Cuando el príncipe Gerhson abandonó el palacio, el rey Krojnar creyó que sus problemas habían terminado, y su equivocación acarreó consecuencias irreparables. Los generales miembros del Consejo le habían recomendado enviarlo a prisión, cosa que no quiso hacer, conformándose con que su hermanastro acatase la orden de destierro. Desconfiados, le solicitaron con fervor que enviase al ejército tras el príncipe antes de que este pudiera organizarse, pero cuando por fin dio su brazo a torcer y accedió a hacerlo, ya fue tarde.
El rastro de Gerhson se había perdido.
Durante un tiempo reinó la calma, aunque en palacio el rey y su Consejo aguardaban nuevos acontecimientos con creciente incertidumbre. Llegaron rumores que situaban al príncipe camino del Gran Sur, allí donde nadie se había aventurado en años, y entonces Krojnar supo que, en efecto, había tomado la decisión equivocada. Estuvo seguro de que tarde o temprano volvería a saber de él y de que, cuando eso sucediera, su hermanastro sería infinitamente más peligroso.
Había intentado mantenerlo bajo control, limar con cariño y buenas palabras las asperezas que los separaban, pues al fin y al cabo ambos eran hijos del mismo padre, pero el otro no lo había consentido. Guiado por su madre, su ambición siempre había sido excesiva. No había aceptado nunca de buen grado que Krojnar fuese el elegido para ocupar el trono: que fuera diez días mayor no le había parecido razón suficiente. Más tarde, aparentemente hecho a la idea de estar en un segundo plano, había intentado convencer a Krojnar de gobernar con más firmeza y con menor piedad hacia sus súbditos, algo a lo que este se había negado.
—Cuando llegue el momento de la firmeza, la aplicaré en su justa medida —había dicho el monarca en más de una ocasión—; pero vivimos en tiempos de paz, así que dejemos que todos la disfruten.
Sin embargo, la paz era irreal. Bajo su superficie llevaba tiempo tejiéndose una conspiración para derrocar al rey. El propio interesado fue el último en verlo. Después los indicios fueron demasiado obvios y decidió levantar la voz y hacerse oír, aunque en ese momento ya resultaba complicado saber en quién podía confiar de verdad. Descubrió que su hermanastro era el principal conspirador y lo castigó con el destierro.
El temor al regreso del príncipe había cobrado forma al llegar informes del ataque a la Fortaleza Sur. Un ejército innumerable y terrible avanzaba desde los confines del mundo conocido para conquistar la capital de Olkrann, y el príncipe Gerhson era quien lo dirigía.
Krojnar mandó órdenes para que su propio ejército, disperso por varios puntos de la geografía de Olkrann, saliera a su encuentro, dejando tan solo dos batallones atrás, encargados de proteger La Ciudadela. Invictas hasta la fecha, las tropas del rey saborearon el gusto amargo de la más brutal de las derrotas. El ejército del príncipe había arrasado cuantas ciudades encontró a su paso, apenas deteniéndose en su avance.
Ahora lo único que separaba a aquellas temibles huestes del triunfo definitivo eran los muros de La Ciudadela. Los dos batallones que se disponían a la defensa no serían suficientes para repeler el ataque, todos lo sabían. Krojnar ni siquiera estaba seguro de quiénes de los que permanecían junto a él lo apoyaban realmente. Aunque hasta el último soldado le había jurado lealtad, el monarca era consciente de que entre ellos se escondían los que durante meses habían estado confabulando en su contra junto a su hermanastro. Sin embargo, llegado este punto, tampoco tal cosa le preocupaba demasiado: sabía, igual que sus hombres, que esa noche la Muerte iba a acudir en su busca y que no existía refugio posible.
Olkrann no tenía salvación.
Por eso, cuando desde el exterior lanzaron una flecha a la que habían atado un trozo de piel de animal con un simple mensaje, «Rendición o muerte», no dudó un segundo en rasgar el pedazo de piel en dos partes y ordenar que lo devolvieran por el mismo sistema con la única respuesta que encajaba con su orgullo: «Muerte».
