XII

A los cinco días de haber partido, la madre del niño murió a causa de la tremenda pérdida de sangre que había sufrido durante el parto. La preocupación se centró entonces por entero en el bebé. Inmediatamente, siguiendo un impulso, Luria, la más joven de las mujeres que había a bordo, pero que ya contaba con experiencia como ama de cría, lo cogió en sus brazos y lo guio hasta su pecho. Los demás la miraron expectantes.

—La naturaleza es sabia y confío en que esté de nuestra parte —murmuró el Anciano Donan, dedicándole a Luria una sonrisa pese al abatimiento que embargaba su ánimo en aquel momento.

Tras una breve ceremonia, el cuerpo inerte de Söndra fue arrojado por la borda envuelto en una sábana blanca a la que se había atado el peso suficiente para que no volviera a la superficie cuando se descompusiera y los gases intentasen hacerlo subir. Desde la cubierta, la tripulación entera, las cuatro mujeres, los cuatro soldados y el Anciano mantuvieron la mirada fija en la mancha blanca del lienzo hasta que desapareció por completo bajo las aguas.

Luego la tripulación regresó a sus puestos para aprovechar el viento y Donan se reunió con las mujeres.

—El niño parece reconocer por instinto que mi pecho no es el de su madre —informó Luria—; no consigo que se enganche e intente mamar.

—Continúa intentándolo. Si él también muere, nuestro destino estará sellado.

En las horas siguientes la pesadumbre se hizo dueña del pequeño navío, pues el bebé se negaba a alimentarse de Luria y lloraba sin cesar. Lo forzaron a beber agua, pero la ausencia de leche materna podía dar al traste con todos sus esfuerzos.

Por fin, el hambre hizo que la criatura dejase de oponer resistencia y se conformase con el pecho de Luria. La naturaleza puso el resto.

Una semana más tarde, Tarco, el soldado de más graduación entre los cuatro que formaban parte del grupo, oteaba el océano inmenso que los rodeaba.

—¿Hacia dónde nos dirigimos? —le preguntó al capitán.

—Es el Anciano quien ha marcado el rumbo. Ninguno de nosotros había navegado nunca tan al norte —contestó aquel.

—¿No sabéis si existe tierra más allá del horizonte? —insistió el soldado.

El capitán Rondak dejó escapar una pequeña carcajada, aunque en realidad estaba muy lejos de sentirse con ganas de reír.

—Por lo que yo sé, no la hay. Es más, según todas las viejas historias de marinos que he escuchado a lo largo de mi vida, ni siquiera hay tierra por debajo de nosotros. —Tarco lo miró sin comprender y el capitán realizó un gesto de asentimiento, añadiendo—: A este mar se le llama el Mar Sin Fondo.

Algo después, Tarco interrogó al Anciano:

—¿Estás seguro de haber elegido bien el rumbo, Maestro?

—Vamos al único lugar en el que quizá podamos estar a salvo el tiempo necesario.

—Pero… la tripulación nunca había estado en estas aguas. El capitán dice que no hay tierra por aquí.

—Sí la hay. Nos dirigimos al archipiélago de Numar.

—Nunca había oído hablar de él.

El Anciano le dirigió una sonrisa enigmática y repuso:

—Claro.

Las aguas que surcaba el barco eran cada vez más oscuras. Al mirar desde la borda, Tarco y los demás se preguntaban si era cierto lo que contaban las viejas historias que había mencionado el capitán, si aquel mar que parecía infinito ni siquiera tenía fondo. Aunque se la guardó para sí, a Tarco le invadió una molesta sensación de vértigo al pensar en un vacío insondable por debajo de sus pies y de aquella diminuta cáscara de nuez empujada por el viento hacia unas islas en cuya existencia solo el Anciano confiaba.

Por fortuna, el viento no paraba de soplar, y aunque no se divisaba tierra por la proa, tampoco descubrieron en ningún momento que nadie fuese en su busca por la popa.

Necesitaron dos semanas más de navegación antes de que una mañana apareciera en el horizonte un punto elevado por encima de la superficie del mar.

—¡Allí! —exclamó el vigía, encaramado al palo mayor—. ¡Tierra!

Esa misma tarde alcanzaron la costa y desembarcaron en una playa de pedregal, más allá de cuyos límites se alzaban los primeros árboles de un bosque.

—¿He de entender que habías estado aquí antes, Anciano? —le preguntó el capitán Rondak, maravillado por que la ruta dictada por Donan les hubiera llevado directamente hasta allí a pesar de la enorme distancia a la que ahora se encontraban de Olkrann.

—Hace una eternidad, pero sí.

—¿Y qué haremos a partir de ahora? —quiso saber Tarco, que, como los demás, no podía disimular su alegría por pisar de nuevo tierra firme después de tanto tiempo.

—Pronto caerá la noche. Aprovechad lo que queda de luz para montar un campamento y poder dormir bajo cubierto. Yo volveré lo antes posible.

Se alejó unos pasos, pero al punto Tarco corrió hasta alcanzarlo.

—¿Adónde vas, Maestro?

