A pesar de lo tarde que era, a los pocos minutos de llegar a la posada Lyrboc tenía ante sí un plato hondo lleno de humeante sopa con tropezones de verdura y patatas.
—Bien, Lyrboc —dijo Cerrÿn al tiempo que se sentaba frente a él—, cuéntame tu historia.
En la estancia había una chimenea en la que todavía ardía el mismo fuego que horas antes había calentado a los huéspedes mientras daban cuenta de su cena.
El chico obedeció entre cucharada y cucharada. La mujer, que le escuchaba con sumo interés, iba haciéndole preguntas cuya finalidad, más que la búsqueda obvia de respuestas, era apreciar el mérito de Lyrboc y subir su autoestima. «¿Lograste hacer fuego tú solo?». «¿Y sabías cómo preparar un conejo para poder comértelo?». La encantadora sonrisa de la mujer desapareció en los momentos precisos, cuando el relato hacía mención primero al padre y luego a la madre de Lyrboc.
—Ahora préstame atención —dijo cuando la narración (y el plato de sopa) hubo llegado a su final—. Esa es tu historia y no quiero que la olvides, pero no puedes contársela a nadie más. Guárdala para ti, como el mayor de los secretos. ¿Cómo se llama tu madre?
—Raima —respondió el niño, y la sola mención del nombre le detuvo durante un momento los latidos del corazón.
—Pues a partir de hoy, para todo el que te pregunte, eres hijo de mi prima Raima. ¿Lo entiendes?
Uno de los leños emitió un siseo y un instante después se partió en dos, provocando una llamarada efímera.
—¿Tu prima?
—Exacto. Le diremos a todo el mundo que tu madre y yo somos familia. De lo contrario no resultaría lógico que te quedases a vivir aquí y tendríamos que dar muchas explicaciones que no nos conviene dar. No lo olvides, hay gente demasiado curiosa por aquí, gente a la que le gusta hacer preguntas. No te contradigas, responde siempre lo mismo y no entres en detalles. Tu madre y yo somos primas y ella te ha mandado a vivir conmigo; no tienes que explicar los motivos: se harán cargo de que un niño no tiene por qué saber esas cosas.
Lyrboc asintió, aunque no estaba muy convencido de que nadie fuera a tragarse eso de que hubiera lazos familiares entre ellos. Físicamente no se parecían en nada. Donde ella tenía una larga y elegante cabellera rubia, él presentaba una sucia y despeinada mata de pelo oscuro; frente al color claro de los ojos de Cerrÿn (¿eran del mismo tono que las turquesas?), él tenía dos manchas de hollín, tan negros eran sus ojos; donde la piel de ella prometía una suavidad incomparable, la del muchacho estaba cubierta de arañazos y rasguños por las semanas pasadas a la intemperie.
—Ahora nos vamos a ir los dos a dormir. Te prepararé una habitación. Y mañana conocerás a «tu prima» Rihlvia.
—Y me contarás tu historia —dijo Lyrboc, y Cerrÿn parpadeó—. Yo acabo de contarte la mía —continuó el muchacho, sacándole de nuevo la sonrisa a la mujer.
—Está bien, acepto el trato. Mañana te contaré mi historia.
Al despertar, Lyrboc se sentía inquieto. No sabía qué le depararía el destino a partir de entonces, qué sería de él en aquel lugar que hasta unas horas antes ni siquiera sabía que existía. Oía ruidos procedentes de alguna parte de las plantas inferiores (la habitación que Cerrÿn le había preparado estaba en la última de las superiores), pero todavía no estaba seguro de querer salir y enfrentarse a su nueva realidad. Mejor aprovechar allí a solas un poco más.
