—Al dar muerte a Cailidín, el héroe Cuchulainn estaba en realidad sellando su propio fin.
En el exterior se había desatado una fuerte tormenta y los chicos, sentados en corro alrededor de Martin, imaginaban que los truenos eran los ecos del combate entre los dos guerreros irlandeses y que los relámpagos que rasgaban la oscuridad eran los destellos de sus espadas al chocar entre sí. La voz de Martin, que se sabía aquella historia de memoria, flotaba en el aire frío del dormitorio y envolvía a todo el auditorio. Ni siquiera los más pequeños estaban dispuestos a rendirse al sueño hasta que no concluyese el relato.
—La esposa de Cailidín estaba embarazada cuando murió su marido, y cuando los niños nacieron…
—¿Los niños? ¿Es que tuvo gemelos? —inquirió Will.
—No, eran más de dos. Según cuenta la leyenda, fueron seis niños en total. Y al nacer, su madre los envió al extranjero para que estudiaran hechicería y pudieran vengar a su padre.
—¿Hechicería? —preguntó Isaac—. ¿Dónde?
—Antiguamente se podía estudiar hechicería en varias universidades de Europa —respondió Geoffrey, con la voz grave y el semblante cubierto por una máscara de profunda seriedad, como si estuviera diciendo una verdad irrefutable—. Pero hace ya varios siglos que se prohibieron esos estudios.
—¿Por qué?
—¡Schsss, callaos! Sigue con la historia, Martin —le pidió Will—. ¿Qué pasó con Cuchulainn?
—Sí, ¿qué pasó?
—Cuando se hicieron mayores, los hijos de Cailidín buscaron a Cuchulainn por toda Irlanda y modelaron guerreros con hojas secas caídas de los árboles de los bosques para que el asesino de su padre no pudiera esconderse en ninguna parte. También hicieron aparecer batallones fantasmales para que los ayudaran en su búsqueda, y cuando por fin dieron con él, uno de los hijos de Cailidín consiguió herirlo lanzándole una jabalina envenenada. Cuchulainn supo entonces que la muerte se acercaba, pero no estaba dispuesto a rendirse.
—¿Qué hizo?
—¿Los venció antes de morir?
—Casi —contestó Martin con una enigmática sonrisa—. Como notó que las fuerzas empezaban a fallarle, se ató a sí mismo a una columna para poder mantenerse erguido y seguir luchando. Al verlo, herido de muerte y sin embargo todavía dispuesto a presentar batalla, nadie, ninguno de los hijos hechiceros de Cailidín, se atrevió a acercarse a él durante tres días… Hasta que un cuervo se posó en lo alto de la columna y entonces todos supieron que el héroe de Irlanda había muerto.
Como si hubiese querido marcar el punto y final de la historia, un trueno retumbó encima mismo del edificio del Orfanato Chatterton y algunos de los más pequeños dieron un respingo, asustados. Empujada por el viento, la lluvia ametrallaba los cristales con violencia.
—Ese ha sonado muy cerca —comentó Isaac en un murmullo.
—Buena historia, Martin —dijo Desmond desde su cama. Todos se giraron sorprendidos a mirarlo, pues no era frecuente que él aplaudiera ninguno de los relatos que Martin contaba por las noches.
—A mí también me ha gustado —apuntó Will—. Un día yo seré un héroe como ese Cuchulainn.
Sus palabras quedaron algo difuminadas cuando todo su cuerpo se estremeció bajo el estruendo de un nuevo trueno. Encogió las piernas y subió los pies desnudos a la cama, convencido de que había sentido que el suelo temblaba. Pero, en realidad, todos pensaban igual que él: todos querían llegar a ser héroes.