VIII

La primera guerra del Club Chatterton fue una en la que emplearon sus puños desnudos, y también piedras y palos. Tuvo lugar contra los alumnos del colegio Saint Philip y consistió en varias escaramuzas y unas pocas batallas, unas ganadas y otras perdidas, cuyo resultado fue el de algún que otro magullado, tanto en el cuerpo como en el amor propio, pero nada de excesiva gravedad. Se alargó por espacio de varios meses y llegó a su fin cuando los del Saint Philip decidieron no dejarse ver más por las proximidades del orfanato.

La segunda fue la de Alemania contra Inglaterra.

La tercera tendría lugar muy lejos de allí, y aunque ni siquiera podían imaginarlo todavía, en ella empuñarían verdaderas armas y verían la muerte de cerca, cara a cara, notarían su aliento…

Fue el pequeño Will quien alertó a todos de la llegada de aquel hombre extraño que había de romper la tranquilidad del orfanato y del Club Chatterton. El señor Rogers, que en ese momento repasaba en la clase de Historia lo que iba a entrar en el examen, le encargó a Will que bajara al almacén del sótano para coger uno de los mapas antiguos guardados allí; ya de regreso, el muchacho pasó junto a la recepción y tropezó con el desconocido.

Cualquier presencia inesperada solía provocar la curiosidad e incluso el nerviosismo de los internos, pues aunque las visitas no eran demasiado habituales, por norma general eran señal de una nueva incorporación al grupo o, al contrario, de que tal vez uno de ellos pudiera ser adoptado. En los últimos meses, desde que había comenzado la guerra, lo primero sucedía con mayor frecuencia que lo segundo. No obstante, la aparición de aquel extraño llamó la atención del pequeño Will más allá de lo normal. Su aspecto lo cautivó e hizo que se detuviera a medio camino del siguiente tramo de escaleras. El hombre iba solo, cuando lo lógico, si se hubiera tratado de alguien interesado en una adopción, habría sido que fuera acompañado por su esposa; por otro lado, podría simplemente ser algún empleado de los servicios sociales que se disponía a realizar una inspección; o, en realidad, pensó Will, podrían existir cientos de razones por las cuales aquel hombre estuviese allí, pero el chico no se dedicó a pensar en eso, pues toda su atención se dirigía a la curiosa figura de aquel tipo. Era un hombre grande, corpulento, de pelo color cobre y mirada casi fiera…, y por su espalda, bajo el abrigo, sobresalía una joroba enorme que le proporcionaba un aire siniestro. Al verlo, el pequeño recordó las historias que Martin les había leído sobre aquel otro jorobado que vivía en París. Sin embargo, al contrario que el de Notre Dame, el que ahora estaba en el orfanato tenía una aureola que a Will se le antojó amenazadora y terrible.

El desconocido pareció notar que alguien lo observaba y se giró, descubriendo a Will. El cruce de miradas solo duró una fracción de segundo, lo suficiente para que el niño sintiese la imperiosa necesidad de salir corriendo.

Al entrar en el aula le entregó el mapa al director y aprovechó el momento en que este lo desplegaba y lo colgaba junto a la pizarra para hacerle un gesto al resto de la clase, un gesto que lo único que consiguió fue crear el desconcierto, pues era tan vago que nadie pudo descifrarlo. Dos minutos después, la señora Brown, la madre de Arlen, llamaba a la puerta y entraba para decirle algo al oído al director, cuyo gesto se ensombreció con rapidez.

—Escuchad, chicos —dijo el señor Rogers—. Vamos a dejaros solos hasta que termine la clase. En realidad, solo serán unos minutos. Haced el favor de comportaros y guardar silencio.

Sin más explicación, los dos profesores salieron y, con un mismo resorte, todos los rostros se volvieron hacia Will.

—¿A qué ha venido esa cara del director? ¿Qué pasa, lo sabes?

—Ha venido un jorobado.