Holgazaneó en la cama unos minutos y luego se levantó y fue a la ventana para asomarse al exterior. Desde allí se veía una pequeña parte de Tae Rhun y las montañas que había atravesado durante días con Zerbo y los demás. Intentó localizar el claro donde se había separado de ellos, pero desde su posición no se distinguía el más mínimo resquicio entre los robles, de tan apretados como estaban los troncos. Bajó la mirada a la calle adoquinada que corría justo debajo de la ventana y se entretuvo contemplando los caprichosos movimientos con los que la fuerte brisa jugueteaba con unas hojas secas. Se le ocurrió que quizá tuvieran aquellas hojas vida propia, tan dispares eran sus giros y tirabuzones. Y, de pronto, se le ocurrió también que tal vez aquel pequeño grupo de hojas fuera como su familia, a la que el viento del destino había dispersado contra su voluntad, arrastrando a cada uno en una dirección. Llevaba ya semanas sin ver a sus padres…
Su ensimismamiento no le dejó oír que la puerta se abría a su espalda.
—Tú debes de ser mi «querido primo», ¿verdad? —preguntó una voz cantarina en la que Lyrboc acertó a distinguir una extraña mezcla de interés y suspicacia.
Al volverse, se encontró con una chica algo mayor que él que parecía una réplica más joven de Cerrÿn. La única diferencia que había entre ambas, descontadas las del tamaño y la edad, era que la chica tenía los ojos del color del vino turbio.
—Tú eres Rihlvia.
—Mi madre me ha dicho que cuide de ti.
—Sé cuidarme solo —repuso él con el tono bravucón de quien no quiere mostrar su debilidad y lanza un desafío sin destinatario concreto.
—Eso también me lo ha dicho. ¿Tienes hambre?
—No —mintió Lyrboc sin saber exactamente por qué. La sopa de la noche anterior lo había saciado momentáneamente, pero desde que había abandonado La Ciudadela la sensación de hambre no le daba tregua.
—Mejor, así podemos hablar —dijo Rihlvia con una sonrisa, y fue a sentarse en el borde de la cama mientras Lyrboc continuaba de pie junto a la ventana—. ¿Qué noticias traes de Olkrann?
—La Ciudadela ha caído en manos del príncipe Gerhson.
—Eso ya lo sabemos. Por Tae Rhun han pasado muchos que venían de allí y nos han contado cosas. ¿No sabes nada más?
—¿Qué sabes tú? ¿Sabes qué ha pasado con los supervivientes? —preguntó Lyrboc a su vez, después de negar amargamente con la cabeza.
Entonces Rihlvia imitó el gesto del chico y contestó:
—Todos y cada uno de los que pasan por aquí cuentan su versión, y muchas veces esas versiones no coinciden. Las noticias son confusas. —Lyrboc se mordió los labios y miró un instante al exterior, para luego volver a mirar a la chica que tenía delante y después al suelo. No quería observarla durante demasiado tiempo porque le parecía la más hermosa que jamás había visto—. Lo siento —añadió Rihlvia, cuyos ojos coincidieron fugazmente con los de Lyrboc, momento en el que el chico experimentó la incómoda y a la vez agradable sensación de quedarse atrapado en aquellas extrañas pupilas.
—¿De dónde eres tú? —inquirió finalmente, deseoso de cambiar de tema.
—Prácticamente de aquí. Mi madre me trajo con ella cuando era un bebé de pocas semanas.
—¿Dónde naciste?
—En Nemeghram. —Lyrboc enarcó las cejas y Rihlvia sonrió de nuevo—. Sí, resulta curioso, ¿verdad? Tú vienes de Olkrann y mi madre y yo, de Nemeghram, y acabamos coincidiendo en Wolrhun. Y tenemos otra cosa más en común.
—¿Cuál?
—Pues que tanto a ti como a nosotras nos salvó la Hermandad Oscura. —El muchacho se quedó boquiabierto y Rihlvia, al ver su cómica expresión, se echó a reír con ganas—. ¡¿No me irás a decir que no lo sabías?!
