I

La noche y la luz trémula de la luna han cubierto la ciudad de negro y gris. Parece un lugar abandonado, desierto y, tal vez por eso mismo, triste. El silencio solamente es alterado por el silbido del viento en las esquinas y, de pronto, también por el leve eco de unos pasos que se aproximan. Desde la boca de un callejón sale una mujer envuelta en un grueso abrigo que quizá sea de cualquier otro color, pero se ve gris, como todo lo demás. Mira con inquietud hacia ambos extremos de la avenida y a continuación sigue con su andar apresurado. Lleva una pequeña cesta de mimbre cubierta con una manta también gris. No se ve el rostro de la mujer, que camina cabizbaja, ni tampoco el contenido de la cesta.

Después de recorrer un buen trecho a lo largo de la avenida se interna por una callejuela que se abre en curva a su izquierda, y allí la luz aún parece más débil, como si más que una calle fuera un túnel. Tras avanzar unos metros, la mujer se detiene frente a uno de los portales y vuelve a mirar primero a su espalda y luego hacia delante, donde la calle gira para regresar a la avenida, formando una semicircunferencia. Deja la cesta junto a la puerta y se da la vuelta para marcharse, aunque no lo hace: algo la detiene. Se agacha y aparta un poco la manta para contemplar por última vez al bebé que duerme en el interior. Lo ve borroso a través del torrente de lágrimas que sale sin freno de sus ojos; casi contra su voluntad, su mano se acerca lo suficiente para acariciar la mejilla sonrosada por el frío, con extrema delicadeza, apenas un roce, porque lo peor que podría pasar ahora es que el niño despertase. Entre los pliegues de la manta hay una nota en la que ha escrito el nombre de su hijo.

La mujer se incorpora y coge la aldaba de hierro forjado para golpear con ella la puerta. El sonido seco retumba en las profundidades del edificio. Repite la llamada otra vez y luego echa a correr calle abajo, sin permitirse mirar hacia atrás. Le parece oír el llanto de la criatura, pero ni aun así detiene su carrera…

James despertó sofocado y con la almohada empapada por sus propias lágrimas. El dormitorio estaba a oscuras y de alguna de las camas más alejadas le llegaban los ronquidos de algunos de sus compañeros. De Francis y de algún otro. Todavía era noche cerrada, pero sabía que le costaría volver a dormirse.

Soñaba con su madre con frecuencia, siempre el mismo sueño, y aunque nunca conseguía distinguir su rostro, imaginaba que era hermosa, una muchacha joven, de unos veinte años o poco más. Los motivos que habían podido llevarla a abandonarlo con apenas unos meses de vida se le escapaban, por mucho que hubiese dedicado una eternidad de horas a intentar descubrirlos. A veces, cuando salían, o mirando a la calle desde alguna de las ventanas, observaba con atención a todas las mujeres, intentando identificar en una de ellas a la que aparecía en su sueño con su abrigo teñido de gris. Se preguntaba si en alguna ocasión ella se habría acercado para ver cómo crecía…, o si ahora viviría en otra ciudad, o incluso en otro país.

Donde fuera que estuviese, en la imaginación de James continuaba teniendo veinte años o poco más y seguía siendo hermosa…, y algún día regresaría a la puerta del Orfanato Chatterton para buscarlo.

Solo les había confesado su sueño y sus esperanzas a los otros miembros del Club.

—¿Te irías con ella si volviera? —le preguntó Geoffrey una de aquellas veces en que James les informaba de que había vuelto a soñar con su madre mientras tomaban el desayuno.

James no estaba seguro de la respuesta ni de qué haría llegado el momento. Tampoco estaba seguro de que las cosas hubieran sucedido tal y como las veía en su sueño, pues lo único que sabía con certeza era que había sido abandonado en una cesta de mimbre en la puerta principal.

Martin y Nicholas sabían que su madre nunca se presentaría en la puerta del Orfanato Chatterton para reclamarlos. Tampoco su padre lo haría. No irían a buscarlos porque ambos habían fallecido en el incendio de su granja cuando Martin contaba ocho años y Nicholas, seis.

Al contrario que James, ellos sí podían recordar las caras de sus padres, cada uno de sus rasgos, incluso sus voces, pero, sobre todo, los dos recordaban el fuego. Durante un buen rato permanecieron quietos, a salvo de las llamas, aunque lo suficientemente cerca como para sentir a través de sus ropas el calor abrasador que emanaba de ellas, hasta que el camión de los bomberos llegó por fin. A tientas, Nicholas buscó la mano de su hermano mayor y no la soltó cuando el bombero que parecía estar al mando les preguntó por sus padres; ni tampoco cuando aparecieron los Sullivan, que eran dueños de la granja más cercana y habían dado la señal de alarma al divisar la humareda; ni tampoco la soltó cuando alguien los hizo montar en un coche para alejarlos de allí; ni después, cuando a pesar de que ambos intentaron resistirse al agotamiento, se quedaron dormidos.

Todavía en ese momento, siete años más tarde, a los dos se les podía ver siempre juntos a casi todas horas. Y aún había ocasiones en las que tanto Martin como Nicholas creían oír la voz de su padre o de su madre llamándolos, o gritándoles que corriesen afuera, que se alejaran de la casa y se pusieran a salvo del fuego, un fuego que con insistente frecuencia se presentaba en sus pesadillas con la forma de un ente vivo y cruel.

Geoffrey no tenía el menor recuerdo de sus padres ni solía recordar por las mañanas los sueños que lo invadían de noche.

Estaba convencido de que lo habían abandonado por la extraña característica de su piel, que lo hacía destacar contra su voluntad. Su cuerpo poseía una cantidad de melanina inferior a la normal y a causa de ello su piel carecía casi por completo de pigmentación. Su cabello era igualmente blanco, y el iris de sus ojos era gris claro. Le resultaba molesta la presencia excesiva de luz y odiaba, por encima de todas las cosas, que sus mejillas se sonrojasen a la menor oportunidad como dos grandes faros que lanzaran advertencias al horizonte. No podía evitar pensar que sus padres se habrían sentido alarmados e incluso horrorizados al verlo, y que sin duda habían decidido dejarlo en manos del orfanato para no tener que cargar con él.

A pesar del cariño del director y de los profesores y monitores, y de todos sus esfuerzos por que los internos del Orfanato Chatterton formasen un sucedáneo de familia y se sintiesen a gusto durante su estancia, nada podía ocultar completamente la cruda y desesperanzadora realidad que los envolvía.

Los muchachos buscaban en la compañía mutua, en los libros y en su propia imaginación una forma de evasión. Todos deseaban contar con un hogar al que regresar y unos padres que los estuvieran esperando con los brazos abiertos, y por tanto no podían evitar sentir una profunda envidia de Arlen, que sí los tenía.