VII

El ritmo con el que Lyrboc movía sus piernas era el mismo con el que sus lágrimas se derramaban por su cara. Cegado por ellas, tropezó varias veces, cayendo de bruces y lastimándose contra el suelo pedregoso, pero en todos los casos volvió a levantarse sin permitirse un quejido y reanudó la carrera, oyendo dentro de su cabeza la voz de su madre, «¡Corre, corre!», y con una sola idea fija en la mente: alcanzar Wolrhun y regresar luego para salvarla a ella.

Horas más tarde, todavía antes de que clareara el día, llegó a un bosquecillo y decidió internarse en él para buscar dónde descansar. Estaba tan agotado que se durmió de inmediato, en cuanto encontró un hueco entre las raíces de un gran roble.

Lo despertaron los ruidos del bosque avanzada ya la mañana y, durante unos segundos, buscó confuso a su madre, aunque lo recordó todo enseguida y lloró desconsolado.

Se encogió formando un ovillo y pasó así alrededor de una hora antes de reunir ánimos para contener el llanto y rechazar la tristeza. Comió un poco, tal y como le había aconsejado Raima, y luego se puso de nuevo en camino.

No se cruzó con nadie hasta el segundo día de marcha, y cuando lo hizo fue de lejos, con un pequeño grupo que iba en su misma dirección. No parecían ser soldados, pero Lyrboc decidió no arriesgarse y se distanció aún más de ellos. No podía confiar en desconocidos.

Evitó los caminos y buscó, siempre que le fue posible, el refugio de los bosques, guiándose, como le había enseñado su padre, por la posición del sol en el cielo durante el día y la de las estrellas durante la noche.

La comida le duró tres jornadas, aunque el chusco de pan que había guardado para el final se había convertido para entonces en algo insípido y duro como una roca. Necesitaba trazar un plan para sobrevivir. No bastaría con correr, no podría hacerlo eternamente, no podría avanzar si no se alimentaba. Tenía que encontrar comida…

Buscó algo que pudiera utilizar como arma y encontró una vara de madera ni demasiado grande ni demasiado pequeña, de cerca de medio metro de largo, bastante recta, a la que le sacó punta valiéndose de una piedra y de sus propias uñas. A la mañana siguiente logró cazar un conejo y empleó las horas siguientes en encender un pequeño fuego para asarlo. Sabía que el humo podría delatar su presencia si alguien andaba por las cercanías, así que lo apagó cubriéndolo de tierra en cuanto el conejo estuvo listo y se comió parte de la pieza mientras se alejaba de allí, guardándose en la bolsa la mitad, para la cena y el desayuno del día siguiente.

Lo más complicado fue saciar su sed, pues no tenía dónde acumular agua para llevarla consigo, por lo que solo podía beber cuando algún riachuelo se cruzaba en su camino, lo cual por fortuna sucedía con relativa frecuencia. Buena parte del reino de Olkrann estaba rasgado por el curso de multitud de ríos: algunos eran apenas finos dedos de agua que aparecían y desaparecían como por arte de magia; otros, anchos y muy profundos, aptos para la navegación, cosa que había facilitado a lo largo de la historia del reino el comercio entre las regiones más apartadas y distantes.

El mismo día que el cuerpo inerte de Söndra, la madre del Dragón Blanco, era arrojado por la borda hacia las profundidades abisales del Mar Sin Fondo, Lyrboc divisó desde lo alto de una colina la ciudad de Tunerf.

Lo que vio le hizo caer rendido y dejar, de nuevo, que las lágrimas brotasen a raudales de sus ojos. No había vuelto a llorar desde que se había despertado solo en el bosque después de separarse de su madre. Intentaba comportarse como un adulto: ya que tenía que valerse por sí mismo, no había querido permitirse la más mínima debilidad, pero la visión horrible que se alzaba ante él destruyó todas las barreras que había impuesto al llanto.

Tunerf ardía y una inmensa columna de humo negro como el tizón ascendía hasta el cielo. El ejército del príncipe había destruido la ciudad por completo, sin compasión. El espectáculo era tan aterrador que Lyrboc no pudo apartar la mirada durante un buen rato. No parecía probable que en aquel lugar quedase un alma con vida.

