Por la noche lo habían oído soplar sin pausa, con violencia, y en cuanto amaneció subieron a la azotea para jugar con aquel viento feroz. Sentían que estaban a punto de despegar del suelo; el viento hinchaba sus ropas y ellos extendían los brazos y reían. Martin, Geoffrey, Nicholas y James se estremecían al notar cómo el vendaval los balanceaba en el borde mismo del murete de la azotea; sobre sus cabezas, un manto impenetrable de nubes azul oscuro ocultaba el cielo y amenazaba con descargar en cualquier momento, y bajo sus pies, muy abajo, se extendía el rectángulo del patio trasero del edificio y, más allá, los barrios de Kensington, Fulham, Hammersmith, y los árboles de Normand Park. Guiados por el mismo impulso, los cuatro se pusieron de puntillas… Sentían que volaban ya, que el viento los arrastraba lejos.
Muy lejos. Tan lejos que quizá nunca podrían volver.