La flecha se clavó en el suelo delante de las filas enemigas. La vitela fue desenrollada y pasó de mano en mano hasta llegar a las del comandante Vrad, el jinete que se había dirigido antes a los que habían optado por salir de La Ciudadela para mantenerse con vida. Leyó la funesta palabra y puso su caballo al galope en dirección al campamento que habían erigido en la retaguardia.
Sin perder un instante, los generales de Krojnar repartieron órdenes a diestro y siniestro. Todos tenían que estar preparados y alerta.
Antes de que diera comienzo el combate, Krojnar se retiró a sus aposentos. Quería estar solo.
No eran los nervios por la batalla inminente los que lo atenazaban, sino los remordimientos. Él, si no se hubiera dejado guiar por un sentimentalismo absurdo, podría haber evitado lo que estaba a punto de suceder, podría haberle negado a la Muerte el festín para el que se estaba preparando. Siempre había habido una voz, débil y queda, en su conciencia advirtiéndole sobre su hermanastro, pero nunca había querido hacerle caso y ahora se alzaba dentro de su cabeza, rabiosa y atronadora por haber sido ignorada.
Con un gesto automatizado añadió un tronco al fuego de la chimenea y se sentó frente a él. Entre el baile de las llamas fueron mostrándose sus recuerdos de años atrás, cuando, aún siendo unos niños, su hermanastro ya se obstinaba en intentar sobresalir por encima de él, en destacar en todo cuanto hacía, con la vana ilusión de cambiar los designios de su destino. Mientras no naciese ningún nuevo Dragón Blanco, la corona de Olkrann pasaría al primogénito, así lo marcaba la Ley. Solo si este fallecía antes de haber tenido hijos, su hermano podría heredar el trono, pero también esa opción se le había cerrado a Gerhson, pues Krojnar tenía un hijo varón que ya contaba con diecisiete años y que sería el siguiente rey, siempre y cuando no apareciese entre tanto un Dragón Blanco.
A Krojnar y a Gerhson solo les separaban unos días, poco más de una semana. Su padre, el rey Krathern, tenía dos esposas y había engendrado a dos niños prácticamente al mismo tiempo. Ambos serían reconocidos como hijos legítimos, mas solo uno podría ser rey. Gerhson fue el segundo en nacer y desde el primer momento se sintió maltratado por ello. Diez míseros días le privaban del poder.
Un golpe en la puerta le sacó de su ensimismamiento.
—Con su permiso, majestad.
—No es momento para formalidades, general. Adelante.
El general Kalastar era el único amigo íntimo con que Krojnar contaba.
Kalastar abrió la boca para decir algo, pero viendo la expresión atormentada de su rey, se contuvo antes de comenzar a hablar. Al percibirlo, Krojnar le enfrentó con la mirada y luego le preguntó:
—¿Qué rumiáis, general?
—Tal vez deberíamos haber solicitado la ayuda de Wolrhun y Nemeghram.
Wolrhun y Nemeghram eran dos reinos situados al este y nordeste de Olkrann. Desde hacía muchos años las relaciones entre todos ellos eran puramente comerciales.
Krojnar había rechazado pedir esa ayuda cuando habían llegado las primeras noticias de la destrucción de la Fortaleza Sur, y ahora era consciente de que aquella había sido otra más de sus decisiones erróneas. Pero ya era tarde. Además, tampoco tenía la seguridad de que alguno de los reinos vecinos hubiera estado dispuesto a ofrecer la ayuda necesaria. La guerra era entre él y su hermanastro y, por tanto, cabía pensar que el conflicto no tendría por qué traspasar las fronteras, aunque en su interior albergaba muchas dudas de que el príncipe fuera a conformarse con adueñarse de su trono.
—Tal vez estéis en lo cierto, general, pero ahora no nos tenemos más que a nosotros mismos y los muros de piedra que levantaron nuestros antepasados. No recibiremos ninguna otra ayuda.
—¿A qué creéis que aguarda vuestro hermano? Llevan horas sin realizar ningún movimiento.
El rey suspiró.
—La angustia, general. Mi hermano quiere que el sabor de la angustia se nos pegue al paladar.