—Tengo que encontrar unas cuantas cosas —se limitó a responder el viejo.

—Será mejor que te acompañe.

—No te preocupes. Quédate con los demás y, sobre todo, no os mováis de aquí.

—¿No deberíamos ir a buscarlo?

Tarco permaneció en silencio un largo minuto antes de responder. Había pasado un día entero desde que el Anciano se internara en la isla y él mismo llevaba desde por la mañana haciéndose la misma pregunta. La posibilidad de que Donan hubiera sufrido algún tipo de accidente o hubiera sido apresado por los habitantes de aquel lugar, si es que los había, le aterraba. El Anciano era el único que parecía saber lo que había que hacer, y sin él…

Miró a su compañero.

—Él mismo dijo que no nos moviéramos.

—Pero puede que esté en peligro. O que por algún motivo no pueda volver sin nuestra ayuda.

Tarco miró ahora al resto del grupo, que aguardaba su decisión.

—Está bien. Coge tus armas y ven conmigo, Nürn; vamos por él.

—No hace falta que vayáis a ningún sitio a buscarme —les sorprendió a todos la voz familiar de Donan, que reapareció en aquel justo momento entre los árboles.

—¡Anciano!

Tarco se mostró enfadado con la actitud del viejo Maestro. No en balde había sido el propio Krojnar quien le había dado orden de proteger a todo el grupo, aunque en especial al Anciano y, por encima de todo, al recién nacido.

—¿Dónde te habías metido? —le espetó sin miramientos.

—Tranquilízate, Tarco.

—Temíamos que pudieras estar en peligro.

—Lamento que os hayáis preocupado, pero tenía que reunir unas cosas —dijo, golpeando con suavidad la bolsa de piel que llevaba consigo—. ¿Cómo está el bebé?

—Luria ha conseguido seguir alimentándolo. Poco, pero algo es algo.

—Bien. Ahora no me vendría mal tu ayuda para hacer un fuego con las cosas que he traído.

—Ya lo hemos hecho, Anciano —anunció el capitán.

—Ese no me sirve —contestó Donan, dirigiendo una rápida mirada a la hoguera.

Nadie comprendió a qué se refería, ni tampoco el Anciano les ofreció ninguna explicación. Se limitó a apartarse unos metros y ponerse manos a la obra.

—¿En qué puedo ayudarte? —le preguntó Tarco.

—Acerca alguno de los troncos encendidos mientras yo preparo lo que tengo aquí.

El soldado obedeció y Donan, entre tanto, formó una suerte de círculo con varias piedras de mediano tamaño y después se arrodilló, vació el contenido de su bolsa, que consistía en diversas raíces y hierbas, y seleccionó detenidamente una parte, más o menos un cuarto del total. Devolvió el resto a la bolsa y la sujetó con un doble nudo a su cinto. Colocó las raíces que había escogido en el centro del círculo y le pidió a Tarco que pusiese los troncos ya encendidos encima de ellas; luego empleó varios minutos en mezclar una parte de las hierbas que había recolectado tierra adentro y en machacarlas con la empuñadura del puñal que guardaba entre los pliegues de sus ropas hasta convertirlas en una pasta semilíquida. Después la arrojó sobre la madera que Tarco acababa de colocar y volvió a ponerse en pie.

—¿Puedes decirme qué sentido tiene todo esto, Maestro? ¿Qué tienen de especial esas hierbas y raíces que has traído?

—Pronto lo verás, Tarco. Ten un poco de paciencia. La prioridad ahora es conseguir más leña para que el fuego crezca.

Todos los demás, que habían observado con suma atención los preparativos del Anciano, permanecían en silencio. No entendían lo que se proponía, pero confiaban en que tuviera algún sentido. Los otros tres soldados ayudaron a Tarco a recoger más trozos de madera y pronto el fuego se había convertido en poco menos que un muro ardiente y sobrecogedor.

—¿Tú qué crees? —le susurró a Tarco uno de sus compañeros, procurando que nadie más pudiera oírlo—. Un fuego tan grande se puede divisar desde muy lejos. Si alguien viene tras nosotros…

Tarco se volvió y miró la inmensidad del mar por el que habían navegado hasta allí. No se veía nada, pero eso no significaba que más allá, donde su vista no alcanzaba, las naves del enemigo no pudieran estar aproximándose. Una exclamación de alarma de una de las mujeres lo hizo mirar de nuevo al Anciano. Donan se había acercado tanto a las llamas que estas parecían a punto de tocarlo y prender sus ropas.

—¡Maestro!

Donan no contestó, pues estaba absorto en lo que hacía: sostenía en la mano derecha el puñal y tenía extendido el brazo izquierdo, remangado hasta el codo. Daba la impresión de que el fuego era un ser vivo: las llamas se arremolinaban en torno al brazo del viejo sin llegar a tocarlo. El calor debía de ser de tal intensidad que cualquier persona se habría retirado varios metros hacia atrás, y, sin embargo, el Anciano parecía no sentirlo. Aproximó la hoja del puñal a su antebrazo y realizó un corte en la piel, de unos tres centímetros de largo, suficiente para que brotara un hilo de sangre. Las gotas resbalaron hasta caer sobre la hoguera.