Era media tarde, y estaba tan agotado que prefirió pasar esa noche allí, en la cima de la colina, y reponer fuerzas antes de decidir qué hacer.

Pese a la desesperación que sentía, pronto lo venció el sueño. Justo antes de perder la conciencia intentó espabilarse, sabiendo que debía buscar algún lugar más propicio para descansar sin correr el riesgo de ser descubierto, pero su cuerpo se negó a obedecer. Los pies y las piernas le dolían como nunca, necesitaba una tregua para recuperarse…

Oyó que se acercaban pisadas y se revolvió, todavía presa del sueño y con los párpados cerrados con obstinación. Una voz en su interior, distorsionada y apenas audible, le urgía: «¡Despierta, despiértate!», pero le resultaba del todo imposible obedecer. Intentó convencerse de que los pasos que oía formaban parte de un sueño, una molesta pesadilla provocada por sus temores a ser descubierto. Luego alguien habló:

—Es solo un niño. Mira qué pequeño. Parece un colibrí.

Lyrboc abrió entonces los ojos aterrorizado y quiso gritar, pero una mano, la más grande que jamás había visto, le tapó con fuerza la boca. Intentó revolverse y morder aquella mano inmensa, aunque la piel era tan áspera y dura que su dueño no pareció experimentar dolor alguno. A pesar de que continuaba siendo de noche, las estrellas iluminaban lo suficiente para que el crío viera con espanto que el rostro de su captor no tenía el aspecto normal de un hombre. Tampoco era un animal, sino más bien la mezcla de ambas cosas. Parecía la combinación de un hombre deforme y algún tipo de animal desconocido; los ojos eran profundos y oscuros, negros como pedazos de carbón, y sobre ellos había dos marcadas protuberancias donde crecían unas cejas peludas; los pómulos, además, estaban muy hinchados, al igual que los labios, semiocultos por una espesa barba. Detrás de él había al menos otros tres de similar aspecto, cubiertos todos por jubones. Ninguno medía menos de dos metros de altura.

—¿Estás solo, pequeño? —le preguntó una voz que sí era humana, aunque estaba embadurnada de óxidos que la convertían casi en una serie de gruñidos.

Lyrboc pensó por un instante en tratar de engañarlos haciéndoles creer que había un grupo numeroso de amigos que saltarían sobre ellos para liberarlo, pero resultaba demasiado obvio que estaba solo y asustado.

—Has escapado de Tunerf, ¿eh?

El chico negó con la cabeza y la mano aflojó ligeramente la presión para permitirle decir:

—No, vengo de La Ciudadela.

El otro arqueó las cejas, sorprendido. Pese a su fiera apariencia, por el momento no daba la impresión de querer hacerle daño. Le hubiera bastado cerrar la mano para romperle la mandíbula.

—¡Vaya, chico! Mucha distancia es esa; ¿has venido desde allí tú solo?

Lyrboc asintió y su captor le soltó del todo.

—Debemos irnos ya —dijo uno de sus compañeros a su espalda.

—No tan aprisa. ¿Qué hacemos con él? —preguntó el primero, pero no obtuvo respuesta.

Los demás ya habían reanudado la marcha y se alejaban con paso firme. Aquel extraño ser con forma humana y rasgos más propios de una bestia contempló durante unos segundos a Lyrboc, que permanecía inmóvil a su merced. Desvió la mirada, se levantó y se alejó unos metros, aunque enseguida se detuvo, volvió hasta él y se agachó de nuevo a su lado para volver a mirarlo. Después, sin mediar palabra, lo asió por la camisa y lo alzó en volandas para colocarlo a horcajadas sobre sus hombros y llevarlo consigo.

Lo primero que Lyrboc pensó fue que aquel grupo formaba parte del ejército del príncipe Gerhson y que su huida había llegado a su fin, pero ahora se daba cuenta de que no era así. Cuando su portador se reunió con los demás, el pequeño contó un total de doce de aquellos seres que parecían medio humanos y medio animales.

—¿Quiénes sois? —preguntó, y al no recibir contestación insistió con otra pregunta—: ¿Adónde me lleváis?

—Calla, colibrí. No es momento de preguntar.

—Dime al menos de qué bando estáis, si de parte del príncipe Gerhson o del rey Krojnar.

—De ninguno de los dos.

