lo has hecho! —le espetó Neft, furioso—. Ese duque es un malnacido, y tú has venido a pedirle a mi hermano que lo salve, y el estúpido de mi hermano nunca dice que no.
—No…, no lo sabía —tartamudeó Lyrboc—. Lo siento. ¿Qué tenéis en contra del duque?
—Nada que a ti te incumba.
Lyrboc dudó un instante, pero enseguida se dio la vuelta y fue hacia los caballos.
—Le diré a mi amiga que no pude encontraros.
—Espera —dijo Rebber, avanzando hasta él y sujetando las riendas de Brisa, que no se asustó ante la proximidad de aquel hombre enorme; más bien al contrario, agachó la cabeza hacia él, como si quisiera recibir una caricia—. Iré contigo.
—¡No, Rebber! —gritó Neft, pero su hermano lo ignoró.
—Puede que no sirva de nada, de todos modos. Es probable que el veneno ya haya destrozado todo su cuerpo y no se pueda hacer nada para curarlo. Pero quiero una cosa a cambio.
—¿Cuál?
—No le revelarás a nadie mi verdadero nombre, ni tampoco dónde vivo. No quiero que el duque sepa quién soy.
—Te doy mi palabra.
Rebber asintió y se volvió hacia Neft:
—No te preocupes, estaré bien.
—Si tú vas, yo voy contigo —dijo su hermano.
—No, iremos más rápido si ninguno de los caballos tiene que cargar con el peso de dos personas. Regresaré por la mañana.
Neft no podía disimular su frustración. Su rabia le hizo propinar una patada a una pequeña piedra, que salió volando por los aires hasta chocar contra el tronco de un árbol. No le gustaba nada la perspectiva de separarse de su hermano, pero sabía que no conseguiría hacerle cambiar de idea.
Negó varias veces con la cabeza y luego se enfrentó a Lyrboc, dirigiéndole una mirada enfurecida.
—Escucha, chico, procura que esta estupidez no tenga malas consecuencias para mi hermano…
Lyrboc palideció, pero de reojo vio una sonrisa de complicidad en los labios de Rebber.
—No le hagas demasiado caso. Le gustan las escenas dramáticas. Habría tenido una gran carrera como actor en los teatros de Namo Rhun.
—Si esto supone algún peligro para ti… —empezó Lyrboc.
Pero Rebber montó en Lux y con el brazo derecho señaló hacia delante.
—No perdamos más tiempo discutiendo. Indica tú el camino.
Durante el trayecto, Lyrboc le fue explicando a Rebber el estado del enfermo y el desánimo de los médicos, y le dijo que Cerrÿn había pensado que lo mejor sería que llegasen de noche para que nadie los viera, algo con lo que Rebber estuvo de acuerdo. Le insistió también en que no quería que él asumiera riesgos que pudieran afectar a su propia salud, pero el grandullón contestó que sabía perfectamente lo que hacía, así que Lyrboc optó por no decir más.
Aunque no hubieran querido, se les habría hecho de todos modos de noche, por lo que no fue necesario que redujeran el ritmo de la marcha. Cerrÿn los esperaba en la taberna. Estaba preocupada, y a lo largo del día no habían sido pocas las veces que se había arrepentido de haber enviado a Lyrboc solo tan lejos, pero cuando distinguió entre las sombras las siluetas de los dos caballos dirigiéndose hacia los establos, respiró aliviada y salió a su encuentro.
Abrazó al muchacho, al que ya consideraba como un hijo, y se alarmó al ver las heridas de su cabeza.
—No es nada, tranquila. Más tarde te lo contaré todo.
Luego Cerrÿn estrechó la gigantesca mano de Rebber cuando Lyrboc procedió a las presentaciones.
—Hasta hoy no había tenido oportunidad de darte las gracias por lo que hiciste por mi hija —le dijo—. Estoy en deuda contigo.
Rebber se limitó a asentir, algo incómodo.
—¿Cuánta gente hay en la posada? —preguntó.
—Varios soldados y tres médicos, pero a estas horas solo hay dos soldados montando guardia y no suponen ningún problema. Podemos llegar a la habitación donde está el duque sin tener que pasar por delante de ellos.
—¿Y el hijo del duque?
—No ha aceptado mis sugerencias de retirarse a otro cuarto. No se despega de su padre.
Rebber frunció el ceño.
—Preferiría que nadie me viera.
