Horacio dejó a Martina frente a la puerta del Instituto Anatómico y se fue a su casa para dormir unas pocas horas.
La subinspectora entró sola a la sala de autopsias. Estaba pensando en Néstor Raisiac, pero el fuerte olor a formol le recordó dónde se hallaba.
Inclinados sobre unos restos humanos, los dos forenses, Ricardo Marugán y Fermín Polo, trabajaban de espaldas a ella, absortos en el cadáver extendido sobre la mesa quirúrgica, de cuyo perfil, tapado por los médicos, sólo se veían una cabeza desprovista de pelo y los azulados pies, con las uñas pintadas de rojo.
Las batas sanitarias de los forenses, sus mascarillas, los gorros y guantes de látex les conferían un aspecto higiénico. Sin embargo, en cuanto Marugán se giró al oír el batiente de la puerta, Martina vio que tenía el mandil cuajado de sangre. Gotas de sangre salpicaban también los cristales de sus gafas, y la mascarilla del doctor Polo.
La subinspectora se había aleccionado mentalmente para enfrentarse a lo que allí le esperaba, pero cuando estuvo junto al cadáver de Camila Ruiz, con las manos colgándole de los desollados brazos, y con jirones de piel adheridos al pecho, a los muslos, incluso al rostro deformado por un rictus espeluznante, de pánico y desesperación, un arrebato de odio la invadió, inundándola de impotencia e ira.
—Supongo que estará pensando que quien haya hecho esto no merece pertenecer a la especie humana —adivinó Marugán, dejando la sierra en una bandeja, sobre otros instrumentos—. Usted tenía razón, subinspectora. A este asesino de mujeres le fascina su piel.
—Esta vez la extirpó con menos cariño —observó Martina.
La subinspectora no se había dirigido a ninguno de los médicos en particular. Su primera pregunta iba a ser para el doctor Polo:
—¿Era éste, exactamente, el aspecto que presentaba el cuerpo cuando llegó usted al lugar del suceso?
—La hemos adecentado un poco —admitió el forense auxiliar. El doctor Polo era mucho más joven que Marugán y, aunque tenía una alta opinión de sí mismo, bastante más inexperto—. Pero sí, más o menos éste era su aspecto. La mujer apareció sobre una colchoneta vieja, completamente desnuda, parcialmente desollada y rodeada de un charco de sangre.
—¿A qué hora falleció?
—Entre la una y las dos de la madrugada.
—¿Hallaron en el escenario otros restos de sangre, huellas, algún indicio que pueda llevarnos hasta el agresor?
—Tomé muestras —aseguró Polo—, pero están sin analizar. En cuanto a las huellas… Había basura por todas partes, ropa usada, botellas rotas, cartonajes… Comprobé la data de la muerte, señalé la serie de fotografías forenses que íbamos a necesitar y aconsejé al juez trasladar el cadáver al Instituto, a fin de poder estudiarlo en condiciones.
—¿Lo han hecho ya?
—Estamos en ello.
La subinspectora le dedicó una sonrisa helada.
—¿Cree que acabarán antes de que aparezca una tercera víctima?
El doctor Polo no acertó a responder. Martina lo agobió:
—¿Tampoco han encontrado cabellos, fibras, algo sobre lo que podamos trabajar?
—Por ahora, no —repuso Marugán, asumiendo su jerarquía en defensa de su subalterno—. No somos máquinas, subinspectora. Tendrá que concedernos algún tiempo más para avanzar en la autopsia.
—No dispongo de tiempo. ¿Querrían adelantarme sus primeras conclusiones?
Marugán se resistió.
—Preferiría hacerlo mañana, cuando disponga de la analítica.
—Le repito que no tenemos tiempo. Ni manera de saber dónde o en qué momento el asesino volverá a matar. Debemos actuar de inmediato. La mínima pista puede resultar decisiva.
Marugán se quitó las gafas y las limpió con una punta de la bata.
—De acuerdo, subinspectora. Le anticiparé lo esencial.
—Las víctimas a las que podamos evitar esa condición se lo agradecerán.
