II

El pequeño grupo contemplaba al recién nacido sin poder creer lo que veían. Los gritos de la madre habían cesado para convertirse en una respiración entrecortada en la que el dolor iba dando paso a una reconfortante sensación de paz. En un principio no comprendió las miradas de las mujeres que la rodeaban. Luego vio lo mismo que todas ellas, el peculiar color de la piel y la sutil mancha en la espalda de su hijo.

—Avisad al Anciano —dijo Siraga. Era una orden, pero sonó más como un ruego.

La primera mujer que consiguió reunir los ánimos necesarios salió de la estancia y recorrió los pasillos del palacio hasta dar con Donan. Un breve intercambio de palabras fue suficiente para que el viejo la acompañase de vuelta a la habitación donde el crío lloraba y la madre, extasiada por el esfuerzo y la alegría, intentaba que los labios entreabiertos de la criatura encontrasen su pecho. El grupo se hizo a un lado para que el Anciano Donan pudiese presenciar la escena. La diminuta marca destacaba en la piel todavía grisácea de la criatura.

—Es un bebé afortunado —murmuró una de las mujeres que había ayudado en el parto.

El Anciano Donan la miró, a punto de responder algo, pero optó al fin por guardar silencio. Para él, aquella marca no era algo tan sencillo como una señal de buenaventura: el niño, si lograba sobrevivir a la noche de pesadilla que se cernía sobre todos ellos, debería permanecer durante toda su infancia en el anonimato para no ser perseguido por quienes codiciaban su peculiar don. Un don que bien podía hacerlo maldito.

La madre alzó los ojos hacia Donan, entre temerosa y suplicante, pero este la ignoró y se dirigió al soldado que guardaba la entrada de la alcoba.

—He de ver ahora mismo al rey.

—¿Al rey? No… No creo que eso sea posible.

—Tendrá que serlo. Llévame hasta él.

—Pero, Anciano…, ¿cómo voy yo a interrumpir…?

—No temas represalias de tus superiores, hoy tienen asuntos más urgentes de los que ocuparse.

El soldado resopló incómodo. Era consciente de que no estaba en su mano contradecir al Anciano, pero hubiera dado cualquier cosa por no estar allí en aquel momento, por que cualquier otro ocupase su lugar.

El rey Krojnar estaba reunido con sus generales para intentar coordinar la línea de acción en las largas horas que tenían ante sí. Las huestes de su hermanastro estaban al otro lado de los muros y más pronto que tarde comenzaría su asedio contra La Ciudadela. La tensión era palpable en todos los rostros, pues aquellos hombres sabían que, probablemente, perderían la vida aquella misma noche.

Donan esperó en la puerta mientras el soldado, algo acobardado por verse obligado a interrumpir tan trascendental reunión, se acercaba al grupo e intercambiaba unas palabras con su inmediato superior. Este miró un instante al Anciano y comprendió que solo un asunto de suma importancia le haría irrumpir de semejante modo, por lo que llamó la atención del monarca, que necesitó unos segundos para levantar la mirada de los planos que habían extendido sobre la mesa. El resto de oficiales presentes siguió la dirección de su mirada y todos observaron al viejo. Al fin, el rey avanzó hasta él.

—Maestro, ¿qué quieres de mí en este momento? —Su impaciencia se traslucía en sus palabras.

—Majestad, me temo que la batalla que se librará esta noche no es lo único que debe preocuparnos ahora mismo. Acaba de suceder algo que, quizá, sea más importante. Mucho más importante.

El monarca abrió la boca para protestar, pero algo en la forma en la que el Anciano le hablaba le hizo moderarse.

—¿De qué estás hablando, si puede saberse?

Donan bajó la voz, en un intento de evitar que el resto de los presentes pudiera escucharle:

—Hace menos de una hora, una de las doncellas de palacio ha dado a luz a un niño. El bebé lleva en su cuerpo la Marca.

El semblante del rey Krojnar, enrojecido hasta ese instante por la tensión contenida, perdió el color. Miró a su interlocutor como si fuera posible que las palabras que este acababa de pronunciar cambiasen de pronto y se transformasen en otras, pero la terrible seriedad del Anciano le hizo comprender que había escuchado bien. Titubeó unos segundos, luego se volvió hacia la chimenea y examinó con suma atención las llamas.

—¿Estás seguro?

—Por completo, majestad. Es un Dragón Blanco.