—¿La Hermandad Oscura? —Involuntariamente, la voz de Lyrboc tembló al brotar de su garganta. La Hermandad Oscura era una leyenda que había oído contar en multitud de ocasiones y que siempre había tomado por un cuento con el que los mayores pretendían asustar a los niños como él—. ¿Zerbo…? ¿Eran ellos…? —No podía ser cierto, se dijo para sus adentros. Ellos no podían ser la Hermandad Oscura, o los Siervos de la Muerte, como también se les denominaba a veces, pues se decía que quien se cruzaba con ellos no sobrevivía más que unas pocas horas—. Pero ¡la Hermandad Oscura no existe!
—¡Por supuesto que sí!
—¡No! Solo es… Solo es una invención con la que los padres quieren asustar a sus hijos para que los obedezcan y no se alejen demasiado.
Rihlvia hizo un mohín y se puso en pie.
—Puedes seguir pensando así si eso es lo que quieres, pero, créeme, la Hermandad existe, y tú has convivido con ella. Y no estás muerto.
—¡Claro que no estoy muerto!
—Bien, pues ya que coincidimos al menos en eso, será mejor que bajemos. Esto es una posada y hay mucho trabajo que hacer. Siempre hay mucho trabajo que hacer. —Al oír esas palabras, Lyrboc supo que la chica repetía lo que tantas veces le habría oído decir a su madre—. Primero te mostraré dónde está todo y dónde puedes asearte. Luego toca ponerse manos a la obra. —Soltó una risita divertida—. Sí, no me mires así. No habrías pensado que ibas a quedarte con nosotras sin ninguna obligación por tu parte, ¿no? Una boca más que alimentar supone un gran esfuerzo, lo menos que puedes hacer es ganarte la comida, ¿no crees?
El chico fue a seguirla hacia la puerta, pero se detuvo al reparar en el hecho de que solo iba vestido con un camisón que Cerrÿn le había entregado por la noche. La sonrisa con la que Rihlvia lo miró hizo que se estremeciera.
—Te espero ahí fuera para que puedas vestirte.
Lyrboc abrió el armario y comprobó que sus ropas habían desaparecido. A cambio, había allí otras nuevas, colocadas sin duda por Cerrÿn mientras él dormía. Se vistió apresuradamente y se reunió con Rihlvia en el pasillo.
—La Posada de la Estrella cuenta con un total de dieciséis habitaciones para huéspedes. No, quince, porque a partir de hoy hay que descontar la tuya. Mi madre y yo tenemos también las nuestras en esta misma planta —le aclaró, señalando al hablar las puertas correspondientes—. Los empleados viven en la ciudad y vienen a trabajar durante el día. En cuanto a las habitaciones de huéspedes, hay de dos tipos, las individuales, para quienes quieren pagar lo suficiente para proteger su intimidad, y las comunes, en las que pueden dormir dos, tres y hasta seis personas, dependiendo del espacio. Las individuales están aquí arriba. A menudo las ocupa un noble con su lacayo o algún fraile o algún mercader al que le ha ido bien el negocio. El resto opta por pagar menos y dormir en cualquiera de las otras. Y hay muchos que ni siquiera piden una habitación, solo vienen por la comida y luego siguen su camino. La comida que se sirve en la posada es famosa en toda la región. Mi madre es una cocinera magnífica y ha enseñado sus artes a dos ayudantes. Ya tendrás ocasión de comprobarlo.
—Ya lo hice anoche, tu madre me sirvió un plato de sopa.
—¡Bah, la sopa es lo de menos!
—Estaba muy buena.
—Pues cuando pruebes los demás platos no podrás creértelo. Ven por aquí.
Bajaron por una escalera que, por su angostura y escasez de luz, Lyrboc imaginó que era utilizada únicamente por el servicio. En cada uno de los rellanos había una puerta que comunicaba con el pasillo principal, y abajo del todo, otra que daba a las cocinas. Al entrar allí, los rostros sudorosos de dos mujeres se volvieron hacia ellos y sonrieron, dejando a la vista sus dentaduras amarillentas.