—¡¿Un jorobado?! —exclamó Desmond con su perenne mueca de sarcasmo.

Durante las horas siguientes la curiosidad de los chavales no hizo otra cosa que aumentar, y con ella sobrevino un cierto nerviosismo. Por lo que sabían, el director y el Jorobado seguían reunidos en el despacho de la última planta, y varios o tal vez todos los demás profesores también habían tomado parte en la reunión en algún momento. El ambiente se había vuelto tenso y los chicos no podían reprimir la inquietud que les producía no saber qué estaba ocurriendo. Parecía claro que se trataba de algo importante, y temían que tuviera que ver con ellos, con su futuro o incluso con el del orfanato como tal.

—¿Y si lo cierran? —preguntó Nicholas.

—No creo —repuso su hermano.

—¿Por qué no? —intervino James—. Podría ser. Se dice que los alemanes atacarán pronto Londres, así que puede que quieran trasladarnos al campo o algo de eso.

Lo que apuntaba James parecía razonable. Europa llevaba tiempo convertida en campo de batalla; hacía ya casi un año que Alemania había invadido Polonia, y en los últimos meses había hecho lo mismo con Dinamarca, Noruega, Bélgica, Luxemburgo y los Países Bajos e incluso Francia. Desde comienzos del verano se esperaba que Adolf Hitler intentara invadir las islas Británicas, después de haber triunfado con cierta facilidad en todos los frentes anteriores. En el mes de julio los alemanes habían atacado varios buques británicos en el Canal, así como los puestos de defensa en la costa y los aeródromos. Los combates aéreos entre la RAF y la Luftwaffe se sucedían a diario, y el gobierno había advertido a la población de que la aviación alemana podía bombardear las principales ciudades en cualquier momento. Mucha gente, atemorizada, había comenzado ya a abandonar Londres para ponerse a salvo.

Los muchachos se sumieron en el silencio, tratando de imaginar adónde los trasladarían llegado el caso.

Aquel edificio viejo y frío, plagado de extraños sonidos que parecían quejas y lamentos de las vigas de madera que lo sostenían en pie, era lo más semejante a un hogar para todos ellos. Tener que abandonarlo no sería agradable, menos aún si también los obligaban a separarse del grupo de profesores que se había encargado de su educación y cuidado. Peor todavía sería si tuvieran que separarse ellos también, como apuntó el pequeño Will:

—Quizá nos dividan en varios grupos y nos lleven a sitios distintos.

—¿Por qué harían eso? No tiene sentido.

—¡Sí lo tiene! Si no hay espacio para todos nosotros en un mismo lugar…

Más de uno, al oír aquello, tragó saliva, haciendo un ruido de cañerías atascadas.

Harto de esperar, Desmond se puso en pie y caminó hasta la puerta del dormitorio, donde se habían reunido todos después de las clases.

—Voy a ver qué consigo averiguar —dijo, sin dirigirse a nadie en particular.

Los demás no le hicieron caso. Desmond siempre actuaba por su cuenta y con frecuencia su carácter y sus bravuconadas eran la principal fuente de problemas en la convivencia del grupo. Mientras el resto había procurado unirse para crear algo parecido a una gran familia y sobrellevar mejor así la ausencia de sus respectivos padres, él nunca había mostrado ninguna intención de hacerlo. Buscaba la soledad, y no solo rehuía cualquier contacto amistoso, sino que en más de una ocasión había provocado alguna pelea por su costumbre de burlarse de los errores en clase o los miedos de los otros, especialmente de los más pequeños. Era el punto discordante del buen ambiente que, por lo general, reinaba en el orfanato.

