Los cuatro miembros del Club Chatterton salieron a hurtadillas del edificio, cargando cada uno con una pequeña bolsa a la espalda en la que cabía todo cuanto tenían. El exterior los recibió con frío y un fino manto de niebla que las corrientes de aire deshacían en jirones.
Por un momento, allí en la calle, tuvieron la impresión de que eran los únicos habitantes de la ciudad. Aun siendo conscientes de que el director y el misterioso visitante estaban despiertos a tan solo unos metros, una vez volvieron a cerrar tras de sí la puerta del orfanato, los chicos sintieron que la soledad más absoluta los envolvía.
Avanzaron por Philbeach Gardens caminando deprisa para entrar en calor, pero sin haber decidido adónde se dirigirían después.
Antes de llegar a Warwick Road escucharon un ruido a su espalda, como de algo que se deslizaba, dos piedras que se rozaban entre sí. Se giraron, pero la noche era demasiado densa para poder distinguir unas siluetas negras descendiendo por la fachada del edificio que había enfrente del orfanato. Apretaron el paso. El siguiente sonido que oyeron fue el de unos fuertes golpes sobre el asfalto, algo muy pesado que se acercaba por su espalda, y cuando los cuatro miraron por encima de su hombro creyeron ser víctimas de una alucinación: aproximándose a ellos vieron varias figuras que avanzaban a cuatro patas… Lo que sus ojos les mostraban era increíble, imposible. Las figuras que los cercaban eran de piedra, criaturas pétreas que se movían con la ligereza y agilidad de seres de carne y hueso. Una de ellas semejaba un lobo con alas y dos grandes cuernos por encima de los ojos; otra parecía una extraña mezcla de león y dragón; otras tres estaban demasiado deformadas por efecto de la lluvia y el viento como para saber qué parecían… Su aspecto era terrorífico. Los muchachos sintieron un frío abrasador en las entrañas, como si la sangre se les hubiese helado en las venas. Las gárgolas que tantas veces habían admirado desde las ventanas de su dormitorio habían cobrado vida para apresarlos.
Súbitamente cayeron en la cuenta de que sus piernas se habían detenido. No es que correr tuviera sentido, pues los atraparían antes de que pudieran alcanzar cualquier lugar seguro, pero era sobre todo el terror lo que les impedía moverse.
Con parsimonia, las criaturas los fueron rodeando, cerrando el cerco. Aquello era una cacería, y ellos eran las presas.
—¿Qué está pasando? —preguntó James con un hilo de voz.
De pronto uno de aquellos seres quiméricos se abalanzó, impulsándose con las patas y cayendo sobre Geoffrey, que nada pudo hacer para evitar desplomarse en el suelo bajo el peso descomunal de la bestia. Las afiladas garras hirieron su pecho y la boca del animal se abrió para cerrarse en torno a su cuello. Sintió un dolor insoportable cuando los colmillos de piedra penetraron su carne, y todos sus esfuerzos frenéticos por liberarse resultaron inútiles. Los demás no pudieron ayudarle tampoco, ya que las otras cuatro bestias se habían interpuesto entre ellos y les impedían cualquier movimiento.
Mientras la presión de los dientes aumentaba, Geoffrey percibió el aliento de la gárgola envolviéndole, un hedor a putrefacción y humedad.
Estaba ya a punto de perder el sentido cuando el ataque, tan repentinamente como se había iniciado, cesó: la mandíbula de la bestia se apartó con brusquedad del cuello y el peso de su cuerpo dejó de aprisionar el pecho de Geoffrey, que se llevó una mano al desgarro que los colmillos habían causado en su carne y notó que sus dedos se manchaban de sangre. Boqueó, intentando coger el máximo de aire posible para llevarlo a sus pulmones, seguro de que aquella criatura infernal, o cualquiera de las otras, lo remataría de un momento a otro. Pero no fue así. Oyó una exclamación, aunque no supo de cuál de sus amigos, y un alarido inhumano de dolor. A duras penas, levantó la cabeza lo suficiente para ver una nueva escena que resultaba tan increíble como todo lo que acababa de ocurrir.
La bestia que lo había atacado yacía ahora a un metro escaso de él y gemía como si estuviera malherida. Entre ambos se hallaba el Jorobado, sin que Geoffrey pudiera imaginar cómo había llegado hasta allí. Empuñaba una espada de doble filo y se había despojado del abrigo con el que lo habían visto hasta entonces, dejando al descubierto lo que todos habían tomado por una joroba: dos enormes alas que ahora, desplegadas, debían de tener una envergadura superior a los tres metros.
El recién llegado blandió su arma al tiempo que pronunciaba unas palabras que los chicos no alcanzaron a oír con claridad; parecía una especie de cántico en una lengua desconocida, tal vez un conjuro. Las gárgolas retrocedieron unos pasos, con los ojos de piedra fijos en el hombre que les dirigía aquellas palabras extrañas. Las criaturas agachaban la cabeza como si el cántico les resultase sumamente molesto.
—Levántate, Geoffrey —dijo el hombre, tendiéndole la mano libre.
El chico se incorporó con esfuerzo, sin dejar de apretar la herida con la mano izquierda, intentando que la sangre parase de manar.
—¿Qué demonios…? ¿Qué son estas criaturas? —inquirió, sintiendo que cada palabra dolía al atravesar su garganta y brotar de su boca—. ¿Cómo es posible…?
Con un gesto imperativo, el hombre alado lo interrumpió y le ordenó que se colocase tras él, y Geoffrey optó por hacerle caso.
—Vosotros tres también, no os quedéis ahí. Vamos, moveos.
—¿Hacia dónde?
—Al orfanato, rápido.
Pero antes de que ninguno de ellos pudiera moverse, la gárgola herida se revolvió y trató de lanzar una dentellada contra la pierna del hombre, que logró apartarse por milímetros y dibujó un semicírculo con la espada para que el afilado acero impactase en el cuello del animal de piedra, produciendo un sonido indescriptible, como de muro que se agrieta. La cabeza de la bestia cayó y rodó, alejándose, mientras el resto del cuerpo se desplomaba con un estruendo seco.
Ahora los chicos obedecieron sin rechistar, dispuestos a cualquier cosa con tal de alejarse de aquella pesadilla. Mientras volvían al edificio, el hombre alado reanudó su cántico sin dejar de mirar en todo momento a las bestias. Al llegar ante la puerta de entrada, se giraron y pudieron ver cómo las criaturas ascendían velozmente por la pared para regresar a su posición original y recobrar el aspecto inocente de auténticas gárgolas colgando en el frontispicio de una mansión decimonónica.
Y cuando por fin entraron en el orfanato y cerraron, en el exterior se posó un pequeño cuervo color azabache, y sus ojos como pozos sin fondo contemplaron la puerta, sellada con algo más que una simple vuelta de llave.