IV

El grupo que había abandonado La Ciudadela de Olkrann pocas horas antes de su caída en manos del príncipe Gerhson fue recluido durante varias jornadas en un recinto levantado a toda prisa a pocos kilómetros de distancia.

Desde allí, aunque La Ciudadela permanecía oculta tras una elevación del terreno, escucharon hasta casi el amanecer el fragor de la batalla y vieron aterrados la humareda que se elevaba hacia el cielo como un volcán en erupción.

Aquella primera noche solo los más pequeños pudieron dormir, ajenos a todo cuanto sucedía a su alrededor. Los demás permanecieron despiertos y humillados, lamentando su suerte y sintiendo cómo la muerte se abría paso por los poros de su piel del mismo modo que lo hacía por las calles de la capital del reino. Unas horas más tarde, los gritos de júbilo que escucharon disiparon cualquier esperanza.

—¿Qué crees que habrá pasado con papá, mamá? —preguntó Lyrboc, el niño que la tarde anterior había mostrado su rabia arrojando una piedra contra el jinete que les había salido al paso en el exterior de las murallas.

—No lo sé —respondió su madre sin poder impostar mucha convicción—. Quizá nos dejen reunirnos con él pronto, pero ahora tienes que dormir.

Lyrboc había opuesto resistencia durante toda la noche al agotamiento que sentía; a pesar de su edad se daba perfecta cuenta del peligro que corrían, aunque al fin, al despuntar el alba, sus párpados se desplomaron y se quedó dormido con la cabeza en el regazo de su madre.

Con el amanecer las mujeres fueron apartadas del resto para comprobar cuántas estaban encinta, y las que presentaban un estado de gestación más avanzado fueron obligadas a subir a un carruaje que las llevaría de vuelta a La Ciudadela. A las demás se les permitió reincorporarse al grupo. Para entonces, Raima, la madre de Lyrboc, había tomado una determinación.

Permitió que su hijo durmiera el máximo tiempo posible, dejándolo al cuidado de unas conocidas, y mientras tanto ella se dedicó a inspeccionar el recinto. Al estar el grupo formado por ancianos, mujeres y niños, la vigilancia no era demasiado férrea, así que no tardó en encontrar el lugar adecuado para llevar a cabo su plan.

Lyrboc despertó cuando Raima acababa de regresar junto a él, como si en el sueño hubiera notado su ausencia y no hubiera querido abrir los ojos hasta que ella volviera.

—¿Cuánto tiempo nos van a tener aquí, mamá?

—Poco, ya lo verás. Poco. ¿Tienes hambre?

Las prisas con las que habían abandonado su hogar no le habían impedido meter en un morral toda la comida que había encontrado a mano. Calmaron sus estómagos y dejaron que transcurriera el tiempo hasta que empezó a caer la tarde.

—¿Y papá? ¿Se sabe algo? ¿Te has enterado de algo mientras estaba dormido?

Raima cerró los ojos antes de responder. Aunque no podía saberlo con seguridad, intuía que no podía esperar reencontrarse en un futuro próximo con su marido. Su única y muy vaga esperanza era que no hubiera fallecido en la batalla, que siguiera con vida, aunque estuviera prisionero.

—Todavía no he podido averiguar nada, cariño.

Cuando la oscuridad fue suficiente, Raima cogió a su hijo de la mano y lo llevó disimuladamente hasta el apartado rincón que había localizado aquella mañana.

—¿Qué hacemos aquí, mamá? —Raima soltó todo el aire de sus pulmones para intentar imprimir a su voz un tono firme y decidido, pero la firmeza y la decisión parecían querer huir lejos de ella—. ¿Mamá?

—Verás, cariño… —Se hizo el silencio. El pequeño Lyrboc miró al otro lado de la tosca empalizada que el ejército del príncipe había levantado apresuradamente. Luego alzó la mirada hacia su madre justo en el momento en que ella se borraba con el dorso de la mano una lágrima que resbalaba por su mejilla—. Verás… Voy a pedirte una cosa. Una cosa que quiero que hagas.

—¿Y qué es? —se impacientó el pequeño, observando que de nuevo su madre se sumía en un profundo silencio.

—Es algo que…, que quizá ahora no entiendas, pero que aun así tienes que hacer.

—Es una orden —dijo su hijo con resignación. Cuando su madre le decía que algo era una orden, sabía que no valían excusas ni retrasos.