—Estas son Lÿnn y Naerma, las cocineras. Os presento a mi primo, Lyrboc.
—Buenos días, jovencito.
—Buenos días, señoras.
Las dos mujeres estaban atareadas con diversas perolas y guisos humeantes, por lo que los muchachos salieron, esta vez por una nueva puerta. En esta ocasión pasaron a una estancia anexa en la que se almacenaban varios sacos de grano y unas cajas llenas de hortalizas y fruta. Desde allí, Rihlvia guio a Lyrboc hasta el exterior, donde había un pequeño huerto y un gallinero.
—¿Adónde vamos?
—A las caballerizas. Quiero que conozcas a alguien —dijo la muchacha con tono alegre.
En la parte de atrás del edificio había una construcción de planta y media de altura con el suelo cubierto de paja. En aquel momento había en su interior al menos una decena de caballos de distintas razas y, sobre todo, en muy distintas condiciones. Rihlvia se detuvo frente a los dos que se encontraban más próximos a la entrada que los chicos habían utilizado. Eran dos animales casi idénticos, grandes y musculosos, de tórax ancho y cabeza pequeña en comparación con el resto del cuerpo. Ambos eran de color marrón claro con manchas blancas.
—Esta es Lux —dijo Rihlvia, acariciando al caballo entre los ojos—, y este, Brisa. Son nuestros; los demás sonde huéspedes que se han alojado esta noche en la posada.
Lyrboc estaba maravillado ante la belleza de los animales, que acogían con visible regocijo las caricias de la chica.
—¿Cómo los distingues? —le preguntó, esforzándose por encontrar una diferencia en aquellos cuerpos robustos de pelo brillante y suave.
—Por las manchas blancas. No te has fijado porque acabas de conocerlos, pero Lux tiene más manchas que Brisa.
Lyrboc quiso comprobar si eso era cierto, aunque acabó dándose por vencido.
—Si tú lo dices… Yo los veo iguales.
—Brisa es algo más veloz. A Lux le gusta ir al trote; se lo toma con calma, las prisas no son para ella.
—Son preciosos.
—Sí que lo son.
El sonido de unas pisadas, amortiguado por la mullida alfombra de paja esparcida por el suelo, les hizo volverse. Desde una de las cuadras situadas en el otro extremo del establo, un joven desharrapado y despeinado, de unos catorce años, se acercaba a ellos con un rastrillo.
—Hola, Mown —lo saludó Rihlvia. El criado inclinó su cabeza y paseó sus ojos exageradamente azules de la chica a su acompañante—. Es mi primo, se llama Lyrboc —explicó—. Lyrboc, Mown es el encargado de cuidar a los caballos y darles de comer.
—Hola —dijo Lyrboc, sintiendo la mirada escrutadora de Mown sobre él.
El mozo repitió el saludo mudo anterior y señaló a Lux y a Brisa con una pregunta plasmada en la cara.
—No, tranquilo, Mown, no vamos a sacarlos ahora. Solo quería enseñárselos a… mi primo. Tenemos trabajo en la posada.
Mown asintió y regresó hacia la cuadra de la que había salido, con el rastrillo apoyado en el hombro izquierdo. Rihlvia cogió entonces a Lyrboc por el codo y tiró de él hacia fuera.
—Mown no puede hablar, no tiene lengua —le aclaró en voz baja—. Se expresa únicamente con gestos.
—¿Vive aquí?
—No, vive muy cerca, con su familia. Fue su abuela la que le pidió a mi madre que le diera trabajo. Es muy bueno con los caballos. —Cerró el portalón del establo y avanzó con paso rápido hasta el edificio principal—. La visita de cortesía ha terminado, ahora nos toca trabajar un poco.
—¿Qué hay que hacer?