—No te preocupes. Hace un rato le he dicho que Lyrboc había ido en tu busca, le he explicado lo que eres capaz de hacer y se ha mostrado conforme con que lo intentes.
—¿Le has dicho mi nombre?
—No, solo le he contado que habías curado a mi hija con tus manos. Ha oído hablar de gente como tú.
—¿Y le has dicho adónde fui a buscarlo? —le preguntó ahora Lyrboc.
—Tampoco. ¿Por qué? —se extrañó Cerrÿn.
—Rebber no quiere que ni el duque ni ninguno de sus hombres sepa su nombre ni el lugar en el que vive. Si su hijo lo pregunta, diremos que fui a buscarlo al norte de Tae Rhun y no al sur, y si tenemos que dar un nombre, diremos… Fra… Fron. ¿Te parece bien Fron? —dijo, mirando a Rebber.
El grandullón asintió de nuevo y Cerrÿn no rechistó, consciente de que más tarde tendría oportunidad de pedirle una explicación a Lyrboc.
A pesar del frío nocturno, las ventanas de la habitación estaban abiertas, como si a alguien se le hubiera ocurrido dejarle una vía de escape al alma del duque, encerrada en aquel cuerpo postrado desde hacía días. Las corrientes de aire habían mitigado algo el hedor.
Yaôl se levantó de su asiento cuando los vio entrar e inspeccionó a Rebber con ojos cansados. Las semejanzas con cualquiera de los médicos a los que estaba acostumbrado eran nulas. El aspecto de aquel hombre era el de un granjero, el de alguien habituado al trabajo físico, no al estudio, pero Cerrÿn ya le había advertido que no debía esperar a un hombre de ciencia y había dado su consentimiento, en vista de que todos los cambios en el estado de su padre habían sido para peor.
Rebber apenas cruzó una fugaz mirada con Yaôl antes de centrarse en el enfermo. Se situó al lado del lecho y contempló al duque por espacio de varios minutos, durante los cuales nadie se atrevió a decir nada.
—¿Puedes hacerlo? —preguntó por fin Yaôl.
Pero Rebber no respondió. Ya no escuchaba nada; la habitación y la posada entera, y Lyrboc y la mujer y el hijo del duque, todo había desaparecido. Existían solo el enfermo y el mal que lo tenía postrado en la cama. Detectó el veneno extendido por todo su cuerpo, derrotando sus últimas defensas.
Yaôl se giró hacia Lyrboc y lo agarró de la camisa.
—¿De verdad puede curarlo?
—Puede, siempre y cuando el veneno no haya destrozado ya el cuerpo de vuestro padre por dentro.
Ambos se callaron al ver que Rebber se sentaba en la cama y colocaba las palmas de sus manos en el pecho del duque.
Entonces se hizo el silencio. Solo Lyrboc había presenciado con anterioridad una escena similar; para Cerrÿn y Yaôl era la primera vez y, de algún modo, los dos quisieron mantenerse callados hasta que todo hubiese terminado. Los ojos de los tres se fijaron en las manos de gigante de Rebber, como si esperasen ver una luz que irradiara de ellas. Sin embargo, no sucedió nada que pudiera verse. Rebber dejó las manos sobre el enfermo, que se agitaba al ritmo desacompasado de su respiración, y no las retiró hasta unos quince minutos más tarde. En ese momento se produjo un cambio en la respiración del duque: se calmó levemente, se hizo más suave, su pecho dejó de estremecerse y sus ojos semovieron bajo los párpados, aunque no llegaron a abrirse.
—¿Ya está? —preguntó Yaôl, sin poder controlar su impaciencia.
La respuesta que recibió fue una especie de gemido ahogado que brotaba de la garganta de Rebber. Lyrboc corrió a su lado y se asustó al observar su rostro descompuesto y cubierto de sudor. Tenía las pupilas dilatadas y parecía incapaz de ver nada.
—¿Estás bien? ¿Me oyes?
Yaôl se inclinó sobre su padre y lo llamó varias veces sin que el duque mostrara ninguna reacción.
—No ha podido —murmuró—. No ha dado resultado.
—¡No es algo instantáneo! —le espetó Lyrboc.