El silencio se hizo tan intenso que parecía irreal. Durante unos segundos, únicamente lo rompió el crepitar del fuego.

—¡Después de tantos años! Llegué a temer que no naciera nadie más con esa marca. ¿Justo hoy? ¿Por qué nadie lo vaticinó?

—Puede que alguien lo hiciera.

El rey miró de nuevo al que había sido su maestro.

—¿Quién?

—Tal vez su hermanastro, majestad, el príncipe. O los que le acompañan.

Krojnar dejó que la frase calara en su cerebro con todo su significado y asintió en silencio.

—Sí, puede ser —admitió—. Eso explicaría por qué se ha apresurado a lanzar su ataque. Bien, muéstrame a ese niño, Anciano.

Los generales, que no habían escuchado la conversación, vieron perplejos cómo su rey salía al corredor tras la figura solemne de Donan y era seguido por el soldado que había acompañado al Anciano hasta allí.

La madre del niño apretó a su pequeño aún más contra su pecho al ver aparecer al rey. Con su brazo cubrió la Marca. Sabía lo que aquella pequeña mancha en la espalda significaba, pero no pensaba permitir que le arrebatasen a su hijo. Lo que ocurrió a continuación la dejó casi sin habla.

El rey Krojnar se agachó hacia ella, la miró tan solo un instante para luego fijar su mirada en la menuda criatura que todavía no se había decidido entre mamar o continuar con su llanto, y después sonrió. Su mano enorme y áspera recogió la del niño, diminuta, y la acarició con calidez. Miró de nuevo a la madre, cuyos ojos se habían humedecido.

—Permíteme verla.

La mujer obedeció, apartando un poco su brazo.

Durante varios segundos la tensión fue tan intensa que incluso el propio recién nacido pareció notarla y abandonó su llanto por un momento. Igual que unos instantes antes en el Salón del Consejo, solo el crepitar de las antorchas rompía el silencio.

—¿Cómo te llamas?

—Söndra, mi señor.

—¿Quién es el padre? ¿Por qué no está aquí contigo?

Ahora las lágrimas ya no encontraron freno en los ojos de la joven. Las palabras salieron temblorosas de sus labios:

—Era uno de vuestros soldados, majestad. Formaba parte de la patrulla que no regresó la semana pasada.

Krojnar dio una suave palmada en el dorso de la mano de la mujer, luego se incorporó y miró al Anciano.

—¿Qué sugieres?

—Hay que mantenerlo con vida a toda costa. No importa qué más ocurra esta noche, pero el niño ha de sobrevivir.

—Si lo dejamos aquí no puedo asegurar que lo haga. No sé hasta cuándo seremos capaces de repeler el ataque.

Donan inclinó la cabeza con pesadumbre, pues sabía que el monarca tenía razón.

—La solución, majestad…

—Un rey se sacrificará para salvar a otro —asintió Krojnar, interrumpiéndolo. El Anciano alzó la vista y sostuvo la mirada firme del monarca—. ¿Cuánto tiempo necesitas?

—Poco.

El rey se giró hacia las mujeres que habían asistido en el parto y con un leve gesto señaló a la madre.

—¿Está preparada para realizar un largo viaje?

—Ha perdido mucha sangre, majestad. Convendría que descansase. No podrá caminar por sí misma, no al menos hasta mañana.

Krojnar y la madre del niño se miraron el uno al otro.

—Mañana será demasiado tarde. Preparad todo lo necesario para partir en una hora.

No habían transcurrido veinte minutos cuando la gran mayoría de los habitantes de la capital de Olkrann fueron convocados frente al palacio. Muchos, pese a ser civiles, algunos demasiado jóvenes aún y otros ya demasiado ancianos, iban armados para ayudar en la defensa.

El rey Krojnar apareció en una de las terrazas del edificio, secundado por varios de sus generales.

El firmamento estaba repleto de estrellas y soplaba una brisa suave y fresca, como si la naturaleza quisiera deshacer la tensión y el nerviosismo que embargaba el espíritu de los allí congregados.

Los murmullos se mezclaban y ascendían como enredaderas por las paredes que circundaban el patio. Uno de los generales alzó la mano para que se hiciera el silencio y a continuación el rey comenzó a hablar:

—Sabéis que la noche que se avecina será muy larga. Quiero que sepáis que agotaremos todas nuestras fuerzas antes de permitir que los muros de nuestra ciudad sean violados; derramaremos la sangre de nuestro enemigo, pero es seguro que también la nuestra se derramará. El rival nos supera en número… Es… probable que esta batalla no la podamos ganar.