—Adecentar la taberna antes de que empiecen a venir a comer. La Posada de la Estrella no es solo famosa por su buena cocina, sino también por su limpieza.
Las tareas sin fin de aquel primer día tuvieron su lado positivo: las horas pasaron rápidas, en veloz procesión, confundiéndose unas con otras, y antes de que Lyrboc pudiera darse cuenta, ya había caído la noche sobre Tae Rhun.
Antes de que los huéspedes terminasen de cenar, Cerrÿn envió a su hija a dormir y le dijo lo mismo a Lyrboc, pero este no se movió. La posadera se le acercó e insistió:
—¿Me has oído? Es tarde y has trabajado mucho, debes de estar cayéndote de sueño.
El muchacho se había frotado los ojos varias veces para deshacer la cortina de bruma que provocaba el cansancio, aunque no pensaba irse a dormir.
—Dijiste que hoy me contarías tu historia —le recordó a Cerrÿn, y ella soltó una carcajada.
—¿Es eso? Créeme, no vale la pena que te quedes sin dormir por escuchar mi historia. Además, tendremos tiempo de sobra de aquí en adelante.
—Pero me gustaría escucharla hoy.
La mujer lo miró pensativa un instante antes de claudicar.
—Está bien, como tú quieras. Cuando todos se hayan retirado.
Lyrboc sonrió satisfecho, aunque pensó que si la clientela presente en la taberna no se iba pronto, acabaría por quedarse dormido allí mismo.
Finalmente, Cerrÿn le hizo un gesto para que se sentara con ella a la mesa más apartada y sirvió en un par de tazas de barro cocido un brebaje caliente que Lyrboc nunca había probado.
—¿Qué es? —preguntó, dirigiendo al líquido una mirada de desconfianza.
—Pasiflora con miel. Ayuda a dormir bien.
—Creo que no necesito ayuda para eso.
—Desde luego que no, estás a punto de caerte del sueño que tienes. Pero eres un gran cabezota. De todas maneras, la pasiflora te relaja, y eso sí que lo necesitas.
Sin demasiada convicción, Lyrboc dio un pequeño trago. Luego, antes de volver a colocar la taza en la mesa, dio otro, más largo.
—Está bueno.
—Tienes que aprender a confiar en mí. Bien, la historia.
—Sí.
Cerrÿn miró hacia la barra, donde Naerma, una de las cocineras, se afanaba guardando las botellas de licor. El resto de la estancia ya había quedado vacía.
—¿Recuerdas que anoche te dije que debías guardar tu historia en secreto? Lo mismo ocurre con la mía, también ha de ser un secreto. Nadie más lo sabe.
—¿Y me la vas a contar a mí, que no me conoces?
Cerrÿn le dedicó una sonrisa.
—Claro, eres familia —bromeó—, y en una familia bien avenida no hay secretos. Además, supongo que lo que de verdad quieres oír no es la historia de mi vida, sino la parte de ella en la que aparecen tus amigos, los que te trajeron aquí.
A Lyrboc se le iluminaron los ojos. Su propósito inicial, cuando la noche anterior le había pedido que le contase su historia a cambio de la que él le había contado a ella, era descubrir con quién iba a convivir a partir de entonces, pero desde que esa mañana Rihlvia había mencionado a la Hermandad Oscura, todo su interés se centraba en ese punto.
—¿De verdad son ellos? ¿De verdad Zerbo y los demás son la Hermandad Oscura?
—¡Habla en voz baja!
Lyrboc se volvió para mirar a Naerma, pero esta parecía no haberlo escuchado.
—¿Lo son? —insistió.
Cerrÿn primero sonrió y luego asintió.
—Lo son.
La exclamación quedó patente en los ojos de Lyrboc, que durante unos segundos fue incapaz de decir nada.
—No…, no… Ehh… ¡No puedo creer que existan realmente!