De repente ya no le importaba lo más mínimo lo que pudiera ocurrir con el duque; toda su preocupación se centraba en el estado de Rebber. Entendió los temores y el enfado de Neft y se maldijo a sí mismo por haber buscado la ayuda de aquel inocente. No podría perdonárselo si algo le ocurriera, si el veneno del groum lo afectaba a él también. Años atrás había contraído una deuda con él y su forma de agradecérselo era hacerle enfermar para curar a un duque que a ninguno de los dos les importaba realmente. ¡Y aquel estúpido de Yaôl era incapaz de mostrar el menor interés por la salud de Rebber! Sintió ganas de pegarle, de echarle a patadas de la posada, pero justo en ese instante notó los dedos ásperos de Rebber tocando el dorso de su mano.
—Llévame de vuelta, chico.
—¿Cómo te encuentras?
—Mal…, pero me recuperaré. Solo necesito dormir. Varios días.
—¿Y mi padre? —quiso saber Yaôl, hecho un manojo de nervios—. ¿Ha servido de algo lo que has hecho?
Lyrboc le lanzó una mirada de profundo odio, pero la voz quebrada de Rebber lo hizo contenerse:
—Ya no hay veneno en su cuerpo. Estará bien cuando despierte. Sus médicos podrán hacer el resto.
Esas palabras lograron que Yaôl se olvidara de todo lo demás y volviera a centrarse en hablar a su padre, aunque este seguía sin dar muestras de que pudiera oírlo.
Rebber se apoyó en el hombro de Lyrboc para levantarse.
—Sácame de aquí antes de que me desmaye.
—Hay habitaciones libres. Puedes quedarte todo el tiempo que necesites —le ofreció Cerrÿn.
—Quiero estar junto a mi hermano. Llévame con él. Si tardo en volver se preocupará.
—Te llevaré, te lo prometo —dijo Lyrboc—. Cerrÿn, ayúdame a llevarlo al establo y dame bebida y comida para el camino.
A duras penas consiguieron que Rebber montara en un caballo, y una vez estuvo sentado a horcajadas sobre el animal, el grandullón se tumbó hacia delante y dejó sus brazos colgando a cada lado.
—Si se cae, tú solo no podrás con él.
Lyrboc había pensado lo mismo, así que corrió al fondo de las caballerizas para coger una cuerda lo suficientemente larga y ató a Rebber a su caballo, de forma que no pudiera caerse.
—Recuerda, Cerrÿn —dijo en voz baja antes de partir—, que nadie sepa adónde voy. Él me insistió en que no quería que el duque supiera su verdadero nombre ni dónde poder encontrarlo.
—Fron, dijiste, ¿verdad? Si alguien lo pregunta, le daré ese nombre y le diré que os habéis ido hacia el norte.
Lyrboc montó en su caballo y cogió con la mano izquierda las riendas del otro, en el que Rebber iba totalmente inconsciente.
—Puede que tarde en regresar. Esperaré a que se recupere.
—Ten cuidado —dijo Cerrÿn.
Tardó más del doble de tiempo que la vez anterior en llegar al bosque, porque Rebber no se despertó en ningún momento y Lyrboc no quiso pasar de un ligero trote.
Amaneció cuando aún quedaban varias horas de camino por delante y supo que Neft ya estaría en pie y que cada minuto aumentaría su preocupación y su enfado. Temió que las cosas no mejorarían cuando se reuniesen con él, pero se armó de valor para afrontar aquel encuentro. Era lo menos que podía hacer.
Neft los esperaba en el límite mismo del bosque, sentado en la gruesa rama de un roble. En cuanto los vio aparecer, saltó al suelo y corrió hacia ellos. Ni siquiera cruzó una mirada con Lyrboc, solo tenía ojos para su hermano. Llegó hasta él y le tocó la frente para comprobar si tenía fiebre; luego se inclinó hacia su oído y le susurró:
—Estás en casa, ya estás en casa, gordinflón.
Cogió las riendas y tiró del caballo hacia el interior del bosque, seguido por Lyrboc.
Neft los llevó hacia la zona donde la vegetación era más espesa y la luz más escasa. El suelo continuaba embarrado por la tormenta del día anterior y tuvieron que atravesar varios charcos, algunos de los cuales tenían una profundidad de más de un palmo. Lyrboc estaba a punto de preguntar si faltaba mucho cuando el terreno se inclinó en una pendiente cada vez más pronunciada y llegó a sus oídos el rumor de una pequeña catarata.
Neft se dirigió hacia unas elevaciones rocosas y se detuvo. Apartó unos arbustos y dejó al descubierto un agujero de forma irregular, la boca de una cueva.