Lyrboc frunció el ceño. No comprendía que alguien pudiera ser imparcial: o estaban a favor del rey o a favor de su hermanastro. Intentó conseguir algo más de información, pero pronto le ordenaron que guardara absoluto silencio.

—Escúchame bien, si no te he dejado allí es porque no durarías más que unas horas. Tus enemigos te encontrarían, y si no lo hicieran, morirías de hambre y frío. Pero si vas a convertirte en una molestia, volveré a dejarte solo.

Lyrboc calló de inmediato. Por mucho que se había demostrado a sí mismo que era capaz de valerse sin ayuda, no quería quedarse otra vez solo. La soledad se le antojaba horrenda, y el cansancio que se había adueñado de todos los músculos de su cuerpo, también.

Pese a que su postura no era excesivamente cómoda, con el vaivén de la marcha se fue quedando dormido. A fin de cuentas, no dejaba de ser un niño de nueve años, agotado más allá de la extenuación.

Dormido, sintió cómo lo llevaban, cómo lo tumbaban sobre un suelo no demasiado duro y cómo de nuevo lo levantaban y lo transportaban. Oyó entre sueños retazos de conversaciones que versaban en unas ocasiones sobre él y en otras sobre la dirección que el grupo debía tomar. Cuando despertó, estaba anocheciendo de nuevo; había dormido el día entero.

—¿Estás hambriento, colibrí?

Aceptó el trozo de carne ya fría que le tendían y lo devoró.

—¿Cómo te llamas?

—Lyrboc.

—¿Y dices que llegaste a Tunerf desde La Ciudadela?

—Mi madre me dijo que buscase a una persona allí y que avisara a todos de la llegada del ejército del príncipe.

—El ejército se te adelantó.

—¿Los han matado a todos?

—No lo sabemos.

—¿Cómo te llamas tú?

—Zerbo.

—No me respondiste antes cuando te pregunté quiénes erais.

—No somos nadie —se adelantó a contestar otro—. Hasta que decidamos qué hacer contigo, eso es lo único que necesitas saber.

Después de eso, Lyrboc percibió un silencio incómodo a su alrededor y comprendió que la mayoría del grupo no estaba de acuerdo en cargar con él. Descubrió miradas demasiado serias dirigidas a él y otras de recriminación dirigidas a Zerbo, el que lo llevaba a hombros, y algún que otro amago de discusión entre este y alguno de los otros, aunque daba la impresión de que todos se respetaban mucho entre sí.

Durante los días siguientes fue precisamente a la hora de obtener comida cuando Lyrboc logró que el grupo dejara de tomarlo por una pesada carga. No quería volver a quedarse solo, así que se esforzó en demostrar su valía. En cuanto tuvo oportunidad, cuando los otros descansaban, se alejó un poco y cazó tres conejos que él mismo limpió y preparó para comer ante la mirada entre divertida y algo incrédula del grupo entero. Pese a que todos ellos eran expertos cazadores, no podían dejar de sorprenderse ante la maña y el desparpajo de un niño de su edad.

—¿Quién te enseñó a cazar?

—Mi padre.

—Pues lo hizo bien.

—Es capitán del ejército real, a las órdenes del general Kalastar.

Sin que él se percatase, los miembros del grupo intercambiaron miradas: tras la llegada del príncipe Gerhson a La Ciudadela, estaban seguros de que Lyrboc debía comenzar a utilizar el tiempo pasado de los verbos para referirse a su padre.

—Bien, asemos esos conejos y prosigamos.

—¿Hacia dónde vais?

—Al este.

—Yo también iba hacia el este. A Wolrhun.

—¿Por qué a Wolrhun? ¿Qué hay allí para ti?

Lyrboc se encogió de hombros.

—Mi madre me lo dijo, que abandonase Olkrann —respondió.

—¿Y por qué ella no te acompañó?

—Dijo que me retrasaría y que nos cogerían por su culpa, que yo sabía valerme solo y que avanzaría más rápido sin ella —confesó, sin darse cuenta de que había comenzado a llorar a mitad de la explicación.

—Bien, vamos a hacer una cosa. —Aunque se escucharon algunos gruñidos de advertencia y desaprobación, Zerbo los ignoró y continuó—: Te llevaremos con nosotros a Wolrhun, pero una vez allí tendremos que separarnos.