Los cinco miembros del Club Chatterton, que por edad eran los más cercanos a él, habían decidido tiempo atrás ignorarlo por completo, tras una agria discusión surgida entre Desmond y Geoffrey que había llegado a oídos del director. Rogers había intentado solucionarla mediante un combate de esgrima, arte que ambos dominaban. No obstante, el resultado no había sido el esperado: pese a que los dos se habían comportado durante el duelo conforme a las normas de respeto y honor que regían todos los actos dentro de la institución, Desmond había dejado claro a la primera oportunidad que no pasaba por su cabeza cambiar su comportamiento. Recurría demasiado a menudo a mofarse con desdén de la palidez de la piel de Geoffrey, del mismo modo que lo hacía con las orejas excesivamente grandes de Will o con la bizquera de Dean, con la polio de Isaac o con la peculiaridad física de cualquiera de sus compañeros.

Después de aquel combate organizado por el director para sellar la paz, Desmond había retado a Geoffrey a otro:

—Esta vez sin las estúpidas normas de caballeros que tanto le gustan al vejete.

Ese segundo enfrentamiento tuvo lugar también en el gimnasio, pero a medianoche y sin la presencia de ninguno de los profesores. Tampoco los más pequeños estaban al corriente, ni, que se supiese, nadie se lo dijo a Arlen, pero ella se enteró, como casi siempre se enteraba de todos los secretos. Si el duelo organizado por el director terminó en tablas, el otro tuvo un desarrollo y un final muy distintos. Desde el primer momento, Desmond recurrió a todas sus malas artes para vencer. El nivel de ambos con la espada era similar, pero Desmond superaba a Geoffrey en fortaleza física. Sus embates eran poderosos y su rival los repelía como podía, pero lo que este no había imaginado era que Desmond le agrediría mediante patadas y puñetazos a la menor oportunidad. Así, al no esperar aquellos golpes, Geoffrey retrocedió hasta que su espalda dio con la pared y quedó arrinconado. De un golpe certero, Desmond le arrebató el arma y colocó la suya en el cuello de Geoffrey. Los demás, sorprendidos por la rapidez del ataque y asustados ante la violencia que acababan de presenciar, dejaron escapar un grito:

—¡Desmond, ya vale!

Para su alivio, Desmond aflojó enseguida la presión.

—No voy a matarte, blanquito, aunque podría hacerlo. Soy mejor que tú, ¡soy mejor que tú! —Geoffrey enrojeció de ira, pero no logró decir nada antes de que el otro lo soltara con un gesto despectivo y se dirigiera a la puerta—. Soy mejor que todos vosotros —añadió antes de salir.

Desde aquel día, los demás llegaron al acuerdo tácito de ignorar a Desmond, aunque no siempre podían conseguirlo.

Se estaba haciendo de noche y Martin, para calmar el desasosiego que los embargaba a todos, y en especial a los más pequeños, comenzó a contar uno de los libros que había leído en la biblioteca esa semana, Los viajes de Gulliver. Aunque al principio le costó, poco a poco fue logrando captar toda la atención de su auditorio, que a través de sus palabras podía ver con nitidez al náufrago inglés convertido en un gigante atrapado por diminutos liliputienses.

El relato quedó interrumpido con la reaparición de Desmond, que se hizo notar con una carcajada exagerada.

—Ya sé de qué va todo esto —se jactó, avanzando hacia el grupo que rodeaba a Martin.

—¿Has descubierto algo? —le preguntó Will, que estaba ansioso por escuchar que el Jorobado se había ido.

Desmond parecía tener ojos única y exclusivamente para Geoffrey. Le apuntó con su dedo índice al tiempo que sonreía burlón:

—Te quiere a ti, blanquito —dijo.

—¿De qué hablas? —terció Martin, que estaba de pie en el centro del círculo que los demás habían formado para escuchar su narración.

—He oído cómo pronunciaban su nombre —explicó Desmond—. Dos veces. El director y el Jorobado han estado hablando de ti, chico transparente.

—No te creo —lo desafió James.

El otro encogió los hombros con un mohín despectivo.

—¿Y a mí qué que no me creas? ¿Crees que me importa lo que tú pienses, James? Lo que digo es cierto, pero no hace falta que me creáis. Ya lo veréis cuando vengan a por Geoffrey.

