EPÍLOGO

Era 20 de enero, y el tiempo no podía ser bueno, pero durante toda esa semana el frío no había hecho acto de presencia.

Llovía a menudo, casi todas las tardes. A la subinspectora no sólo no le molestaba, sino que, en cuanto caían las primeras gotas, cogía la gabardina, salía de la posada en la que se hospedaba y caminaba por la orilla del mar, disfrutando de las puestas de sol.

Un poco antes del anochecer, el Volkswagen de Horacio Muñoz se confundió con las dunas, desapareció y volvió a ronronear cerca ya de Playa Quemada, la reserva natural situada a cincuenta kilómetros de la capital, en la costa occidental.

Horacio bajó del coche y subió a las dunas. El sol poniente le dio en la cara, pero no le deslumbró. Desde las rocas, junto a las rompientes, Martina le hizo una seña.

Horacio descendió con dificultad por las dunas. Casi se alegró al pisar la franja de arena húmeda donde su zapato ortopédico, al menos, no se enterraba. Atravesó el arenal y se encaramó a la roca plana donde la subinspectora permanecía sentada, la melena flotando al impulso de la brisa. Desde ese observatorio sólo se veía la inmensidad del mar. Una bandada de patos marinos cruzaba el cielo en formación de flecha.

—Me alegro de verla, subinspectora.

Martina iba descalza. Llevaba una sudadera y un pantalón de lino recogido hasta las rodillas.

—Y yo de que haya venido.

Alrededor de las rocas, olas de color magenta estallaban en rodillos de espuma. Cubierto de nubes, el sol se hundía en el mar.

El archivero le notificó:

—En todos estos días, la prensa no ha parado de llamar. Se está convirtiendo usted en una celebridad.

—Ignoro por qué. Supongo que andarán escasos de noticias.

—Eso será. ¿Sabe? He comenzado a tomar notas en unos cuadernos y quería…

—¿Apuntes sobre qué, Horacio?

—Sobre sus casos, subinspectora. Alguien tiene que registrarlos, guardarlos para la posteridad.

Martina le amonestó:

—Usted es un agente, Horacio, no un escritor. En cuanto a la posteridad, todavía no conozco a nadie que haya regresado de ese pretencioso retiro.

Horacio añadió, con sinceridad:

—Quería decirle otra cosa: gracias a su apoyo, he vuelto a sentirme un policía.

—Eso ya me halaga más. ¿Le apetece dar un paseo?

Bajaron del promontorio rocoso y comenzaron a caminar por la playa. Martina sacó un cigarrillo y lo encendió protegiéndolo del viento.

—¿Qué novedades me trae de Bolscan?

—Buenas noticias, subinspectora. Desde que regresó a su puesto, el comisario Satrústegui se ha concentrado en cerrar los flecos del caso. Ha resuelto el motivo de la falsa coartada de Néstor Raisiac y de su ayudante, la arqueóloga Cristina Insausti. Frente a la certeza de que el cuchillo azteca con el que se había cometido el crimen revelaría sus huellas, se dejaron llevar por el temor de ser imputados en un asesinato y urdieron la amañada versión de la que usted ya desconfió… Le comenté al comisario que venía a verla, y me dio recuerdos para usted. Realmente, le ha salvado el pellejo. Por un momento, se lo confieso, pensé que Satrústegui era el criminal. ¿También usted lo llegó a temer?

Martina se agachó para recoger una concha. Era blanca, con un delicado corazón de nácar. La guardó.

—La investigación de un sospechoso debe basarse en las pruebas, Horacio, no en el grado de sospecha. Pero debo reconocer que, ciertamente, concurrían contra Satrústegui serios indicios de culpabilidad. Tenía, para cometer el primer crimen, el de Sonia Barca, un móvil: el despecho, los celos. Y tuvo, asimismo, la oportunidad de llevarlo a cabo. Pero su perfil no se ajustaba al del asesino, a menos que el comisario hubiese estudiado Medicina, sin hacerlo constar en su curriculum, y que, además de ser un notable escalador, calzara, en lugar de un cuarenta y cuatro, tres números menos.

—Como Alfredo Flin.

—Justamente. ¿Sabe si el comisario ha comprobado las cuentas de Gloria Lamasón?

—Satrústegui consiguió una orden judicial —asintió Horacio—, y obtuvo los extractos bancarios. En los últimos meses, Gloria Lamasón se había desprendido de fuertes sumas. En su monto global, esos asientos se aproximaban significativamente a la relación de ingresos, también recientes, consignados en las cuentas de Toni Lagreca y de Alfredo Flin. Este último, además, ingresó varios cheques de puño y letra de la diva. Entre Lagreca y él, la estaban exprimiendo como a un limón.

