XV

Un par de noches después de regresar de Maer Rhun, Rihlvia escuchó desde su dormitorio el llanto inquieto de Lyrboc y fue a ver qué sucedía. La casa entera estaba a oscuras y el silencio imperaba, solamente roto por aquel llanto infantil e inconstante. Desde fuera, pegó el oído a la puerta y escuchó durante unos segundos. Llamó con suavidad, pero como no obtuvo respuesta, se decidió a entrar tras mirar a un lado y a otro del pasillo y comprobar que nadie más parecía haberlo escuchado.

A pesar de la penumbra, pudo distinguir el cuerpo del chico tumbado en la cama, hecho un ovillo y medio destapado. Estaba dormido, y a buen seguro, supuso Rihlvia, la causa de su llanto era una pesadilla.

La muchacha se acercó al lecho y estiró las sábanas para taparlo bien, pues sabía por experiencia que tanto el frío como el calor en exceso podían provocar la aparición de malos sueños. El movimiento, o el roce de la tela sobre sus brazos desnudos, hizo que Lyrboc abriera los ojos y, al descubrir aquella silueta oscura de pie junto a él, se asustó y se apartó velozmente, a punto de caerse por el otro lado de la cama.

—¡Schsss! Soy yo, Rihlvia.

—¿Qué pasa? ¿Qué haces aquí? —le preguntó el chico, alarmado—. ¿Ha ocurrido algo?

—No, tranquilo. Te he oído llorar y me he acercado por si necesitabas algo. —En la mente de Lyrboc surgieron retazos de la pesadilla que había tenido. No se había dado cuenta de que había estado llorando, pero ahora sentía las mejillas húmedas—. Tenías un mal sueño, ¿verdad? —dijo Rihlvia, y se sentó en el borde del jergón. El chico asintió. Recogió las piernas y rodeó las rodillas con los brazos—. ¿Te perseguía un monstruo? —Él negó en silencio—. Yo a veces sueño con monstruos. Monstruos horribles que me acechan en el bosque, pero consigo llegar corriendo hasta mi dormitorio y atranco la puerta. Y los veo subir las escaleras y avanzar por el pasillo, y justo cuando ya van a romper la puerta en pedazos para cogerme, me despierto. He soñado lo mismo muchas veces, montones.

—Yo estaba soñando con mi padre —dijo Lyrboc.

Por la ventana entró el destello de un relámpago lejano sobre las montañas y ambos giraron la cabeza hacia allí, sobrecogidos.

—Viene tormenta —musitó Rihlvia, solo por romper el silencio.

—He soñado que moría, que uno de los soldados del príncipe Gerhson le clavaba la espada en el pecho y mi padre caía de rodillas ante él. Parecía que estaban en el patio de palacio, pero no era exactamente igual a como lo recuerdo. Era de noche, aunque podía verlo todo con claridad. Mi padre no podía moverse, y el soldado se reía con unas carcajadas horribles. Daba un par de vueltas en torno a mi padre, allí inmóvil, de rodillas, y disfrutaba observando cómo se desangraba. Luego levantaba la espada y le cortaba la cabeza de un único golpe, y volvía a reírse con las mismas carcajadas de antes, mientras la cabeza de mi padre caía al suelo y rodaba y daba botes con un sonido espantoso… Parecía una piedra chocando contra otras piedras. O los cascos de un caballo sobre un suelo empedrado. No terminaba nunca…

—No era más que un sueño —susurró Rihlvia, que con las palabras de Lyrboc había podido representar en su mente una imagen muy similar a la que él había visto en su pesadilla.

—O puede que fuera lo que ocurrió cuando el príncipe atacó La Ciudadela…

—Eso no lo sabes. No lo pienses.

—Sé que el príncipe conquistó La Ciudadela.

—Pero tu padre no tiene por qué estar muerto —insistió Rihlvia—. Puede que lo hayan hecho prisionero.

Lyrboc hizo un mohín, como si una cosa y otra no fueran muy distintas, pero, en realidad, si su padre estuviera preso en las mazmorras de La Ciudadela, por muy mal que lo estuviese pasando actualmente, quedaba la posibilidad de que algún día volvieran a reencontrarse. Para ello, debía dejar de ser un niño y convertirse en un guerrero capaz de regresar a Olkrann y hacer justicia.

