Eran las diez de la noche, y seguía nevando, cuando Martina de Santo localizaba las luces de su alojamiento y ocupaba su habitación abuhardillada en el Hotel El Corzo. Había papel pintado en las paredes y, sobre la cama, un grabado de un faisán.
La subinspectora tomó dos aspirinas a palo seco, se desnudó, se tumbó y permaneció quince minutos debajo del cobertor, con los ojos cerrados, intentando relajarse y entrar en calor. Luego abrió la ducha y la dejó correr mientras llamaba por teléfono a Horacio Muñoz. El archivero le puso al corriente de los sucesos de la tarde:
—Aquí todo está revuelto, subinspectora. El inspector Buj ha aprovechado la ausencia del comisario para dar un golpe de escalafón. Tendría que verlo, pavoneándose por los pasillos de Jefatura y vociferando a todo el mundo.
—¿Dónde está Satrústegui?
—Teóricamente, desaparecido. Los periodistas no cesan de preguntar por él. Lo he controlado durante todo el día, como usted me indicó.
—¿Se vio con alguien?
—Por la mañana, permaneció encerrado en su casa. A eso de las cuatro, el comisario salió para comprar tabaco y pasear. Fue caminando hasta el Puerto Viejo y estuvo mucho rato fumando en el malecón y mirando los barcos de la bahía con las manos metidas en los bolsillos. No hizo nada de particular, ni habló con nadie. Regresó a su domicilio, y yo me vine para el archivo. ¿Qué me cuenta usted? ¿Ha descubierto algo en ese pueblo?
—Hablaremos mañana, Horacio.
—¿A qué hora regresará de Los Oscuros?
—No lo sé. Mi coche se despeñó por una barranca. Tendré que dejarlo aquí y volver como pueda.
—¿Ha sufrido un accidente?
—No se preocupe por mí, ya sabe que soy dura de pelar. Sólo tengo una contusión en la rodilla. Le veré en cuanto llegue a Bolscan. Creo que hay un tren a las ocho. Ignoro lo que tardará.
—Consultaré los horarios e iré a buscarla a la estación.
—Hará usted algo mejor, Horacio. Vaya a ver al doctor Marugán, en el Anatómico, y pídale de mi parte la autopsia de una chica de Los Oscuros llamada Lucía Bacamorta. Oficialmente, se ahogó en la Laguna Negra a los dieciocho años, hace dos.
—Descuide.
—Gracias, Horacio. Si en el curso de la noche ocurriese algo grave, llámeme a este número.
La subinspectora le facilitó el teléfono del hotel y se metió en la ducha. Se enjabonó y estuvo largo rato bajo el agua, con las manos apoyadas contra las baldosas pegadas con rastros de silicona que la espátula no había acertado a repelar.
Apenas tuvo fuerzas para secarse. Envuelta con el juego de toallas, se metió en la cama y se quedó dormida.
Soñó con una anciana que hacía punto de cruz, y que perseguía a sus hijas hasta clavarles las agujas en el cuello y deleitarse con la sangre que manaba de sus jóvenes cuerpos. Se despertó varias veces, pero no fue consciente de ello.
A las cinco de la mañana, repicó el teléfono de su habitación. Martina despertó con la sensación de no saber dónde estaba. Encendió la luz y cogió el auricular. La voz de Horacio volvió a sonar, como si no hubieran dejado de hablarse.
—Siento despertarla con una mala noticia, subinspectora. Los de Seguridad Ciudadana han encontrado a otra mujer muerta. Acabo de enterarme.
Martina ahogó una exclamación.
—¿Asesinada?
—Sí.
—¿Dónde?
—En el Puerto Viejo.
—¿Cerca del lugar donde en la tarde de ayer vio usted al comisario Satrústegui?
—Allí mismo, junto a la fábrica conservera.
«Y junto al loft de Raisiac», pensó la subinspectora.
—¿La han identificado?
—Sí. Se llamaba Camila Ruiz.
Martina apretó el teléfono contra la mejilla y sepultó la mandíbula en el esternón. Sabía lo que Horacio iba a responder, pero preguntó:
—¿Cómo la mataron?
La voz del archivero sonó increíblemente cercana, como si estuviera a su lado.
—De una cuchillada en el corazón. Después, le arrancaron la piel, desde el cuero cabelludo hasta el monte de Venus.