La subinspectora se detuvo para contemplar cómo el sol, en su estertor, iluminaba el mar con un anaranjado fulgor. Murmuró:

—Fue Toni Lagreca quien comenzó a extorsionarla y quien le contagió el virus letal. Cuando la actriz dio muestras de querer deshacerse de él, Toni introdujo a Flin en su dormitorio. Ni Gloria Lamasón ni su alcahuete podían saber que acababan de invitar a una serpiente a entrar en su nido. Flin era un asesino. La propuesta y ejecución de dos nuevos crímenes iba a ser su principal aportación a la sociedad de la diva.

Sin embargo, añadió Martina, no fue Alfredo Flin quien había leído en los periódicos de Bolscan el caso de aquel vagabundo que, unos pocos años atrás, escaló el Palacio Cavallería y apareció dormido en su interior, sin que nadie pudiera explicarse de qué manera había entrado. Lagreca suministró ese dato a Flin, y le mostró la exposición y las características del Palacio Cavallería. La primera víctima, Sonia Barca, compartió con ellos la fiesta de Nochevieja, en el Stork Club. Mientras brindaban con ella, ambos actores estaban diseñando su ofrenda.

—¿Fueron cómplices desde el primer momento? —preguntó Horacio.

—Sí, aunque no demasiado bien avenidos —matizó Martina—. La amenaza de muerte que recibí por teléfono, y que me advertía de que de mi cuerpo sólo encontrarían la piel, fue pronunciada por la voz de Tiresias, que pude reconocer en la obra, tras compararla con la de la grabación de mi casa. Pero, realmente, fue Alfredo Flin quien grabó ese mensaje. Lo hizo imitando la voz de Tiresias, el timbre de su compañero de reparto, a fin de que, antes o después, atribuyésemos los crímenes a Toni Lagreca.

En su declaración, María Bacamorta había descargado toda la culpabilidad en su compañero sentimental. Según ella, fue Alfredo Flin quien la enroló como actriz en la Compañía Nacional de Teatro, a la que el propio Flin había accedido gracias a su amistad con Lagreca. A lo largo de la última gira, Flin comenzó a acostarse con Gloria Lamasón. A veces, la diva disfrutaba a la vez, en largas noches de orgía, con los cuerpos de ambos actores.

Cuando la admirada actriz supo que padecía una enfermedad incurable, que sus síntomas se desarrollaban a gran velocidad, y que le quedaban pocos meses de vida, recorrió un rosario de hospitales en demanda de un tratamiento eficaz que aún no existía.

—El doctor Marugán ha reunido sus informes clínicos —comentó Horacio—. La señora Lamasón estuvo ingresada en varios centros y probó toda clase de fármacos, incluido el antídoto contra la enfermedad del sueño, la suramina, sin encontrar alivio. Muy al contrario, sus síntomas se agravaban, y su cuerpo siguió acumulando los estigmas de la infección hasta que la debilidad y la desesperación la llevaron a considerar válida cualquier esperanza curativa.

—Incluida la superstición, la magia —agregó Martina—. Incluido el sacrificio.

Horacio consideró:

—En esas condiciones físicas y anímicas, la comisión de un crimen debe de convertirse en un mero trámite.

Martina estuvo de acuerdo.

—El imperativo de la supervivencia lo redujo a una elección circunstancial. Cuando Flin le expuso su macabra idea, la señora Lamasón ni siquiera necesitó mostrarse de acuerdo con él. Le bastaba con adherirse a una nueva fe, por milagrosa o siniestra que pudiera parecer. La piel de una mujer joven, sacrificada en el altar de un pueblo que creía en la regeneración de la sangre, y ante un dios, Xipe Totec, también inmortal en su humana condición, restauraría su espíritu, la mostraría ante el público plena de energía y salud. Su vida artística se prolongaría gracias a la savia y a la belleza de jóvenes doncellas, y quién sabía si esa recuperada dignidad no contribuiría a mejorar su salud, a depurar su sangre. En el papel de Mefistófeles, Flin la sugestionó con la envenenada poción de la eterna juventud, y se ofreció él mismo, como chamán, a ejecutar los ritos. Flin tenía poco que perder, pues había matado con anterioridad, y sabía lo que decía y lo que se proponía hacer.