—¿Cómo aprendió tu madre a luchar? Nunca había visto a una mujer luchar así.

—En Nemeghram es habitual que las mujeres peleen. No es un reino muy grande, así que su ejército, para ser poderoso, necesita tanto hombres como mujeres.

—Tu madre no me ha contado todavía por qué dejasteis vuestro hogar y vinisteis a vivir aquí.

—Yo era un bebé.

—Sí, me contó lo de vuestro encuentro con… la Hermandad Oscura.

Rihlvia sonrió, pero con desgana y tristeza. Un nuevo relámpago, más distante aún que el anterior, iluminó brevemente la estancia, y cuando su luz se extinguió, Rihlvia se recostó sobre la cama.

—Yo ni siquiera conocí a mi padre —dijo, con la voz convertida en un susurro—. Tú al menos tienes eso, ¿no? Tus recuerdos. Yo no puedo recordarlo porque no lo conocí. —Después de una pausa, prosiguió—: Da igual, no me importa. Sé que no me quería.

—¿Por qué dices eso?

—Sé que no está muerto. Y tampoco está prisionero en ningún sitio. ¿Tú crees que un padre que no estuviera preso en una cárcel, ni muerto, no recorrería el mundo entero si hiciera falta para ver a su hija si de verdad la quisiera?

Lyrboc no dijo nada. Él sabía que si sus padres no iban a buscarlo era porque no podían, porque eran presos del ejército del príncipe Gerhson o porque habían sido asesinados; pero él sí iría a buscarlos cuando pudiera, cuando ya no fuera un niño al que un simple ladronzuelo de Maer Rhun le pudiera patear el trasero, cuando sus brazos fueran fuertes y supiera cómo utilizar una espada, cuando el mismísimo príncipe sintiera terror al oír que Lyrboc el Guerrero había decidido regresar a Olkrann.

—No me importa que no me quiera, yo tampoco lo quiero a él —aseguró Rihlvia entre dientes.

Lyrboc se tumbó junto a ella y ambos se quedaron durante unos instantes contemplando las enormes vigas del techo.

—¿Te gustaría volver a Nemeghram? —le preguntó el chico.

Rihlvia chasqueó la lengua para mostrar el poco interés que sentía por el lugar donde había nacido.

—¿Sabes lo que sí me gustaría de verdad?

—¿Qué?

—Quiero tener un palacio para mí. Uno de esos palacios en los que viven las princesas y las condesas.

—Yo vivía en el palacio real de La Ciudadela de Olkrann.

—He oído decir que es bonito, pero que es más una fortaleza que un palacio, por mucho que lo llamen así.

—Es verdad. Es muy grande.

—Me han contado que no tiene nada que ver con un palacio de verdad, y que no tiene comparación con el palacio de los duques de Lauq Rhun, ni siquiera con el de la reina Fanha.

—¿Qué reina es esa?

Rihlvia se apoyó sobre un codo para girarse y mirarlo:

—¿Lo preguntas en serio? ¡Es la reina de Wolrhun!

Lyrboc encogió los hombros.

—El único rey que conozco es el rey Krojnar.

—Bueno, yo tampoco conozco a la reina Fanha, pero dicen que vive en un palacio maravilloso, en Namo Rhun.

—¿Lo has visto?

—No, está muy lejos de aquí, a varios días de camino. Pero sí he visto el palacio de los duques de Lauq Rhun.

—¿Dónde está eso?

—Una hora más al sur que Maer Rhun. Un día nos acercaremos a verlo. El duque de Lauq Rhun es el Señor de las Montañas Verdes y del Lago de la Luna Oscura, y es dueño del palacio más hermoso que jamás he visto. Está en lo alto de un risco, en el extremo sur del lago que le pertenece, y solo se puede entrar por una escalinata de piedra labrada en la misma pared de la montaña. Es… precioso. —Los ojos de Rihlvia emitían un extraño brillo en la oscuridad al visualizar en su mente el palacio de sus sueños—. Sus paredes están recubiertas de mármol blanco y los tejados son todos rojos. Me han contado que desde la torre más alta se llegan a ver en los días claros los confines del mundo conocido.