—Los caballos tendrán que quedarse aquí —informó—. Ocúpate tú de atarlos. —Él desapareció por el agujero y regresó unos segundos más tarde con una manta enorme y sucia que extendió en el suelo junto al caballo que transportaba a su hermano. Lyrboc lo ayudó a deshacer los nudos de la cuerda y entre ambos desmontaron el pesado cuerpo de Rebber y lo tumbaron sobre la manta, uno de cuyos extremos le tendió después—. Toma.
Arrastrarlo hasta el interior les supuso un esfuerzo colosal tras el que los dos terminaron doloridos y resoplando entrecortadamente.
—Pesa como un oso —protestó Lyrboc mientras se frotaba la zona lumbar.
—¿Alguna vez has tenido que mover a un oso tumbado sobre una manta como esta? Se lo diré cuando despierte, seguro que le hace gracia.
Neft había encendido una vela al entrar, y la luz amarillenta de su llama permitió a Lyrboc ver una estancia estrecha y alargada, amueblada con dos lechos de paja cubiertos por sendas mantas, una mesa y un par de sillas de madera, un armario de dos puertas, una de las cuales se había soltado de uno de sus goznes, y un estante clavado a la pared sobre el que compartían espacio un rosal marchito en una maceta y un libro de tapas desgastadas y muy manoseadas. El título apenas podía leerse, pero Lyrboc, sorprendido por la presencia de un libro en semejante lugar, se acercó un par de pasos para examinarlo: Cuentos del Bosque de Piedra. El fondo de la cueva permanecía a oscuras.
—¿Lleváis mucho tiempo viviendo aquí?
—Depende de lo que consideres mucho —repuso Neft. Se arrodilló junto a Rebber y volvió a comprobar su temperatura. Luego levantó la mirada hacia Lyrboc y le dijo—: Que conste una cosa: eres la primera persona que viene aquí en tres años; olvídate de cómo llegar. Te he permitido venir porque necesitaba tu ayuda para mover a mi hermano, solo por eso.
—Te doy mi palabra. Lo borraré todo de mi memoria.
—Eso espero —replicó el hombre con un nítido tono de advertencia—. Ya puedes irte.
—Me gustaría quedarme, si no te importa. Me… gustaría estar aquí cuando tu hermano despierte.
Neft refunfuñó e hizo un mohín que dejaba bien clara su indiferencia. Cubrió a su hermano con otra manta y se sentó en el suelo a su lado. Lyrboc hizo lo mismo, algo apartado, y tras una pausa dijo:
—He traído algo de comida. ¿Quieres? —Sin esperar la respuesta, salió y regresó al punto con una bolsa de tela—. Manzanas, queso, pan de cebada, tocino. —Al otro se le iluminaron los ojos y cambió la expresión de su rostro. Un par de minutos después, los dos estaban sentados a la mesa y con la boca llena. Lyrboc no había descansado en toda la noche y comenzaba a sentir un peso insoportable en los párpados, aunque no pudo reprimir su curiosidad—: ¿Alguna otra vez tu hermano ha estado así?
Neft dejó un instante de masticar y giró el cuello para observar a Rebber.
—Sí, un par de veces. Su cuerpo absorbe las enfermedades de los demás, ya te lo dije, y ahora tiene dentro el veneno del groum que mordió a ese maldito duque. Pero no tiene fiebre, no demasiada al menos, así que creo que con unas horas de sueño estará bien.
—¿Así, tan fácil?
—Es un bicho extraño, mi hermano —se limitó a decir Neft.
—¿Y el duque de Lauq Rhun, qué tienes contra él?
—¿No sabes hacer otra cosa, aparte de preguntar sin parar?
—Perdona —repuso Lyrboc, avergonzado—. No quería molestarte.