Cerrÿn se tomó unos minutos para poner en orden sus recuerdos y resumirlos de forma que Lyrboc se diera por satisfecho con el relato.
—Verás —comenzó al fin—, cuando nació Rihlvia, decidí abandonar la ciudad en la que había vivido hasta entonces. Quería irme lejos, no tenía muy claro adónde, solo sabía que quería marcharme lo más lejos posible.
—¿Por qué?
—Esa parte te la contaré otro día —dijo evasivamente—. Si no, no llegaremos nunca al punto donde me encontré con la Hermandad Oscura. No me bastaba con cambiar una ciudad por otra, así que opté por cambiar un reino por otro. Dejé Nemeghram y vine a Wolrhun. Podría haber elegido Olkrann, pero la frontera entre Nemeghram y Olkrann es una zona pantanosa por la que habría sido una locura adentrarme, más aún llevando conmigo a un bebé recién nacido. Tierra de Barro, la llaman. De barro y niebla y leyendas de criaturas que no tengo ningún interés en saber si son ciertas o no… Hay verdades que prefiero ignorar. Por supuesto, también podría haber elegido ir a los Reinos de Oriente, pero lo que se cuenta de ellos es tan poco halagüeño que ni se me pasó por la cabeza. La mejor alternativa era Wolrhun. Tenía conmigo suficiente dinero para instalarme y montar un negocio.
»Sin embargo, el viaje no fue fácil. Cargaba con Rihlvia, y era tan pequeña que tenía que amamantarla cada pocas horas. Tampoco escogí la mejor época del año para realizar un viaje largo, y llovió casi todos los días. Hubo momentos en los que creí que no sobreviviríamos ninguna de las dos, aunque tuvimos buena suerte, supongo. Ya había tenido antes muchas raciones de la mala, así que me correspondió un tanto de la buena.
»Llegamos entonces a un bosque, uno de los muchos que nos vimos obligadas a atravesar durante el viaje. Rihlvia tenía fiebre y yo estaba muy débil por el cansancio y porque no siempre resultaba fácil encontrar comida. Cacé varios conejos, como has hecho tú —apuntó, y le guiñó un ojo al chico—, y hasta un cervatillo en una ocasión. Pero cuando llegamos a aquel bosque, llevaba varios días hambrienta y débil. Como Rihlvia estaba enferma, no paraba de llorar, ysu llanto llamó la atención de un grupo de hombres que nos salieron al paso.
—Ladrones.
—En efecto. Me atacaron por sorpresa. Había desmontado del caballo para tratar de tranquilizar al bebé y no me dio tiempo a volver a montar y tratar de huir. Eran cuatro. Uno cogió las riendas del animal y lo apartó de mí. Los otros tres me rodearon.
—Te robaron el dinero.
—Lo habrían hecho —replicó, y luego bajó la voz y añadió—: Pero a menudo los hombres quieren otra cosa de las mujeres, Lyrboc.
—¿Fueron esos hombres los que te hicieron esa herida en la cara?
Cerrÿn desvió momentáneamente la mirada y se mordió el labio superior. Lyrboc la contempló en silencio y creyó comprender que su curiosidad había abierto las puertas de unos recuerdos todavía amargos y dolorosos.
—No, no fueron ellos. La herida ya la tenía cuando abandoné mi hogar en Nemeghram. Pero esa es otra historia. —Lyrboc asintió y dio un nuevo trago de la infusión de pasiflora—. Antes de que aquellos hombres consiguieran hacer nada, alcancé a ver algo volando por los aires. Una piedra enorme, lanzada desde mucha distancia y con una puntería increíble, perfecta. Impactó en la cabeza de uno de ellos y lo tiró al suelo sin que tuviera tiempo de preguntarse siquiera qué le había pasado. Créeme, una piedra como aquella yo no podría haberla levantado ni con mis dos manos, ni hablar de lanzarla por los aires.
—¿Zerbo? —preguntó Lyrboc con un brillo en los ojos.