Lyrboc escuchaba su voz y trataba de imaginar cómo sería semejante palacio y, sobre todo, cómo sería vivir en él. Cómo sería vivir en aquel palacio fantástico junto a Rihlvia.

—Me gustaría verlo.

—Te llevaré. Aunque a mi madre no le gusta ir tan al sur; se cuentan muchas historias sobre los duques, algunas muy extrañas.

—¿Cuáles?

—Recuérdame que te las cuente en otro momento, ¿vale? Me está entrando mucho sueño. —Se levantó y volvió a tapar a Lyrboc con las sábanas—. ¿Estarás bien si me voy a mi cuarto?

—Sí, gracias por venir.

—Si tienes otra pesadilla, me despiertas.

Lyrboc la miró sin decir nada, preguntándose qué era aquel sentimiento que parecía quemarle el pecho. No quería que Rihlvia volviera a su dormitorio, pero no sabía qué excusa utilizar para pedirle que se quedase.

Cuando ella abrió la puerta, sin hacer ruido, la luz blanca de un nuevo relámpago zigzagueó a través de la ventana, y cuando regresó la oscuridad, Rihlvia ya había salido.

Tras insistirle día tras día, Lyrboc por fin consiguió convencer a Cerrÿn para que le enseñase a luchar. La primera lección tuvo lugar en las caballerizas.

—¿Quién te enseñó a ti, Cerrÿn?

—El mejor de todos.

—El mejor de todos fue Klaëm.

Cerrÿn soltó una sonora carcajada.

—De acuerdo. El mejor de todos sin contar al legendario Klaëm, entonces.

—¿Y quién fue?

—Mi tío Ceyborn. ¿Te vale con eso?

—Sí. ¿Tienes una espada para mí? —inquirió el muchacho, ansioso por comenzar a dar mandobles a diestro y siniestro.

Cerrÿn negó con la cabeza y se puso en cuclillas ante él.

—No, todavía no estás preparado para tener una espada. —Con la yema de los dedos, rozó el suelo con la suavidad con la que acariciaría la piel de un cuerpo amado y luego le preguntó—: ¿Lo sientes?

—¿El qué? —replicó Lyrboc, sin comprender a qué se refería.

—El movimiento. El suelo se mueve constantemente.

—¿El suelo se mueve? ¿Como en uno de esos terremotos de los que hablan?

—No, no así. El suelo siempre está en movimiento porque el mundo también lo está. Giramos, Lyrboc, el mundo gira bajo nuestros pies.

Lyrboc bajó la mirada hacia sus pies. Nunca había oído decir que el mundo girase.

—No entiendo qué es lo que quieres decir. ¿Cómo voy a sentir…?

—Cuando lo sientas, cuando seas capaz de sentir el suelo moviéndose bajo tus pies, serás el guerrero que quieres ser. —El muchacho permaneció un rato contemplando el suelo sin saber qué decir. ¿Qué tontería era aquella? Nadie podía sentir que el mundo se moviera; ni siquiera estaba seguro de que fuera cierto que se movía—. Ahora cierra los ojos —dijo Cerrÿn, y cuando el chico obedeció, le preguntó—: ¿Lo oyes?

—¿El qué? —preguntó él en respuesta, cada vez más frustrado.

Cerrÿn se tomó su tiempo antes de contestar:

—El silencio.

—¡El silencio no puede oírse! Es…, es…, ¡es silencio!

—Cuando lo oigas, serás capaz de oír los movimientos de tus adversarios antes de que los realicen.

Lyrboc abrió los ojos y la miró enfadado.

—Lo que me pides es imposible.

Cerrÿn le dedicó su encantadora sonrisa y replicó:

—No, pero reconozco que sí es muy difícil. Seguro que tu adorado Klaëm podía hacer ambas cosas.

—Mi padre me contó que ni siquiera su propia sombra podía seguir la rapidez de sus movimientos.

