IX

La Torre Lamarq era el lugar donde el difunto rey Krathern, padre de Krojnar y Gerhson, había recluido a su segunda esposa, Liyba, cuando la mujer había mostrado síntomas inconfundibles de demencia. Gerhson adoraba a su madre, pero lo cierto era que apenas la había visitado desde que la habían confinado en la torre.

Estaba situada en lo que tiempo atrás había sido una pequeña península, a dos horas a caballo de La Ciudadela, y ahora era una isla a escasos metros del continente, pues el istmo de roca natural que los había unido se había roto, vencido por la erosión de las olas y el viento. Desde entonces, un puente levadizo era el único y complicado modo de acceder a la torre. Sin embargo, antes de alcanzar ese punto, había que recorrer caminos labrados en la escarpada cara de los acantilados, donde el rugido del mar que batía siempre enfurecido imposibilitaba cualquier conversación. Todo eso convertía la Torre Lamarq en un lugar siniestro y melancólico, más una cárcel que el idílico retiro de quien había sido reina consorte.

Hasta allí, como no podía ser de otra manera, habían llegado noticias de la guerra y de la derrota de Krojnar y la consecuente coronación de Luber, pero, por lo demás, nada había cambiado: la guardia de la torre seguía en su puesto, las criadas de Liyba continuaban realizando sus labores de forma monótona día tras día, y la propia Liyba permanecía enclaustrada en sus aposentos, en lo alto, dedicada a la costura y a la contemplación hipnótica del oleaje.

En el momento en que llamaron a su puerta, estaba tejiendo una manta más, que cuando estuviese terminada iría a ocupar algún hueco disponible en el interior de un armario, junto a otras decenas de mantas que jamás habían sido utilizadas.

—Adelante.

—Alteza —dijo el capitán de la guardia, entreabriendo la puerta y asomándose—, el príncipe Gerhson solicita desde el acantilado acceso a la torre.

La mujer cerró los ojos y movió la cabeza afirmativamente. El capitán se retiró para cumplir la orden y Liyba dejó lo que estaba haciendo, se puso en pie y alisó las arrugas de su vestido, aunque sabía que el proceso de tender el puente era lento y no se reencontraría con su hijo hasta casi una hora después.

—Madre —la saludó el príncipe cuando por fin estuvo ante ella. Dudó un instante, impactado por el deteriorado aspecto que presentaba la mujer, con el pelo descolorido y mal peinado, como con desgana, el vestido raído y arrugado (pese a los esfuerzos realizados por alisarlo), la piel del rostro cuarteada, macilenta, el blanco de los ojos recorrido por cientos de diminutas venas rojas…, pero enseguida avanzó hasta ella y la abrazó. Ella se dejó abrazar, sin que sus brazos respondieran en modo alguno—. ¿Cómo te encuentras?

—Así que por fin reúnes valor y te dignas a venir a verme.

—Imagino que estás al corriente de todo.

Liyba miró a su hijo del mismo modo que solía hacer años antes, cuando se disponía a demostrarle que conocía todas y cada una de sus correrías y desmanes en el palacio real.

—Por supuesto. Sé que sigues sin ser rey.

—Lo es mi sobrino.

—Y antes lo era tu hermanastro.

Tras la figura esperpéntica de la mujer, la ventana permitía ver el Mar del Norte, que más allá se transformaba en el Mar Sin Fondo y, más allá, en el Abismo donde el mundo se precipitaba al vacío, según los Ancianos. Gerhson contempló durante unos segundos la furia del oleaje; luego volvió a fijar la mirada en su madre y notó cómo la piel de su espalda se erizaba, igual que cuando era pequeño.

—Es solo un niño —dijo.

—Si las cuentas no me fallan, tiene diecisiete años. Tú ya habías matado a esa edad.

—Y él también. A su padre.

—¿Y qué vas a hacer? ¿Piensas continuar eternamente a la sombra de un rey que no eres tú?

—Luber no es su padre. El chico sigue mis consejos, incluso el de que debía ponerse a mi favor y contra mi hermanastro.

Liyba hizo una mueca de desdén y le dio la espalda. Fue a la ventana y miró hacia arriba, a las gaviotas que planeaban en las corrientes de aire y, de improviso, se lanzaban en picado hacia el mar, se zambullían y reaparecían instantes más tarde, casi siempre con un pez sujeto con firmeza en el pico.

—Mátalo.

—Madre…

—¡Mátalo! Igual que hice yo. ¡Yo maté para que tú fueras rey!

—Te decidiste un poco tarde. —En un gesto inconsciente, Liyba volvió a alisarse el vestido—. Si me hubieras parido solo unos días antes —murmuró Gerhson—, nada de esto habría sido necesario.

Los ojos inyectados en sangre de Liyba siguieron el vuelo de una gaviota. El destino se había aliado para tenderle una trampa hacía muchos años, y todo lo que había ocurrido después y todavía había de ocurrir era consecuencia de aquella emboscada. Su embarazo era, por poco, anterior al de la otra esposa de Krathern, pero esta había tenido un hijo sietemesino, cambiando el curso de la Historia antes de que fuera escrita. El niño, Krojnar, sobrevivió milagrosamente y, al ser el primogénito, fue elegido heredero por derecho propio. Si los embarazos de las dos reinas hubieran tenido la duración normal, el heredero habría sido Gerhson, pero aquel parto prematuro había trastocado el futuro que su madre había soñado para él, y desde aquel mismo día ella había comenzado a perder la cordura y a tramar la forma de recuperar la corona que consideraba de su hijo y de nadie más.