Los hombres y mujeres reunidos frente al edificio se miraron con alarma. Todos habían pensado en las últimas horas de forma similar, pero era muy distinto oírlo de boca del mismísimo rey, de quien debía guiarles a la victoria. Volvieron a escucharse murmullos y esta vez fue Krojnar el que levantó la mano para acallarlos.

—Si os digo esto no es para que creáis que vamos a ofrecer nuestra rendición. Eso no ocurrirá. Ni esta noche ni nunca, mientras uno de nuestros soldados tenga un hálito de vida en el cuerpo. Que la victoria sea más difícil que nunca no significa que vayamos a hincar las rodillas en tierra. Resistiremos y lucharemos mientras sea posible. Muchos de nosotros moriremos hoy, aunque vosotros no estáis obligados a hacerlo. Si permanecéis dentro de los muros, el enemigo no mostrará clemencia alguna… —Sintió en la garganta cómo su voz se quebraba y realizó una pausa para recuperar la firmeza. Cada una de sus palabras le dolía, pues jamás había imaginado tener que lanzar a su pueblo un discurso como aquel. La Ciudadela, capital de Olkrann, siempre había sido el lugar más seguro del reino, pero ya no. Ahora estaba a punto de convertirse en una tumba gigantesca—. En cambio, quien quiera abandonar ahora las murallas de esta ciudad será respetado por mi hermanastro. He acordado con él vuestra salida si estáis dispuestos a aceptar su reinado. Alzad la mano quienes queráis salvar la vida.

Nadie respondió. Muchos preferían resistir antes que humillarse ante el enemigo, y aunque sí había quien deseaba hacerlo si así esquivaba la muerte segura que aguardaba en las próximas horas, ninguno de los presentes quería ser el primero en levantar la mano.

El rey paseó la mirada con orgullo por encima de la muchedumbre que se agolpaba en el patio. Tomó aire y lo fue soltando poco a poco.

—Quiero que al menos una parte de mi pueblo me sobreviva esta noche: no arrastraré a la muerte a nadie innecesariamente. Las familias con niños pequeños abandonarán La Ciudadela, y junto a ellos todo el que piense que no podrá ayudar en la defensa. El resto… ¡preparaos para luchar!

Desde lo alto de una de las torres, un soldado realizó la señal convenida y las tropas del príncipe Gerhson, en el exterior de las murallas, comenzaron con parsimonia a apartarse hacia ambos lados, creando un pequeño pasillo frente al portalón. Luego, este se abrió: primero, solo un resquicio por el que se deslizaron al exterior varios soldados voluntarios cuya misión sería frenar un posible ataque a traición y dar tiempo así a que la puerta volviera a cerrarse; después, de par en par. El ejército del príncipe no se movió, y poco a poco una comitiva de varios cientos de personas fue saliendo del castillo con la cabeza gacha y las miradas atemorizadas y avergonzadas clavadas en el suelo. La componían principalmente mujeres y niños pequeños, junto a un buen número de ancianos que avanzaban renqueantes. En cuanto hubo salido el último de ellos, los soldados se apresuraron hacia el interior y el portalón se cerró con un ruido seco y sombrío.

La escena era observada desde la cumbre de las murallas por los soldados fieles al rey, conscientes de que en aquel grupo de gente, si el príncipe cumplía su palabra, estaban los únicos supervivientes de aquella noche. Todos los que habían decidido permanecer en su puesto se hallaban a unas pocas horas de su encuentro definitivo con la Muerte. Durante varios minutos el mundo entero pareció sumirse en un silencio sepulcral, respetado incluso por el ejército del príncipe; nadie quiso siquiera burlarse de aquella triste comitiva.

Al poco, sin embargo, un jinete se destacó entre la muchedumbre y, situándose en el centro del camino, justo detrás del grupo que cerraba la desolada procesión, se dirigió a ellos a gritos:

—¡Habéis hecho bien en abandonar la ciudad! —Solo unos pocos giraron la cabeza para mirarlo, pero él continuó, seguro de que todos podían escuchar su voz. Llevaba un casco con un penacho negro cuya visera le ocultaba el rostro, y sobre su hombro izquierdo descansaba un pequeño cuervo—. Habéis demostrado vuestras ganas de vivir, y por tanto vuestra vida será respetada bajo la tutela del nuevo rey. Pero también habéis demostrado vuestra cobardía, y eso también se tendrá en cuenta.