—Ahí lo tienes, ese es el tercero de los objetivos. Klaëm podía derrotar a ejércitos enteros, ¿no es eso lo que cuentan? Hay muchos guerreros, pero pocos logran ser invencibles. Muy pocos consiguen que, con solo escuchar su nombre, el adversario ya sepa que va a ser derrotado.

—Tengo que ser invencible para regresar a Olkrann y salvar a mi padre y a mi madre, y para vengarlos si ya no están vivos.

—Entonces debes escuchar el silencio y sentir y reconocer cualquier variación en el aire que te rodea, por mínima que sea.

—¿Tú puedes hacerlo?

—No —respondió Cerrÿn, acompañando la negativa con una carcajada.

—¿Y tu tío?

—Tampoco. Pero él no había planeado enfrentarse solo al ejército del príncipe Gerhson, como pretendes hacer tú.

Lyrboc movió la cabeza arriba y abajo, afirmativamente.

—¿Qué tengo que hacer para conseguirlo?

Cerrÿn estuvo a punto de echarse a reír de nuevo, pero vio en los ojos del muchacho tal determinación que comprendió que la risa no era lo más adecuado.

—Tienes que confiar.

—¿En ti?

—No, en ti mismo. Tienes que confiar en que lo conseguirás, y si en algún momento dudas, tendrás que vencer esas dudas. Te enseñaré todo cuanto sé, pero si de verdad quieres ser el mejor de los guerreros, pronto mis conocimientos no te bastarán.

Aquella fue la primera de cientos de jornadas de entrenamiento. Lyrboc no dejó de practicar ni un solo día, ni aunque tuviera fiebre o se encontrara indispuesto. Siguió a rajatabla las directrices de Cerrÿn a pesar de que a menudo no entendía su propósito e incluso a veces se le antojaban absurdas, pero estaba decidido a ser un guerrero cuyo nombre fuera conocido en el mundo entero: quería que algún día su leyenda alcanzase incluso los territorios del Gran Sur… De tanto en tanto, cuando cerraba los ojos y se concentraba para intentar escuchar el silencio, o en mitad del sueño, volvía a oír la voz cascada del viejo oráculo de Maer Rhun, tan fuerte que creía tenerlo a su lado, hablándole al oído: «Muerte».

Se acostumbró a subir al tejado a dos aguas de la posada y colocarse en el mismo centro, en el punto más elevado, donde el menor descuido lo haría caer por uno u otro lado. Practicaba allí cómo mantener el equilibrio sobre una superficie resbaladiza por el musgo y la humedad de la noche. Otras veces se internaba en el bosque y, encaramado a la rama de algún árbol, cerraba los ojos y ponía toda su atención en escuchar el silencio. Intentaba reconocer el origen de cualquier ruido que llegaba a sus oídos: el crujido de una rama al romperse, la caída de un fruto al suelo, el corretear de una ardilla, el aleteo de una lechuza, el canto distante de un pájaro, el impacto de las primeras gotas de lluvia sobre las copas de los árboles…

Luchó contra Cerrÿn, y cuando ella no podía dedicarle su tiempo, ocupada con los quehaceres de la posada, luchó contra enemigos invisibles, contra los troncos retorcidos de los árboles, contra la veleta oxidada en lo alto del tejado, contra un poste desnudo en las caballerizas, ante la atenta y perpleja mirada de los caballos.

Intentó hacerse amigo de Mown, el mozo sin lengua que se encargaba de los caballos, pero el extraño muchacho, varios años mayor, no dio muestra alguna de querer tener relación con él. Sus únicos gestos de cariño y simpatía eran para los animales que cuidaba y para Rihlvia, a quien veneraba.

Pronto, Lyrboc decidió ignorarlo y se limitó como mucho a saludarlo si se cruzaba con él, aunque con el tiempo también dejó de hacer eso, pues el otro ni siquiera le devolvía una sonrisa o una mínima mueca.

—No sé qué tiene contra mí —murmuró un día.

Cerrÿn, que estaba a su lado, atareada con la preparación del asado de jabalí, siguió la dirección de su mirada para descubrir, al otro lado de la ventana, al mozo mudo, rastrillo en ristre, camino de las caballerizas.