Para no seguir soportando la mirada implacable de aquella mujer policía, Marugán erró la suya hacia la bandeja de pasteles que reposaba sobre un escritorio. Eligió de antemano el que se comería más tarde y engoló la voz, como si el dulce ya le aterciopelara el paladar:
—Le diré que, como sucedió en el caso del asesinato anterior, el perpetrado contra la mujer llamada Sonia Barca, el homicida apuñaló en el corazón, con enorme fuerza, a esta otra mujer, Camila Ruiz. Pero no lo hizo una sola vez, sino en tres ocasiones. Las dos primeras, por debajo de la parrilla intercostal, interesando órganos vitales. La tercera y última puñalada, la más poderosa, fue dirigida al corazón.
—¿La víctima estaba atada?
—No hay abrasiones causadas por ligaduras.
—Se revolvió contra su agresor —presumió Martina—, y necesitó apuntillarla.
—Es posible. La víctima tiene varias uñas rotas, pero no hay restos de tejidos. Probablemente, se las quebraría contra el cemento del muelle, al ser arrastrada por el suelo o al pretender incorporarse bajo los golpes. Porque fue golpeada con un objeto contundente, una barra, un bastón.
—Vamos avanzando —resumió Martina, con una leve, aunque ácida ironía—. El agresor no logró inmovilizarla, y la arrinconó entre los contenedores hasta acuchillarla. ¿Qué pasó entonces, doctor?
Marugán se crispó. En su oficio estaba vetada toda especulación o hipótesis carente de prueba, pero aquella detective de Homicidios sabía generar presión. Esa tensión hizo aflorar a sus sienes un perlado sudor. El forense se quitó los guantes y se pasó un pañuelo por la calva cabeza.
—La película de los hechos le corresponde visionaria a usted, subinspectora. Le ruego que no nos fuerce a fantasear. Sí, en cambio, puedo decirle que, a diferencia de lo que hiciera el criminal en el caso anterior, esta vez no aguardó a que el desangramiento hubiese vaciado los vasos sanguíneos, a que la exanguinación fuese completa. En esta oportunidad, se arrojó sobre el cuerpo, todavía palpitante, y le practicó varios cortes para desollarlo en el acto.
—¿Llevó a cabo los mismos cortes que en la ocasión precedente?
—En total, realizó cuatro incisiones. Una, en torno a la garganta; otra, en el abdomen, y dos más en el perímetro de los muslos.
—Debió de provocar una auténtica carnicería.
—De eso puede estar segura —intervino Fermín Polo—. Una fiera hambrienta no habría hecho más destrozos.
La subinspectora dedujo:
—El criminal tenía prisa. El Puerto Viejo es un lugar poco frecuentado de noche, pero hay viviendas cerca y no era imposible que pudieran sorprenderle.
Los forenses permanecieron en silencio. Martina extrajo otra consecuencia:
—El asesino carece de un lugar seguro donde trasladar a las mujeres que ha elegido como víctimas. Eso nos indica que, habitualmente, no reside en la ciudad.
—Ya está especulando usted —dijo Marugán.
—Lo hago para compensar su falta de imaginación —replicó ella.
El forense titular encajó mal el golpe, pero la mirada de Martina era tan honesta que Ricardo Marugán se preguntó si la subinspectora no llevaría razón. Reaccionó con cierta generosidad:
—Puede añadir, subinspectora, que el agresor se encontraba bajo una fuerte excitación nerviosa.
—¿En qué basa esa afirmación?
—En que, además de ensañarse de forma innecesaria con la mujer malherida, manifestó impericia y precipitación a la hora de desollarla. Estiró la piel con brusquedad, desgarrándola en algunas zonas. Incluso la cabellera fue arrancada con una violencia rayana en la histeria. Al rasgar el cuero cabelludo, algunos mechones de cabello quedaron en su lugar. Están ensangrentados, encostrados, pero apostaría a que son…
Martina puso el adjetivo por él:
—Rubios. Camila Ruiz era rubia.
—¿La conocía? —se interesó Marugán.
—Hablé con ella la noche anterior a su muerte. Un antiguo novio suyo la acosaba. Ella le tenía miedo.