Se produjo un silencio momentáneo, durante el que diecinueve pares de ojos contemplaron primero a Geoffrey y luego a Desmond. Resultaba difícil creer a este último, tan aficionado como era a mentir y gastar bromas pesadas carentes de gracia. Pero, pese a ello, quedaba un resquicio por el que todos se preguntaban si esta vez había algo de verdad en sus palabras.

—¿Qué es lo que has oído, Desmond? —le preguntó Martin, haciendo un esfuerzo por controlar la rabia que se abría paso en su interior.

Despreciaba a aquel chico con aires de matón que una y otra vez se aprovechaba de su edad y fuerza bruta frente a la debilidad de los más pequeños. Los miembros del Club Chatterton le habían plantado cara en repetidas ocasiones, pero aun así Desmond insistía en sus malas formas y su actitud prepotente.

—En realidad no he podido escuchar mucho —reconoció el aludido, que de repente resultó sincero—. He oído que mencionaban su nombre, eso es todo. Lo han dicho más de una vez.

—¿Seguro?

—Del todo. Y está claro por qué, ¿no lo veis? El Jorobado quiere adoptar a Geoffrey.

—Eso no puedes saberlo. Si no has escuchado la conversación entera…

—¡Claro que sí! ¿Y sabéis por qué? —Volvió a mirar a Geoffrey, y en sus labios se dibujó una sonrisa de malicia—. ¿No lo sabéis? Porque a los bichos raros les gusta rodearse de más bichos raros.

Sin que nadie tuviese tiempo de evitarlo, Geoffrey se incorporó desde su cama de un salto y estrelló un puño contra la mandíbula de Desmond, quien no pudo ni apartarse ni protegerse y, recibiendo el impacto de lleno, se tambaleó hacia atrás. Para cuando reaccionó y trató de contraatacar, ya se le habían anticipado James y Martin, interponiéndose en su camino, y Nicholas, sujetando a Geoffrey para que no lanzase un segundo puñetazo.

La rabia del albino se reflejó en el color rojo que tiñó su piel. Siempre le sucedía lo mismo cuando no podía controlar su ira, o cuando algo lo avergonzaba o le hacía sentirse ridículo.

—Ya te cogeré en otra ocasión, bichejo asqueroso —gruñó Desmond, masajeándose con la mano izquierda la zona dolorida.

Como dos almas gemelas enfurecidas, Martin y James lo empujaron a la vez, haciéndole retroceder y apartarse del grupo.

—¡Cállate ya y deja de decir estupideces!

Desmond los ignoró, pero pareció conformarse y querer dar el incidente por terminado, al menos de momento, y se dirigió a su cama. Al dejarse caer en ella, aún tuvo ánimos para añadir:

—Tú y yo arreglaremos cuentas antes de que ese Jorobado te lleve con él.

—Déjalo estar —le aconsejó Nicholas a Geoffrey—. Solo quería provocarte. Seguro que se lo ha inventado.

Geoffrey pensaba eso mismo, pero no las tenía todas consigo. Sabía que Desmond aprovechaba cualquier oportunidad para meterse con él por la llamativa característica de su piel, que le hacía destacar sobre el resto, pero… ¿y si estuviera siendo sincero? ¿Y si realmente el Jorobado había preguntado por él? ¿Y si quería adoptarlo de verdad?

Su preocupación se acentuó cuando descubrieron que la reunión entre el director y el desconocido continuaba y nada parecía indicar que fuera a concluir pronto.

—¿De qué pueden estar hablando? —preguntó James en voz baja, porque algunos de los pequeños ya se habían dormido.

—Ya os lo he dicho —graznó Desmond, que aunque seguía tumbado en su cama dándoles la espalda, había alcanzado a oírlo—. Hablaban de Geoffrey.

—¡Cállate, Desmond! —rugió Martin.

Por toda respuesta escucharon una breve risa. Martin se volvió hacia Geoffrey y le recomendó:

—Haz como si no existiera.