—Sí, Lyrboc, es una orden. —Se agachó para colocarse a su altura y le dirigió una mirada de amor infinito. Lo que estaba a punto de decir le iba a romper el corazón en mil pedazos que nunca podría recomponer, pero desde que los habían encerrado allí estaba convencida de que el príncipe Gerhson no iba a cumplir el acuerdo al que había llegado con el rey Krojnar y que, antes o después, mandaría ejecutarlos a todos—. ¿Ves ese hueco de ahí, debajo de la valla? Quiero que te arrastres y pases al otro lado, y luego quiero que corras con todas tus fuerzas, que corras y no pares, Lyrboc. Tienes que escapar.

Por un instante, el niño sonrió. Le alegraba que su madre no quisiera rendirse ante sus enemigos. Sin embargo, enseguida comprendió que algo no cuadraba:

—¿Y tú?

—Yo no puedo correr tan rápido como tú, mi amor. Me cansaría pronto… y nos cogerían. Vas a tener que hacerlo tú solo. Puede que ni siquiera se den cuenta de que te has ido, hay muchos niños y no creo que los hayan contado. Pero a las mujeres sí nos han contado esta mañana. —Miró por encima de su hombro para cerciorarse de que nadie los observaba. Acompañados por algunos de aquellos horrendos lomerns que semejaban gorilas con coraza, los soldados del príncipe cenaban y bebían festejando la victoria sin prestar atención al grupo de cautivos—. Tienes que hacerlo ahora, cariño.

Lyrboc no se movió. Lo poco que quedaba en pie de lo que había sido su mundo durante sus nueve años de vida se estaba viniendo abajo definitivamente. Su madre le había prevenido unos segundos antes: «Quizá ahora no entiendas»… ¿Cómo iba a entender que su propia madre le ordenase que se separara de ella, que escapara dejándola a ella atrás? Primero había sido su padre, obligado a quedarse en La Ciudadela como miembro de uno de los batallones que habían intentado defender la noche anterior el palacio real, y ahora su madre.

Raima tiró de él hasta hundir su rostro en su pecho y lo abrazó con todas sus fuerzas.

—Sé que eres capaz de valerte por ti mismo. Tendrás que dirigirte al este, recuérdalo, siempre al este, hacia donde nace el sol, procurando que nadie te vea. En la bolsa hay comida suficiente para un par de días si la racionas bien; come solo lo necesario. Luego tendrás que cazar, ya lo has hecho antes.

Lyrboc asintió. Su padre lo había llevado con él en varias ocasiones y le había enseñado cómo preparar trampas para conejos y pájaros y cómo cocinar los que conseguían atrapar.

—Ahora todo nuestro reino está en manos del príncipe, o lo estará pronto, así que tendrás que llegar a Wolrhun. Tupadre tenía un amigo en la ciudad de Tunerf, ¿recuerdas que una vez vino a visitarnos, hace unos tres años? —Lyrboc negó con la cabeza. Tres años eran casi un tercio de su vida, como para acordarse de alguien a quien solo había visto una vez—. Se llama Izahyan, es un herrero, uno de los mejoresde Olkrann. Él fue quien le regaló a tu padre su espada. Intenta encontrarlo y convéncelo de que vaya contigo a Wolrhun.

—¿Y si no quiere?

—Dile que a los que permanezcan en Olkrann solo les espera la muerte o la esclavitud. —Raima no tenía idea de si el ejército del príncipe Gerhson ya había pasado por la ciudad de Tunerf, pero su situación, prácticamente en línea recta al este de La Ciudadela de Olkrann, le hacía mantener la esperanza de que no fuera así, pues el enemigo había avanzado desde el sur—. Tunerf está más o menos a medio camino de la frontera. Antes de entrar en la ciudad, asegúrate de que no esté ya en manos del enemigo. Y si no encontrases a Izahyan, continúa hacia Wolrhun. —Le entregó la bolsa con la comida y le dio un beso largo y cargado de ternura en la frente—. Tienes que irte ahora.

—No quiero hacerlo.

—Es una orden, Lyrboc.

—Mamá… —intentó protestar el niño, pero su madre lo empujó hacia el agujero de la empalizada, forzándolo a meterse por él. Una vez al otro lado, se puso de pie y miró, a través de los listones de madera, el rostro de su madre, que se esforzaba por contener el llanto. Grabó en su memoria todos y cada uno de los rasgos de aquel rostro para llevárselo consigo.

—Vete, mi amor. Corre y no te detengas.

—Volveré a por ti, mamá.

Raima sonrió, aunque sentía que todas sus fuerzas estaban a punto de abandonarla.

—Corre. ¡Corre, Lyrboc, corre!