—Creo que te considera un rival —sugirió.

—¿Cómo que un rival? ¿Un rival para qué?

—No te preocupes por él. Mown no es bueno para tratar con la gente, es… Su cabeza no funciona del todo bien. Pero los caballos lo adoran, y él a ellos.

Cerrÿn volvió a concentrarse en lo que estaba haciendo, aunque poco después Lyrboc insistió:

—¿Por qué has dicho que me toma por un rival?

—¿No te has dado cuenta de cómo trata a Rihlvia? A veces le hace regalos, le trae flores que encuentra por el camino desde su casa hasta aquí, o atrapa gorriones o palomas y se los ofrece.

—Pero…

—Pero Rihlvia prefiere estar contigo.

Lyrboc volvió a mirar por la ventana, aunque Mown ya había desaparecido en el interior de los establos. No se le ocurrió qué decir, y puesto que Cerrÿn estaba atareada, salió de la cocina.

Lyrboc estaba profundamente dormido cuando sintió unas manos que lo sujetaban y lo sacudían. Aún sin abrir los ojos, en esa frontera incierta entre el sueño y la vigilia, trató de zafarse, creyendo que uno de los soldados del príncipe Gerhson, escapado de alguna de sus frecuentes pesadillas, lo había encontrado antes de cruzar las montañas hasta Wolrhun. Entonces, justo antes de que comenzara a gritar e intentase morder las manos que lo zarandeaban, una voz se abrió paso hasta su cerebro y deshizo la horrible ilusión:

—Lyrboc, despierta; soy yo, Cerrÿn.

Entreabrió los ojos y vio la cara sonriente de la mujer, recortada en la penumbra a pocos centímetros de él. Pensó que otra vez había hablado en sueños o había llorado o tal vez gemido y ella lo había oído. Se incorporó, y estaba a punto de decir que se encontraba bien y que lamentaba haberla despertado, cuando se percató de que estaba completamente vestida, no como si acabase de salir de la cama. Sin embargo, era noche cerrada.

—¿Qué sucede? —inquirió, repentinamente alarmado.

—Vístete, quiero que bajes a la taberna para que veas algo.

—¿A estas horas?

—Venga, date prisa.

Lyrboc obedeció. Se levantó y se vistió con la misma ropa que se había quitado unas pocas horas antes. Siguió a Cerrÿn por el pasillo y las escaleras, preguntándose qué sería tan importante en mitad de la noche, y al llegar ante la puerta cerrada de la taberna obtuvo la respuesta. Del otro lado llegaban voces, susurros más bien, acompañados de risas. Una era la de Rihlvia, que se notaba que hacía esfuerzos por no reír a carcajadas, y las otras… ¡eran las voces de Zerbo y Brandul!

—¡¿Están aquí?! —exclamó el chico, sin darse cuenta de que lo hacía a gritos.

—¡Baja la voz! Nadie debe oírnos.

Lyrboc abrió la puerta y corrió al encuentro de los doce miembros de la Hermandad Oscura. Cerrÿn entró tras él y cerró, asegurándola con un cerrojo para que nadie pudiera abrir desde el lado contrario. Zerbo, al ver al chico, se puso en pie y lo recibió con un abrazo, levantándolo en vilo.

—¿Cómo estás, colibrí?

—Bien, muy bien —consiguió decir, apretando su rostro contra el enorme pecho del hombre-bestia.

Cuando por fin Zerbo lo volvió a dejar en el suelo, Lyrboc fue abrazando a los demás, que se levantaron por turnos de la mesa en la que Cerrÿn les había servido unas generosas raciones de su asado de jabalí. Todos, incluso los que más reacios se habían mostrado a llevarlo con ellos unos meses atrás, lo abrazaron y le removieron el pelo con gestos llenos de cariño. Terbol le acercó una silla para que se sentara con ellos.

—¿Qué tal te están tratando estas dos señoras, colibrí?

—Estupendamente —afirmó el chico. No recordaba cuánto tiempo había pasado desde la última vez que se había sentido tan feliz como en ese preciso instante.

—¡Ya será menos! —rio Brandul—. Seguro que te tienen esclavizado.