—Verás, si Rebber se entera de que alguien está enfermo, no puede evitar ayudarle, pero si hubiera dependido exclusivamente de mí, no me habría importado dejar que el duque pasara a mejor vida. Mi hermanito el grandullón es demasiado buena persona, de modo que yo tengo que ser malo para mantener el equilibrio. Mira, hace unos años unos soldados nos sorprendieron robando fruta en un puesto del mercado de Lauq Rhun; llevábamos día y medio sin probar bocado y no teníamos dinero…, y aunque lo hubiéramos tenido, la verdad es que no lo habríamos empleado en pagar aquella fruta. La cuestión es que aquellos soldados nos apresaron; pensamos que nos darían un par de coscorrones, como habían hecho otras veces, pero tuvimos la mala suerte de que el duque estuviera en aquel mismo instante paseándose por allí con su familia y toda su escolta. Preguntó qué sucedía y, cuando los soldados que nos retenían se lo contaron, ordenó que nos azotasen en la plaza, diez latigazos, a la vista de todos, como escarmiento y advertencia para que no se nos ocurriera volver a hacerlo. Su esposa estaba allí y no dijo nada, y también su hijo, que debía de tener unos tres o cuatro años menos que yo.
—¿Y tampoco él dijo nada? —preguntó Lyrboc, pensando en el aspecto débil y enfermizo de Yaôl.
—Sí, él sí —masculló Neft—. Le oí comentar a su madre lo sucios que íbamos mi hermano y yo y reírse ante la idea de que los latigazos nos vendrían bien para sacudirnos el polvo.
—¿Y lo hicieron? ¿Os azotaron?
—Desde luego que lo hicieron. El duque es conocido por su crueldad. Luego nos arrastraron a un callejón para que no nos quedásemos allí mientras la gente continuaba haciendo sus compras en el mercado. Nos dejaron la espalda en carne viva.
—¡¿Y por qué entonces tu hermano aceptó curar al duque?! Yo no tenía ni idea; si lo hubiera sabido, jamás se me habría pasado por la cabeza pedir vuestra ayuda.
—¿Nunca has oído eso de que algunas personas pueden ser tan bondadosas que acaban siendo rematadamente tontas? Mi hermano es el máximo exponente de ese tipo de personas. Por ser tan bueno, es un auténtico idiota.
—¿Cuánto tiempo hace de aquello? En la posada, el hijo del duque vio a Rebber, pero no me pareció que diera ninguna muestra de haberlo reconocido.
—Éramos unos niños. Rebber ya era grande para su edad entonces, pero no tanto como ahora.
—Bueno, si sirve de algo, lo lamento, Neft. La otra vez ya os dije que estaba en deuda con vosotros: ahora lo estoy doblemente.
Después de saciar su apetito, Lyrboc se dio cuenta de que no iba a poder resistirse por más tiempo al cansancio que había acumulado, y Neft, al ver que luchaba por mantener los ojos abiertos, le ofreció su lecho para que se tumbara.
Lyrboc se lo agradeció y se durmió antes de apoyar la cabeza sobre la paja.
Cuando despertó, estaba seguro de que no hacía ni diez minutos desde que se había acostado, aunque habían pasado más de cinco horas. Neft estaba ocupado remendando una capa y Rebber continuaba tumbado, pero ahora con los ojos abiertos.
—¿Cómo estás? —le preguntó el chico, incorporándose como un resorte.
El grandullón no pareció oírle, y fue su hermano quien dijo:
—Todavía es pronto. Ha abierto los ojos, pero creo queno ve nada. De todas formas, es buena señal. No creo que tarde ya mucho en espabilarse.
—Si ha absorbido todo el veneno que tenía el duque en el cuerpo, ¿cómo puede recuperarse tan rápidamente?
—Ya te lo he dicho, es un bicho muy raro.
—¿Es… inmortal?
Neft arqueó las cejas.
—¿Mi hermanito? No. Rebber cura, no me preguntes cómo ni por qué, pero lo hace. Pero puede morir igual que cualquiera. En toda mi vida solo he oído hablar de dos grupos de inmortales, los Siete Guardianes y la Hermandad Oscura.
Lyrboc notó que su pulso se aceleraba al oír hablar de sus amigos y sintió un gran vacío que se abría de pronto en su pecho: desde que habían pasado por la posada para decir que iban a adentrarse en el Gran Sur no habían vuelto a dar señales de vida, y de eso ya hacía mucho tiempo. Demasiado.
—Nunca había oído que los miembros de la Hermandad fueran inmortales. —Si así fuera, pensó, podría dejar de preocuparse por lo que pudiera haberles ocurrido.
—De esa Hermandad se cuentan todo tipo de historias.
—Lo sé. Se dice que son siervos de la Muerte.
—Precisamente de ahí viene lo de su supuesta inmortalidad. Son súbditos de la Muerte, y ella los ha librado de tener que morir.