—¿Cómo podía prever que esa bruja daría a luz antes de hora? Al menos tuvo la vergüenza de fallecer en el parto —dijo con tono sombrío—. Ojalá hubiera corrido el niño la misma suerte. Si yo no hubiera estado tan enferma en las últimas semanas de gestación y no hubiera quedado tan maltrecha de mi propio parto, me habría encargado de que así hubiera sido.

—Ya no podemos cambiar nada de eso, madre.

—Pero si matas al niño rey antes de que tenga hijos, conseguirás la corona de Olkrann.

—Es como si ya la tuviera, pues mi sobrino no hace nada sin preguntarme.

—Pero ¡es en su cabeza donde reposa la corona! —El príncipe torció el gesto y se giró hacia la puerta—. Si no tienes agallas para hacerlo —bramó su madre—, tráemelo aquí y yo lo haré por ti. Maté a su madre y lo mataré a él también.

El cuervo que el comandante Vrad llevaba en el hombro alzaba el vuelo con cierta frecuencia y se alejaba, convertido de repente en un albatros, para buscar en el horizonte indicios de tierra firme. Al regresar, de nuevo en forma de cuervo pequeño y negro, se posaba otra vez sobre el hombro de su amo y acercaba el pico arqueado al oído de Vrad para comunicarle el resultado de su vuelo.

El comandante, asqueado de aquel mar que al parecer no tenía fondo ni fin, ardía en deseos de llegar al archipiélago de Numar, pero eso no se produjo hasta treinta días después de haber zarpado del puerto de Ollervo. Esa misma mañana, cuando rayaba el alba, el cuervo desapareció entre las nubes que envolvían el barco y esa vez, cuando regresó, Vrad escuchó su informe, asintió y le acarició la cabeza.

Cuando saltó a tierra, ya sabía que llegaba tarde, pues el cuervo le había asegurado que la isla estaba desierta. No obstante, ordenó a sus hombres recorrerla palmo a palmo en busca de cualquier rastro. El cuervo voló en círculos cada vez más amplios, transformado ahora en un águila, y regresó con noticias de una antigua construcción en ruinas en el interior de la isla y restos de una hoguera en una playa de pedregal situada al otro lado de un espigón natural que la separaba de aquella en la que ellos habían desembarcado. Vrad se desplazó enseguida hasta allí y se agachó junto a la hoguera ya apagada. Hundió una mano en las cenizas y olisqueó un puñado ante la atenta mirada del grupo de hombres que lo acompañaban.

—Se han ido por aquí. —Los demás no comprendieron sus palabras, pero se guardaron de preguntar. El cuervo, posado otra vez en el hombro de su amo, cuchicheó algo en su oído y el comandante movió la cabeza de modo afirmativo—. Sí, iremos tú y yo solos, pero antes quiero echar un vistazo a esas ruinas de las que me has hablado.

Pasó un mes antes de que Luber se acercase a la tumba de su padre. Lo habían enterrado sin ceremonia alguna en el mausoleo de los Señores de Kaylor, el más nuevo de cuantos había en el cementerio de La Ciudadela. Junto a Krojnar estaban la tumba de su esposa Sora, madre de Luber, fallecida a causa de unas fiebres cuyo origen nadie había sido capaz de localizar; la de Wonda, primera esposadel rey Krathern, muerta al dar a luz, y la del propio Krathern, padres ambos de Krojnar. A la derecha, tras una arboleda, se encontraba el mausoleo de los diversos Dragones Blancos que a lo largo de la Historia habían ocupado el trono de Olkrann y, dispersos por todo el recinto, los mausoleos correspondientes a las demás familias que habían ejercido el reinado en las épocas de ausencia de Dragones.

Al traspasar las dos columnas que daban acceso al mausoleo de los Señores de Kaylor, Luber sintió que su cuerpo, que pese a su edad adolescente era fornido y grande como el de un guerrero, temblaba como una hoja seca que el viento del otoño se presta a arrancar de la rama. Notó los ojos ciegos de la estatua que dominaba el sepulcro clavados en él, acusadores y tristes. La estatua sostenía en la mano derecha una espada y en la izquierda, un escudo con un dragón de color blanco grabado en relieve.

El aire era frío y en él colgaban, como si se negaran a caer definitivamente al suelo, minúsculas gotas de lluvia.

Luber contempló durante largos minutos las tumbas que tenía ante él, cubiertas todas menos la de su padre por el musgo y el verdín del tiempo; luego miró por encima de su hombro para cerciorarse de que nadie podía verlo y fue a sentarse junto a la estatua, apoyando la espalda contra la base de piedra. Se despojó de la corona y la sostuvo en sus manos, fijos los ojos en los elaborados adornos de oro. Sus dedos la dejaron resbalar y cayó sobre la hierba, pero no se preocupó de recogerla. En lugar de eso, hundió la cabeza entre los brazos y dejó escapar desde lo más hondo de su pecho un grito de angustia.