—Brandul, en realidad. Los ladrones se dieron la vuelta para ver quién los atacaba y se encontraron de pronto rodeados por la Hermandad Oscura. Yo entonces todavía no sabía que lo eran, claro, solo vi lo mismo que los otros: una docena de hombres que parecían bestias saliendo de entre los árboles, armados algunos con espadas, otros con hachas y otros solo con sus puños. Los que me habían atacado me soltaron, retrocedieron y desenfundaron sus propias espadas, pero los hombres-bestia las rompieron de un solo golpe con las suyas. Al principio, reconozco que al descubrir a aquel grupo tan extraño pensé que mi suerte no había mejorado, sino que simplemente había cambiado de manos. Les dieron muerte en cuestión de segundos, sin piedad, aunque uno de los tipos, el que había cogido mi caballo por las riendas para apartarlo de mí, se hincó de rodillas y suplicó clemencia cuando sus compañeros ya estaban muertos. Pero no le escucharon, le cortaron la cabeza de un solo tajo.
»Yo apreté a mi hija contra mi pecho, temiendo que harían lo mismo conmigo, o al menos lo mismo que los otros habían pretendido hacer, pero Terbol y Zerbo guardaronsus armas y me preguntaron si estaba herida. Por la forma en que ambos miraron al bebé, supe entonces que no me harían daño. Todo lo contrario, compartieron conmigo los alimentos que llevaban y me escoltaron el resto del camino para que no fuera a sufrir otro encuentro desafortunado.
—¿Y los hubo? Más encuentros con ladrones, quiero decir.
—No, pero no estoy segura de que no los hubiera tenido de haber seguido yo sola. Probablemente, si alguien nos vio, consideró mejor opción alejarse de nosotros lo más posible. Eso es lo que siempre le ha ocurrido a la Hermandad Oscura: la gente le tiene miedo y la gran mayoría de las historias que se cuentan acerca de ella son meras invenciones.
—Pero ¿quiénes son en realidad?
Cerrÿn hizo una pausa para beber.
—Se lo pregunté, mas no quisieron contestarme. Me di cuenta de que no les resultaba un tema agradable, de modo que no volví a preguntarles sobre ello. Pero supongo que habrás oído algunas de las leyendas.
—En La Ciudadela las contaban los chicos mayores para meternos miedo a los demás. La Hermandad Oscura solo se deja ver de noche, y quien la ve no sobrevive más que unas horas, pues son siervos de la Muerte, y cosas así.
La mujer asintió.
—Es increíble cómo todo el mundo cuenta las mismas leyendas sin conocer su origen.
—No lo son, ¿verdad? No son siervos de la Muerte.
—Lo único que sé, Lyrboc, es que a mi hija y a mí nos salvaron de una muerte más que probable, y que nos acompañaron hasta los límites de Tae Rhun y durante el camino nos protegieron y nos dieron de comer. Desde entonces vienen cada año a visitarnos a escondidas, sin que el resto de la ciudad se entere. Los considero amigos, y mientras viva estaré en deuda con ellos, porque cada día que viva es un día que no habría existido si ellos no hubieran aparecido en aquel bosque en el momento exacto en que lo hicieron. Por eso, cuando ayer me dijeron que necesitaban que les hiciera un favor, no dudé en decir que sí, antes incluso de saber que ese favor sería hacerme cargo de ti.
—No quiero ser una carga.
—Y estoy convencida de que no lo serás. Pero ya es muy tarde, tendremos ocasión de seguir hablando y de conocernos más el uno al otro, ¿de acuerdo? Tienes que descansar, has hecho un viaje muy largo. Y yo también estoy agotada y debo madrugar.
Lyrboc tuvo que obedecer esta vez, pues su cuerpo casi no le respondía ya.
Sería Rihlvia, algún tiempo más tarde, quien saciase su curiosidad y le contase a Lyrboc el resto de la historia.