El otro asintió, pero resultaba complicado dominar su inquietud. Si al menos alguien le dijera algo en lo que pudiera creer a pies juntillas… No quería creer a Desmond, aunque tampoco podía convencerse de que el Jorobado no estuviese allí por él.

—No es normal —susurró Nicholas—. Las reuniones entre el director y la gente interesada en adoptar nunca duran tanto tiempo.

—Y, además, los matrimonios que vienen siempre preguntan por niños pequeños —señaló James—. Nadie quiere cargar con un chaval de catorce o quince años como nosotros. Estoy seguro de que Desmond se lo ha inventado, Geoffrey, ya lo verás.

Martin asintió y Geoffrey terminó por hacerlo también, pero sin mucho convencimiento. Lo que había dicho James era cierto, los matrimonios que querían adoptar solían ser parejas que por un motivo u otro no podían concebir hijos y buscaban recién nacidos o niños de corta edad. Y en los tiempos que corrían, con el país en guerra contra Alemania, el número de adopciones había descendido considerablemente.

—Intentemos dormir, ¿de acuerdo? Es tarde, y sea lo que sea lo que vaya a pasar, no pasará esta noche. Mañana a primera hora nos enteraremos.

Todos estuvieron conformes y se tumbaron para intentar conciliar el sueño, pero a los cuatro les fue imposible conseguirlo. No en balde, hacía poco que habían jurado mantenerse juntos para protegerse unos a otros, y ahora se encontraban con que quizá a las primeras de cambio uno de ellos fuese obligado a abandonar el grupo.

Geoffrey no quería ni imaginar la posibilidad de dejar el orfanato. Todos sus recuerdos tenían que ver con aquel lugar y con aquel grupo de chicos que convivían con él y a los que consideraba parte de su familia. James, Martin y Nicholas eran auténticos hermanos para él. El director y los demás profesores eran lo más cercano a una figura paterna que había tenido en su vida, y si bien era cierto que durante algún tiempo había fantaseado, como casi todos, con que alguien se presentase reclamándolo, ahora esa idea no le hacía ninguna gracia.

A la hora del desayuno eran mayoría los rostros somnolientos y los bostezos mal disimulados. La atmósfera tensa de la jornada anterior parecía no querer disiparse.

—No aguanto más —murmuró Geoffrey al ver entrar en el comedor al señor Thürp, el padre de Arlen. Ante la sorpresa de sus amigos, se levantó y se dirigió con decisión hasta él—. Disculpe, profesor.

Thürp le saludó con una sonrisa que se quedó a medias. Su cara también reflejaba una notable falta de descanso.

—Buenos días, Geoffrey.

—Buenos días. ¿Puedo preguntarle una cosa?

—Claro. Aunque la respuesta dependerá de lo bueno que esté hoy el té y de su velocidad para despejarme las ideas; todavía no he conseguido espabilarme del todo.

Geoffrey fue directo al grano:

—¿Qué está pasando, señor Thürp? Quiero decir, ¿de qué trataba la reunión que tuvo el director ayer?

El desconcierto del profesor se hizo palpable al dejar en suspenso el movimiento de su brazo hacia la tetera.

—¿Por qué me preguntas sobre eso, Geoffrey?

—¿Tenía la reunión algo que ver conmigo?

Thürp tardó en responder apenas unas décimas de segundo más de la cuenta.

—¿Contigo? No… Bueno, a decir verdad, no lo sé, Geoffrey. En todo caso, si así fuera, será el director quien te lo confirme. ¿Por qué piensas que la reunión trataba sobre ti?

La breve duda que el muchacho había percibido reafirmó sus temores, así que contestó evasivamente y regresó a la mesa junto al resto del Club.

—Confirmado —dijo en un susurro apenas audible que reflejó toda su turbación—. Por una vez, Desmond decía la verdad.

Nicholas, Martin y James lo miraron atónitos.

—¿Te lo ha dicho Thürp?

—No, pero no ha sabido mentirme bien.