—¡¿Por qué haces eso?!

De nuevo, Donan no le ofreció respuesta alguna. Aguardó en silencio y, de pronto, el fuego se contrajo sobre sí mismo, casi como si fuera a extinguirse, para enseguida revivir con inusitado brío. Las llamaradas no eran rojas ahora, sino de un inesperado tono azul, semejante al que adquieren algunos objetos al helarse.

Todos miraron interrogantes al Anciano. Este se volvió y les fue devolviendo la mirada uno a uno. En su rostro se había formado una sonrisa que pretendía insuflarles confianza.

—Capitán Rondak, no me satisface negaros a ti y a tus hombres la posibilidad de acompañarnos, si es eso lo que queréis —dijo, mirando al grupo de marineros.

El aludido respondió con un mohín. Seguía sin entender de qué hablaba Donan.

—Su majestad me ordenó obedecer todas tus decisiones como si fueran las suyas, Anciano.

El Maestro asintió.

—No es conveniente que el barco permanezca ahí. Tú y tus hombres debéis partir en cuanto nosotros ya no estemos aquí; te aconsejo que te dirijas primero hacia el nornoreste durante al menos una jornada entera más; luego navegad hacia el este durante al menos doce días y después al sur. Encontraréis las costas del norte del reino de Wolrhun. No creo que tengáis problemas para estableceros allí.

—¿Durante cuánto tiempo?

—Me temo que eso no lo sé. Espero que algún día volvamos a encontrarnos y que vuestros servicios por el destino de Olkrann puedan ser recompensados, pero tampoco puedo darte mi palabra de que así sea. —El capitán Rondak y su tripulación inclinaron la cabeza en señal de agradecimiento por la sinceridad del Anciano. Eran conscientes de que no había más que decir. No obstante, Donan añadió—: Cuando nos hayamos ido, no eliminéis los restos del fuego. Si lo hicierais, cualquiera que llegue aquí en nuestra busca sospechará que alguien se ha quedado atrás para borrar nuestras huellas. Es preferible que crean que todos nos hemos marchado juntos. Pueden pensar que la ausencia del barco se debe a que lo hemos hundido, o abandonado a la deriva. —Rondak volvió a asentir, y Donan se dirigió a continuación al resto del grupo—: El fuego se consumirá pronto. No dudéis. Pasaré yo primero y luego tendréis que seguirme. Luria, tú has de ser la segunda, con el bebé. Cuando crucéis no deberéis deteneros hasta llegar junto a mí —recalcó—. ¿Entendido?

—¿Pasar… adónde? —inquirió Tarco.

—Al otro lado.

Sin más palabras, el Anciano Donan dio dos pasos hacia delante y, antes de que Tarco o ninguno de sus compañeros pudieran reaccionar, el fuego lo rodeó y al instante el cuerpo enjuto del Maestro se desvaneció en el aire.

—¡¿Adónde ha ido?! —exclamó el capitán.

El silencio duró unos instantes eternos, hasta que Tarco acertó a decir:

—Ya lo has oído, al otro lado. ¡Vamos, poneos todos en pie! El Anciano ha dicho que lo sigamos. No tengáis miedo, el fuego no quema.

Impulsado como por un resorte, el grupo entero se levantó y caminó hasta la hoguera.

—Adelante, Luria. Tú debes ser la próxima. Los demás iremos pasando de uno en uno; yo seré el último.

—Espero que al menos él sepa lo que está haciendo —rogó en voz alta Nürn.

—Siempre lo sabe.

Uno tras otro, todos fueron adentrándose en el fuego. Los primeros lo hicieron con pasos indecisos y temerosos, y los siguientes con mayor determinación. Al final, en la playa de piedras solo quedaron Tarco y la tripulación del navío; el capitán Rondak se giró hacia su barco, anclado a escasa distancia, y al bote con el que habían llegado a la orilla.

—Sea cual sea el lugar al que os dirigís, espero que la fortuna vaya con vosotros —dijo volviéndose a Tarco.

—También con vosotros, amigos míos —contestó el soldado—. Como ha dicho el Anciano, ojalá tengamos ocasión de volver a vernos en mejores circunstancias.

Ambos estrecharon sus manos y se miraron fijamente durante unos segundos antes de separarse, conscientes de que, pese a sus deseos, aquella separación sería quizá para siempre.

—No creo que tengas mucho tiempo. El Anciano dijo que el fuego no duraría demasiado.

El soldado observó las llamas. Parecían cualquier cosa menos próximas a apagarse, pero optó por obedecer tras dirigir una última mirada al horizonte, en dirección a Olkrann.

—¿Dónde estamos? —preguntó Luria, apretando al bebé contra su pecho como si quisiera protegerlo de lo desconocido.

Ninguno de los que la acompañaban respondió, pues solo el Anciano Donan sabía la respuesta. Era un lugar muy distante y muy distinto a aquel del que procedían.