Al concluir la frase, de las tropas del príncipe brotaron algunas risas, y el poco ánimo que quedaba en los corazones de aquellas personas desapareció por completo. Siguieron caminando, derrotadas, hasta que unos metros más adelante un niño de no más de nueve o diez años se soltó de la mano de su madre, cogió una piedra tan grande como la palma de su mano y, antes de que nadie pudiera detenerlo, la arrojó con todas sus fuerzas al jinete. El proyectil, no obstante, no alcanzó su objetivo, pues la fuerza del muchacho solo dio para que recorriera unos cuantos metros y cayera al suelo delante del caballo. Las risas burlonas cesaron y se escuchó el amenazador sonido de decenas de espadas siendo desenvainadas, mientras la madre corría a abrazar al niño y protegerlo con su cuerpo. El jinete alzó una mano para que nadie se moviera. El incidente había dibujado en sus labios una cruel sonrisa, aunque nadie podía verla por el casco con que se protegía, que ocultaba sus rasgos. El cuervo extendió las alas un instante, pero no llegó a alzar el vuelo.

—Al menos uno de vosotros todavía tiene la sangre caliente. Llévate a tu hijo, mujer.

Ella obedeció, alzando al niño en brazos y acelerando el paso para alejarse cuanto antes. Ambos, madre e hijo, lloraban de miedo y rabia.

El mismo instante en que la comitiva abandonaba La Ciudadela fue el elegido para que otra más pequeña también lo hiciese, pero esta salió a escondidas, aprovechando la breve tregua. De los que quedaban atrás, solo el rey y sus dos generales más allegados estaban al corriente. Por el momento, Krojnar ni siquiera había considerado oportuno compartir la información con su propio hijo. El secreto era básico para lograr el éxito; cuantas más personas lo supieran, mayores serían las probabilidades de que el enemigo descubriera lo que estaba ocurriendo.

Detrás de una de las chimeneas del Gran Salón se abría uno de los pasadizos secretos que existían en el edificio. Por él se internó el grupo, formado por cuatro soldados, el Anciano Donan, las cuatro mujeres que habían asistido en el parto —dos de las cuales eran nodrizas—, la madre —a quien dos de los soldados portaban en una camilla improvisada con dos largas varas de madera y una tela— y la criatura recién nacida, que, aunque era del todo imposible, de algún modo parecía comprender la gravedad de la situación y se mantenía en silencio. Uno de los soldados iba delante, guiando al grupo y alumbrando el camino con una antorcha, y otro cerraba la triste expedición, portando también una tea encendida.

El pasadizo, tras un par de recodos, se transformaba en unas escaleras empinadas por las que fue necesario poner el máximo cuidado para mantener la camilla horizontal. Conforme descendían, el frío de la roca los iba envolviendo y el silencio se hacía más y más denso. La distancia no era excesiva, pero el trayecto resultó eterno, tal era la ansiedad que los afligía. Sabían que no podían permitirse perder ni un segundo, pues estaba en juego algo mucho más importante que sus propias vidas.

Al poco, un extraño rumor comenzó a hacerse audible.

—Ya estamos llegando —informó el guía, reconociendo el sonido del mar.

Habían descendido por el interior de la montaña en la que estaba enclavada La Ciudadela y se aproximaban a la cara norte, donde la roca parecía cortada a cuchillo, pues desde los muros de la fortaleza se abría un precipicio de casi cien metros de altura cuya base la formaban las aguas del océano. El corredor, tan estrecho hasta entonces que les había obligado a ir en fila de a uno, se ensanchó de pronto en una caverna abovedada y gigantesca donde el rumor se convirtió de repente en un rugido ensordecedor. El centro mismo de la galería era un canal natural por el que el mar lamía la piedra, horadándola. Se hallaban en un lugar que la naturaleza había ido creando durante miles de años.

La orilla en la que ellos se encontraban había sido convertida en una especie de muelle. Había allí una embarcación de dos palos y veinte metros de eslora, preparada y dispuesta para zarpar. La tripulación había entrado en el pasadizo poco antes que ellos. En cuanto los vieron llegar, un par de hombres saltaron desde la cubierta y reemplazaron a los dos soldados que portaban la camilla; otros tantos se encargaron de ayudar a los miembros del grupo a subir a bordo. En unos minutos todo estaba dispuesto para la partida.