—Pelo rubio, cierto —adujo el forense—. Liso y espeso como el de la primera víctima. También la piel de esta mujer era muy similar a la de Sonia Barca. En ambos casos, poseían una epidermis del tipo caucásico, aterciopelada y fina, casi sin vello, apenas una sedosa sombra.
La subinspectora rodeó la mesa quirúrgica. Los restos de la bailarina parecían haber sido pasto de una manada de lobos.
—¿Por qué no le desolló las manos, doctor?
El forense explicó:
—Es evidente que, a diferencia también de la pauta seguida en el primer crimen, el autor dejó de practicar las incisiones finales que habrían resultado imprescindibles para desollar las extremidades superiores. Arrancó la piel de los brazos y luego seccionó por las muñecas. Lo hizo con excesiva profundidad, serrando, realmente, más que cortando, los músculos y tendones, hasta hacer impactar el cuchillo con el cúbito y el radio, en cuya superficie el filo de la navaja dejó muescas. Tal vez en el tejido óseo se haya desprendido alguna esquirla del arma; luego lo comprobaré. En cualquier caso, el agresor debió de comprender que, en ese estado, las manos iban a resultarle inservibles, y las dejó.
—¿Inservibles para qué, doctor?
—Ya me formuló esa pregunta en la autopsia de Sonia Barca, y no se la respondí.
—¿Tampoco ahora puede responderla?
—No.
Con aire de decepción, Martina se apartó del cadáver, sacó su libreta y tomó notas durante dos o tres minutos. A modo de conclusión, cuestionó:
—¿Está sugiriendo, doctor, que la pauta es distinta, que no fue el mismo hombre quien cometió los dos crímenes? ¿En una palabra, que nos enfrentamos a la acción conjunta de dos o más asesinos?
—No lo sé, subinspectora, pero las divergencias de método en la mecánica criminal son claras a simple vista. Puedo garantizarle, casi con absoluta certeza, que el arma empleada fue la misma en las dos ocasiones: un cuchillo de unos veinte centímetros, de hoja ancha y mellada. De obsidiana o pedernal, tal vez, como usted apuntaba, pero sin que por ahora, ya le digo, pues en ninguno de los dos cadáveres han aparecido fragmentos, pueda descartarse otra clase de hoja.
Martina se acercó a Marugán, hasta situarse a escasos centímetros de él. Eran de parecida estatura, y sus ojos quedaron en línea. La extrema palidez de la mujer policía impresionó al médico. En el semblante de Martina no se movía un músculo. Su mirada gris, animada por un resplandor que le confería una angustiosa intensidad, reflejaba dolor y, al mismo tiempo, una clarividente lucidez.
Dio la impresión de que la subinspectora iba a decirle algo, a formularle una última pregunta, pero Martina volvió a aproximarse al cadáver de la stripper. En el silencio de la sala de autopsias, la subinspectora tomó entre las suyas una de sus desgarradas manos. La sostuvo, alzándola unos centímetros, y después la oprimió con suavidad, hasta transferirle una pequeña parte de su propio calor. Martina respiró profundamente, cerró los ojos y se concentró hasta el extremo de dejar de oír otro ruido que el latido de su propio corazón. Sin despegar los párpados, miró en el corazón de la blanca oscuridad que invadía su mente.
Vio a Camila, a la salida de su actuación en el Stork Club, subir a un automóvil grande y oscuro, en cuyo asiento delantero viajaba una mujer con gafas negras. Vio al conductor sin rostro dirigiéndose al Puerto Viejo, y oyó su voz impostada al reír, mientras la mujer de las gafas de sol callaba y temblaba. Vio al asesino empujando a Camila hasta los contenedores, entre la niebla del muelle. Oyó golpes, gritos. Pudo ver el cuchillo de obsidiana alzándose contra la luz de la farola del malecón, y vio la sangre, también negra, espesa, brotando del corazón mortalmente herido de la víctima. Vio las manos del criminal despojando al cuerpo de su manto de humanidad, y lo vio huir hacia la misma luz que ahora estallaba en su cerebro, a fogonazos.
Martina volvió en sí. Una sensación de angustia la había dejado sin fuerzas. Abrió los ojos y se tambaleó.