María Bacamorta había confesado el crimen de su hermana Lucía, a la que Alfredo Flin ahogó en la Laguna Negra cuando su gemela tenía dieciocho años. Una vez asfixiada, Flin sacó del agua a Lucía y la tendió en la orilla, junto al merendero del lago. Con la punta de una navaja trazó unas finas incisiones en la cara y, tirando de su piel, se la levantó como una careta, mientras reía como un demente y amenazaba a María: «¡Esto te pasará si algún día me traicionas!». Después, Flin arrojó el cadáver de Lucía a la laguna y obligó a María a copular con él en los bosques. Mientras la poseía, adhirió la piel del rostro de su hermana a su propia cara y besó y mordió esa carne reunida. Fue una violación, un acto de barbarie y poder.

María aborrecía a su gemela, la odiaba hasta el punto de haber sido cómplice de su muerte. Pero estaba loca por Flin, y aquel acto de profanación hizo que en adelante experimentara frente a él, en forma de obediencia ciega, sectaria, una mezcla de dependencia y terror.

En el curso de los interrogatorios a que fue sometido por la propia Martina de Santo entre el 10 y el 11 de enero, en cuanto se recuperó de la herida de bala que le había rozado, sin llegar a perforarlo, el bíceps derecho, Toni Lagreca confesó que Flin había escalado el muro del palacio con ayuda de unos pies de gato. Penetró en la galería, descendió por una cuerda, atacó a Sonia Barca, la desolló y volvió a trepar hasta la falsa.

Al agarrar la cuerda, se cortó con el cuchillo de obsidiana, y algunas gotas de su sangre, del tipo AB, cayeron al suelo. Flin descendió por la fachada exterior y ofrendó la piel de la víctima a Gloria Lamasón, que le aguardaba en su propio coche, un Dodge azul marino, aparcado en el callejón, con Lagreca en el asiento de atrás. Mientras esperaban en el automóvil, la actriz había destapado el frasco de suramina que llevaba en el bolso para ingerir una cápsula, con tan mal pulso que el bote se le cayó a la alfombrilla. Lagreca abrió la portezuela y le ayudó a recoger las píldoras, pero un par de esas cápsulas fueron a parar a la acera del callejón.

Dos noches después, la diva debutaría en el Teatro Fénix amparada por el exorcismo de la piel de Sonia, que lució sobre su propia epidermis, bajo la túnica de Antígona. Antes de salir a escena, María Bacamorta la ayudó en su camerino a engomar y vestir la piel, a perfumarse, a maquillarse, a peinar la cabellera sin vida.

La autoridad de Flin sobre Gloria aumentaba a medida que la diva, en su locura, creía encontrarse mejor, recuperar fuerzas, estar viviendo una resurrección gracias a la ofrenda que su sumo sacerdote había celebrado en su honor. Cuando la piel de Sonia perdió sus propiedades, empezó a descomponerse, a oler, Flin le aportaría como dádiva el mágico manto de una segunda doncella. También rubia, también muy blanca de piel. Como lo fue Lucía Bacamorta. Y como lo fue, en su olvidada juventud, la propia Gloria Lamasón.

—Flin mató a la segunda bailarina en el Puerto Viejo —añadió Martina, sin dejar de caminar por la playa—. Lo hizo con la piel de Sonia encima. Por eso, el testigo creyó que el asesino era una mujer.

—Tuvo que ser espeluznante —se estremeció el archivero—. No quiero ni imaginarme las escenas, las orgías, todo el horror de este aquelarre satánico.

—Lo único bueno es que ya pasó —dijo Martina—. Fíjese en las gaviotas, en las olas, en cómo las nubes se abren a la puesta de sol. La vida sigue, Horacio. ¿Se quedará a cenar? En mi posada se come aceptablemente.

—Tengo que volver a la ciudad. Le prometí a mi mujer llevarla al teatro. Sabe que fui con usted, y se puso celosa.

Tras el escándalo, las funciones de Antígona se habían cancelado. En señal de duelo por el trágico suicidio de Gloria Lamasón, el Teatro Fénix había permanecido cerrado durante una semana. Pero también la vida continuaba sobre las candilejas.

—¿Qué obra han estrenado? —preguntó Martina.

Horacio sonrió, burlón.

—No se lo va a creer, subinspectora. El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde.

—¡No puede ser!

—Paradoja sobre paradoja, ya ve. Quizá sea la premonición de un nuevo caso.

Esta vez, la magia del destino deslumbró a Martina. Coreada por el agente Muñoz, la detective rompió a reír. El viento amplificó su risa. Las gaviotas, asustadas, volaron a refugiarse en las dunas, cuya arenosa piel, con la puesta de sol, recordaba el perfil de una mujer tendida.