—Pero ¡eso es mentira! —soltó Lyrboc, y poco le faltó para añadir que aquella historia sobre Zerbo y los demás no tenía ningún fundamento—. Yo… no me creo esa tontería.
—Ya somos dos. Por no creer, yo ni siquiera estoy seguro de que exista. —De nuevo Lyrboc estuvo a punto de corregirlo, mas se contuvo. Neft siguió hablando—: También he oído decir todo lo contrario, que los componentes de esa hermandad ya están muertos, que no son más que espectros deambulando por el mundo en busca de almas a las que arrastrar consigo.
Lyrboc negó con un gesto vehemente, pero cambió de tema para no cometer ningún desliz:
—¿Y esos otros que has mencionado, los Guardianes? ¿Quiénes son?
—Los Siete Guardianes del tesoro de Wolrhun. ¿No has oído su historia? ¿Nunca has oído hablar de Nagraem?
—El hechicero. Sí, he oído hablar de él y de que robó el tesoro de Wolrhun por orden del entonces duque de Lauq Rhun, pero no recuerdo haber oído nada de esos Siete Guardianes.
En el exterior caía la tarde y la temperatura había bajado considerablemente, pero en el interior de la cueva se mantenía una sensación de frescor agradable.
—Nagraem fue el brujo más grande que jamás ha existido. Crio y domesticó a un par de dragones…
—Sí, eso también lo sé —lo interrumpió Lyrboc—. Y que los utilizó para conseguir el tesoro.
Neft levantó un dedo índice y lo movió a izquierda y derecha.
—Los envió para distraer la atención, pero no fueron los dragones los que robaron el tesoro. De eso se encargaron unos esbirros de Nagraem, hombres como tú y como yo, siete grandes guerreros, ladrones astutos a los que el hechicero volvió invisibles para que pudieran entrar en palacio sin ser vistos. Después, cuando el duque se acobardó e hincó la rodilla ante el rey, Nagraem intuyó el peligro que se cernía sobre él y transformó a los siete ladrones en inmortales, para que guardaran el tesoro por toda la eternidad. Permanecen encerrados en el mismo lugar desde entonces, aguardando el regreso del hechicero, protegiendo el tesoro.
—Pero Nagraem fue ejecutado. Está muerto.
—Sí. Si aceptamos que un hechicero de su talla no fue capaz de esquivar a la Muerte.
Lyrboc se quedó un momento boquiabierto, subyugado por aquella historia. Luego, tras una pausa en la que Neft se dedicó a encender un par de velas más, negó con la cabeza, como si quisiera convencerse a sí mismo.
—No es más que una historia. Nadie sabe si es cierta.
—Eso no te lo puedo negar. Yo no estaba allí para verlo —admitió el otro.
—No creo en algo como la inmortalidad.
—Me parece muy bien. Pero permíteme que yo crea en lo que me dé la real gana.
—No pretendía ofenderte.
—No se ofende —dijo de pronto Rebber, sin cambiar de posición—. Siempre ha sido así de agradable.
Neft y Lyrboc corrieron a su lado.
—¡Eh, gordinflón! —casi gritó su hermano—. ¿Cómo estás?
—¿Te encuentras bien? —le preguntó Lyrboc.
Rebber se incorporó trabajosamente hasta quedar sentado y tosió varias veces antes de poder contestar:
—«Bien» no es una palabra que ahora mismo esté en mi vocabulario.
Neft se echó a reír y le dio unas palmadas cariñosas en la espalda.
—El chico nos ha traído comida. Un pan de cebada exquisito, un tocino que no está nada mal y un queso como hacía años que no comía. Ah, y manzanas. También manzanas. ¿Qué quieres?
—Un poco de todo no me vendría mal.
Neft volvió a reírse, ahora con una sonora carcajada, y fue a la mesa para prepararlo. Entre tanto, Rebber se fijó en Lyrboc.
—Gracias por traerme de vuelta a casa.
—Gracias a ti. Si hubiera sabido lo que el duque os hizo, no te habría pedido…
Pero Rebber lo interrumpió para volverse hacia su hermano:
—¿Es que no eres capaz de tener la boca cerrada? ¿Le has hecho un resumen de nuestra vida entera?
—¡Para una vez que tengo a alguien que me escuche! —protestó Neft—. A este muchacho le gusta escuchar historias.
—¡Y a ti contarlas! ¿Qué era eso de lo que estabais hablando antes?
