Por la mañana, Nicholas pensó que debía de tratarse de un sueño, a pesar de que recordaba con perfecta nitidez haberse levantado para orinar y que el único sonido del dormitorio, mientras avanzaba de puntillas hacia la puerta, era el de los ronquidos de Francis en el otro extremo de la estancia (sin embargo, los ronquidos de Francis eran una constante en sus sueños, a veces transformados en truenos, otras en rugidos de fieras de pesadilla; incluso el propio Francis reconocía que en alguna ocasión se había despertado a causa de sus propios ronquidos). Al salir del aseo, antes de regresar al dormitorio, decidió asomarse al ventanal situado al fondo del pasillo y fue entonces cuando lo vio.
Fuera, la oscuridad se extendía sobre Londres y el chico tuvo la sensación de que el mundo entero se había parado en espera de que el sol volviera a salir. Abajo, en la calle, la luz de las farolas era tan mortecina que apenas iluminaba, y arriba, un grueso manto de nubes cubría las estrellas y la luna. Hacía frío y su respiración empañó de vaho el cristal. Iba a darse la vuelta cuando le pareció ver algo en uno de los edificios del otro lado de la calle, el edificio que tanto él como su hermano mayor y sus amigos habían contemplado multitud de veces admirando las fantásticas gárgolas que adornaban su fachada. En lo alto había una sombra más oscura que las demás. Aguzó la mirada, pero la negrura era tal que no podía estar seguro de ver lo que creía: daba la impresión de que sobre el tejado había una figura agazapada, quizá de un animal, aunque tal vez no fuese más que la sombra proyectada por algún saliente cercano, o una chimenea cuya silueta quedaba desvirtuada por los claroscuros. Luego, durante unos breves segundos, la luna se zafó de las nubes que la ocultaban y Nicholas vio con mayor claridad aquella silueta, aunque no con la suficiente como para distinguir si era un hombre o un animal. Parecía estar envuelta en una especie de capa o abrigo, pero tampoco eso podría asegurarlo…, e inclinaba la cabeza como si olfateara algún rastro en el aire. Después se alzó, y en ese momento sí parecía un hombre, aunque enseguida las nubes taparon de nuevo la luna y cuando esta volvió a reaparecer, fugazmente, en el tejado ya no había nada.
Nicholas se frotó los ojos, regresó al dormitorio para guarecerse del frío bajo las mantas y, al poco, ya estaba dormido.
Más tarde, durante el desayuno, recordó lo ocurrido, pero la luz del día y el aroma del té y las tostadas recién hechas lo llevaron a pensar que lo más probable era que lo hubiera soñado. No tenía ningún sentido que alguien fuera a subirse al tejado de un edificio en mitad de la noche para olisquear el aire.