—No… Bueno, solo un poco —puntualizó Lyrboc, y todos se rieron de buena gana—. Y vosotros, ¿dónde habéis estado?

—Aquí…, allá… —respondió Zerbo—. Ya sabes que no nos gusta quedarnos quietos en un mismo sitio.

—Somos culos de mal asiento —apostilló Terbol.

—¿Alguna vez habéis llegado a los confines del mundo? —les preguntó Rihlvia con los ojos iluminados.

Varios de los hombres-bestia se echaron a reír.

—¿Acaso existen?

—¿Y el Umbral? —insistió la chica—. ¿Lo habéis cruzado alguna vez?

—No, ¿para qué ir a otro mundo si todavía no conocemos todo lo que hay en este? —respondió Zerbo.

—¿Qué noticias traéis? —quiso saber Cerrÿn.

—Pocas y de poco interés —contestó Brandul—. Rumores, chismes…

—Sí —coincidió Zerbo—, hemos estado en Nemeghram y también en los Reinos de Oriente.

—¿Habéis ido a Oriente? —volvió a intervenir Rihlvia, con gesto de sorpresa.

—Así es.

Rihlvia miró a su madre y luego dijo:

—Siempre he oído decir que los Reinos de Oriente son lugares muy peligrosos.

—Y lo son. Pero Oriente también es un lugar maravilloso. Su historia es muy rica, tienen un pasado del que enorgullecerse, y todavía se puede apreciar en la hermosura de las ruinas que existen por doquier —comentó Terbol—. Créeme, Rihlvia, te enamorarías de los palacios abandonados que hay en sus ciudades.

—Es una verdadera lástima que se haya convertido en una región tan insegura, poblada de ladrones y salteadores de caminos —señaló Brandul—. Merece la pena visitar esos reinos y ver lo que queda de lo que un día fueron. Hay quien dice que allí nació la primera civilización, hace miles de años.

Zerbo apartó su plato ya vacío y se inclinó hacia delante para acercar su cara a la de Lyrboc y Rihlvia. Bajó la voz aún más, atrayendo la atención de todos:

—En realidad, no hay un lugar tan abundante en leyendas como Oriente, y, al contrario que en muchas otras partes del mundo, se dice que las de Oriente son ciertas. Quizá por eso la gente allí es como es, tan desconfiada y avariciosa, porque se cuenta que el suelo está horadado por cientos o puede que miles de galerías y pasadizos en los que los Antiguos ocultaron sus riquezas y sus secretos, y todo el mundo desea encontrarlos. Cuentan que hay un túnel vertical que llega hasta el mismísimo centro de la Tierra, y que en otro se esconden los últimos ejemplares de dragones vivos, a los que los Antiguos pidieron que guardasen sus tesoros…

—Y también se dice —añadió Brandul— que uno de esos pasadizos se comunica con las viejas minas de cobre deMaltïahr, y que desde estas sale otro túnel que llega muy al norte, en algún punto entre los Lagos Blancos y los Bosques de Noorn.

—Parece que hay un mundo más grande que este bajo nuestros pies —continuó Zerbo—. Un mundo sin sol ni luna, donde lo único que brilla son los ojos de las extrañas bestias que lo habitan —añadió, y al terminar la frase, les hizo un guiño y les dedicó una sonrisa.

—No asustéis a los chicos —les recriminó Cerrÿn.

—Estos dos no se asustan por nada, me parece a mí —rio Terbol.

—Pero, entonces, ¿no es cierto? —quiso saber Lyrboc—. ¿No es verdad que existan todos esos pasadizos subterráneos llenos de tesoros y de monstruos?

—En Oriente están convencidos de ello, aunque nadie ha sido capaz de encontrarlos. Al menos que se sepa —contestó Zerbo—. Y por el simple hecho de que nadie pueda encontrar una cosa, no se puede afirmar que esa cosa no exista.

—Lo mismo sucede con el tesoro de Wolrhun —terció Terbol—. Es seguro que una vez existió, pero nadie sabe dónde está ahora.

—¿Bajo el Lago de la Luna Oscura? —sugirió Rihlvia.

