A las ocho y media de la tarde, Buj subió a Homicidios. Limpió el bate, lo dejó donde solía, atravesado en la falleba de la ventana de su despacho, se puso la chaqueta, reunió a sus hombres y les comunicó:
—Ese mamón de guarda jurado ha cantado la Travista. Juan Monzón se cargó a las dos fulanas, con las que había mantenido relaciones, y a las que explotaba en el terreno sexual.
Buj miró a los agentes, uno por uno. Ni siquiera se les oía respirar.
—A la primera, Sonia Barca, la asesinó después de follársela en el Palacio Cavallería, entre los artefactos de tortura. Se la cepilló a gusto, como correspondía a la última vez que iba a hacerlo, y la apuñaló y desolló con el cuchillo ritual, para hacernos creer que se trataba de un crimen satánico. Su novia le había abierto las puertas para que él entrase al recinto, pero Monzón, a fin de confundirnos, dejó las llaves en su uniforme y salió por la puerta del chaflán, cuya cerradura forzó con una palanqueta, cerrándola con el mismo sistema al huir. Durante dos días, Monzón conservó la piel de Sonia en el armario de su habitación, colgada de una percha junto a los vestidos de la chica muerta, hasta que el cuero empezó a oler y lo arrojó a un contenedor, envolviéndolo en una manta.
El Hipopótamo hizo una pausa. Sus agentes le escuchaban casi con fascinación. Salvo Martina de Santo, que parecía muy entretenida jugando con la cadena de la que le colgaba la placa.
Buj tomó aire y remató:
—A su segunda víctima, Camila Ruiz, la mató de la misma manera. Se la ligó en el Stork Club, y se la estuvo tirando desde el pasado martes. Ayer noche, a la salida del cabaret, con la excusa de dar un paseo romántico, Monzón llevó a Camila al puerto y la atacó por sorpresa. La apuñaló varias veces, le arrancó la cabellera y la piel, las metió en una bolsa y huyó de allí. Regresó a Entremos, a las naves en las que ficha como vigilante nocturno, y guardó la bolsa, con los restos humanos y el cuchillo azteca, en su taquilla. A las ocho de la mañana, como todos los días, salió de trabajar, caminó hasta el puerto petrolero, subió a los acantilados del Monte Orgaz, llenó la bolsa de piedras y la arrojó al mar. Quizá podamos encontrarla, si pedimos colaboración a los buzos de la Guardia Civil. ¿Alguna pregunta?
—¿Por qué lo hizo? —cuestionó Martina.
—Se trata de un enfermo. Casanova en versión psicópata.
—¿Qué hay de su cómplice?
El tono de Buj fue de censura.
—No los hubo. Actuó solo.
—¿Y el testigo del puerto? ¿Y el coche que fue visto en los escenarios de los crímenes?
—Tampoco hubo coche, De Santo, y en cuanto a ese testimonio… Todos sabemos que el garrafón provoca delirium tremens.
Los investigadores intercambiaron un coro de moderadas risas. La resolución del caso era una grata noticia. Esa noche podrían descansar, en vez de seguir buscando por toda la ciudad pieles humanas, pentáculos y siervos de Satán. El agente Carrasco se expresó en nombre de todos:
—Buen trabajo, señor. Me ofrezco para transcribir la confesión de Monzón y ultimar el informe pericial.
—Pensaba encargarle esa tarea a De Santo —repuso Buj, mirando a la subinspectora con una expresión entre vengativa y triunfal.
—Lo haría muy a gusto, inspector, pero tengo entradas para el teatro y no me gustaría llegar tarde. Si me disculpan.
En medio del estupor de sus colegas, Martina cogió su gabardina, se enfundó la pistola y abandonó la brigada.
Al doblar el corredor, se tropezó con el inspector Lomas, de Asuntos Internos, que se dirigía hacia el Grupo. La suya, pensó la subinspectora, sería la primera felicitación oficial para Ernesto Buj. Si el gabinete de prensa recibía autorización para ello, los periódicos reflejarían al día siguiente la rápida y brillante solución del caso de las mujeres desolladas. El palmarés del inspector iba a orlarse de gloria. A Martina no le importó.