—Los Guardianes del tesoro de Wolrhun —le explicó Lyrboc.
—Tu historia favorita, ¿eh, Neft? —Y, volviéndose a Lyrboc, le guiñó un ojo y dijo—: Todavía cree que algún día encontrará ese tesoro y será el más rico de todo el reino. Si nadie lo ha encontrado ya, Neft, es porque no existe.
—No, señor. Nadie lo ha encontrado porque Nagraem lo supo esconder muy bien y porque los Guardianes lo protegen.
—¿Y cómo piensas encontrarlo tú, entonces?
—Si lo supiera, ya lo tendría en mis manos. Ya se me ocurrirá algo.
—¡Claro, claro!
Lyrboc asistió divertido a las pullas que se lanzaban ambos hermanos, hasta que Neft volvió a dirigirse a él:
—Mi hermano es otro como tú, que no cree la historia simplemente porque es antigua. No digo yo que los que la han ido contando a lo largo del tiempo no hayan cambiado en parte lo que ocurrió en realidad, pero ¿por qué no creer que la base sí es cierta? Hay puntos en los que todas las versiones coinciden: en el poder inigualable de Nagraem, en la existencia de dos dragones que obedecían sus órdenes, en el robo del tesoro y en que nunca ha aparecido de nuevo. Y si no ha aparecido, es que todavía está por encontrar.
—Si algún día tropiezo por casualidad con él —replicó Lyrboc—, lo compartiré con vosotros. Bueno, con vosotros y también con Rihlvia y su madre.
Esta vez Rebber secundó las risotadas de su hermano.
—¡Míralo, gordinflón! —exclamó Neft—, el chico de las promesas. ¿Sabes qué? Acepto tu oferta, pero me conformaré con que nos traigas de vez en cuando más comida como esta.
—Lo mismo digo —anunció Rebber, que ya se había sentado a la mesa y engullía el queso con un apetito voraz.
—Hecho —dijo Lyrboc—. Es más, estáis invitados a venir a la posada siempre que queráis. Cerrÿn hace un asado espectacular y estoy seguro de que le encantará serviros, después de lo que hicisteis por su hija.
Rebber negó con la cabeza y habló con la boca llena:
—Te lo agradezco, pero no. Y recuerda lo que te he dicho, no quiero que el duque, o su hijo, por mucho que puedan insistir, conozcan mi nombre.
—No te preocupes.
—Bien, confío en ti —dijo Rebber, y volvió a concentrarse en la comida.
No añadió nada más hasta que hubo terminado: entonces se limpió los labios con el dorso de una mano y soltó un tremendo eructo que pilló a Lyrboc por sorpresa e hizo otra vez reír a Neft, que desde que su hermano se había despertado se encontraba de excelente humor.
—Aquí el grandullón cura con el tacto de sus manos, pero también podría matar a un rebaño entero con uno de sus eructos. Por no hablar de su aliento…
—Perdona —se disculpó Rebber—. Es la costumbre. No solemos tener visitas. Supongo que te has quedado para asegurarte de que iba a ponerme bien.
—Sí —afirmó Lyrboc—. Tu aspecto no prometía nada bueno.
—Eso te honra.
—Es lo menos que podía hacer.
—Puedes estar tranquilo, ya ves que me encuentro bien. Ahora volveré a acostarme y mañana estaré perfecto.
—Si te ha sorprendido su forma de eructar, sus ronquidos te van a asustar —le avisó Neft.
—Me iré antes de que anochezca.
—Como desees, pero no te estaba echando. No hay problema si prefieres esperar a la mañana.
—No, quiero regresar a la posada y comprobar que todo está bien allí.
—El duque estará mejor que yo a estas horas.
Lyrboc se puso en pie y se sacudió la tierra que se le había adherido a la ropa. Se sentía a gusto allí y no le habría importado pasar una temporada con aquella curiosa pareja de hermanos, pero se sentía obligado a regresar.
—No hace falta que os diga… —empezó.
—No, no hace falta —terció Neft—. Ya sabemos que estás en deuda con nosotros, que si algún día necesitamos un gran guerrero que nos rescate, podemos acudir a ti.
Lyrboc sonrió y les estrechó la mano a ambos. Rebber, a pesar de estar sentado, se hallaba a su misma altura.
—No hagas caso de sus tonterías. Eres un buen chico; serás bienvenido siempre que quieras.
—Si traes comida.