Los hombres-bestia se encogieron de hombros.

—Quién sabe.

—Vosotros conocéis todas las leyendas, ¿verdad? —dijo de pronto Lyrboc.

—Recorremos el mundo conocido de un extremo a otro y luego volvemos a empezar, y por el camino recopilamos las historias que encontramos. Nos gusta saber lo que se cuenta aquí y allá.

—Pero… me dijisteis que no os dejáis ver, que huis del resto de la gente. ¿Cómo podéis entonces escuchar las historias que cuentan?

Zerbo le volvió a guiñar un ojo y replicó:

—Hay otras formas de acercarse a la gente y escuchar.

Lyrboc iba a preguntar a qué formas se refería, cuando Cerrÿn se le adelantó y dio una palmada en la mesa:

—Pronto saldrá el sol.

—Sí —dijo Terbol—. Debemos ponernos en marcha.

—¿Ya os vais? —inquirió Lyrboc—. ¿Ya?

—Lo acabas de decir tú, no queremos que nadie nos vea, así que debemos partir antes de que los más madrugadores de esta ciudad empiecen a levantarse y puedan ver a doce hombres muy, muy feos saliendo de la posada.

—Lo de feo dilo por ti, no por mí —le espetó Brandul con una sonrisa.

Todos se pusieron en pie y recogieron en dos segundos los platos, desoyendo las protestas de Cerrÿn, que insistía en que lo haría ella. Zerbo rodeó con un brazo los hombros de Lyrboc y se agachó a su lado.

—¿Estás bien?

—Sí. Cerrÿn y Rihlvia me tratan muy bien. Tengo una habitación para mí solo.

Zerbo sonrió.

—Me alegro de que te hayas amoldado tan bien y tan rápido.

—No me dijiste que sois la Hermandad Oscura —susurró Lyrboc para que los demás no lo escuchasen.

—Así es como nos llaman los que no nos conocen, los que nos temen. ¿Acaso si te lo hubiera dicho no te habrías muerto de miedo?

Ahora fue el turno de Lyrboc de sonreír.

—Sí… Desde luego.

—Volveremos dentro de un tiempo. Puede que un año.

—¿Adónde os dirigís?

—A Olkrann.

—¡¿A Olkrann?! ¿Volvéis a Olkrann? Quiero ir con vosotros.

—Ni pensarlo, colibrí.

—Pero…

—Vamos a tantear el terreno, a ver qué está ocurriendo allí, qué se cuenta del nuevo rey.

—Mi padre decía que el príncipe Gerhson sería un mal rey si llegase al trono.

—El rey es Luber, el hijo de Krojnar.

—Lo sé, lo comentaron unos hombres que vinieron a cenar hace unos meses.

—Escucha, volveremos y te contaremos todo lo que hayamos averiguado.

—¿Iréis a La Ciudadela?

—Lo intentaremos.

—Mi padre es Nebon Sainner, capitán de la guardia real, y mi madre se llama Raima.

—Descuida. Te prometo que haremos lo posible por saber de ellos.

Brandul se les acercó y removió otra vez la pelambrera de Lyrboc.

—Hora de irse.

—Sí —dijo Zerbo. Lyrboc lo abrazó y tardó un minuto entero en soltarlo.

Luego los doce ocultaron sus rostros en la profundidad de sus capuchas y salieron, alejándose con pasos rápidos.

—No entiendo por qué hacen eso —comentó Lyrboc mientras observaba sus siluetas, ya al otro lado de la ventana—. Por qué van de un lado a otro, sin parar nunca, sin echar raíces.

—Yo también se lo pregunté una vez —admitió Cerrÿn.

—¿Y qué te contestaron?

—Que alguien les había encargado que lo hicieran, que recopilasen esas historias que oyen en cada región. No quisieron decirme quién. Y también reconocieron que les gusta hacerlo, les gusta ver cómo ha cambiado todo desde la última vez que pasaron por un mismo sitio.

Lyrboc se quedó pensando en aquello. ¿Alguien le había encargado a la llamada Hermandad Oscura que recorriese el mundo conocido en busca de historias y leyendas? ¿Quién? ¿Y para qué?