A pesar de que la rodilla le dolía cada vez más, Martina caminó aprisa detrás de él, agachando la cabeza para protegerse de la nieve. No cambiaron palabra hasta llegar a la casa de los Bacamorta. La subinspectora tenía tanto frío que, al entrar en el humilde comedor y ver una chimenea encendida, estuvo a punto de emitir un grito de júbilo.
Martina se acercó al fuego. Jonás arrojó un leño y avivó las llamas con un atizador.
—Retírese, no vaya a quemarse.
Una anciana estaba sentada junto al hogar, haciendo calceta, pero no dio la menor señal de haber percibido a la visita. Continuó concentrada en su punto de cruz, moviendo apenas los labios, como si rezara.
—Está sorda y casi ciega —dijo Jonás—, pero se empeña en seguir cosiendo para la chica. ¡Abuela!
La mujeruca se levantó, como si la hubieran reprendido, y desapareció hacia la cocina, mal iluminada por una bombilla de cuarenta vatios que dejaba en penumbra el fogón.
Jonás se acercó a la subinspectora con el atizador en la mano.
—Lo que dijo en el bar no estuvo bien.
—De algún modo tenía que llamar su atención. Cálmese, Jonás —agregó Martina, acercando las manos al fuego—. Y suelte ese atizador.
—Todavía no ha demostrado ser quien dice.
La subinspectora le mostró la placa.
—Su hermana María también es muy desconfiada.
—Será cosa de familia. ¿De qué conoce a mi hermana?
—La saludé hace unas noches, en su camerino del Teatro Fénix. ¿Acudió usted al estreno de la obra?
—No.
—Sin embargo, sus padres sí que asistieron. Tengo entendido que están en Bolscan, y que se alojan en el mismo hotel que María. Pensé que a lo mejor regresaban hoy a Los Oscuros para asistir al entierro de Sonia Barca.
—Está claro que no lo han hecho. Tampoco he ido yo.
Martina se agachó hacia el hogar, cogió una ramita y encendió un cigarrillo con la llama.
—¿Ha visto actuar a su hermana María alguna vez?
—Una sola, en el Instituto, hace años. No me gustó.
—¿Por qué no?
—Hacía un papel de puta, o algo así. Ese profesor, Flin, las obligaba a maquillarse y vestirse como fulanas. Hasta hablaban como fulanas, con sus boquitas pintadas. A mí todo aquello me daba asco.
Martina asintió, como si compartiera su desdén hacia el arte. La subinspectora fumó pensativamente, hasta que se decidió a levantar sus cartas:
—Antes le aseguré, Jonás, que debía comunicarle algo importante. Tengo razones para creer que su hermana Lucía no sufrió un accidente.
El tuerto se mantuvo callado. Se había sentado enfrente de la subinspectora, y seguía enredando con el atizador.
Martina argumentó:
—Sonia Barca, compañera de Instituto de sus dos hermanas, resultó asesinada en la noche del pasado lunes, en Bolscan. Estamos investigando ese crimen. A Sonia la mataron de una forma horrenda, y le arrancaron la piel. He podido saber, por el médico de este pueblo, el doctor Moros, que Lucía apareció aguas abajo del lago, después de tres días de búsqueda, y que a su rostro le faltaba parte de la epidermis. No es ésta la única coincidencia entre las muertes de Sonia y de Lucía. Un mismo hombre, Alfredo Flin, el profesor de teatro, a quien usted acaba de mencionar, se encontraba cerca de ellas cuando las dos dejaron de existir.
El tuerto replicó:
—También mi otra hermana estaba con él cuando Lucía murió. María y Flin buscaron a Lucía por todo el lago, y bajaron al pueblo a pedir ayuda.
—He oído esa versión —dijo Martina—. Para comprobarla, acabo de estar en la Laguna Negra. Desde la orilla, se domina con nitidez la superficie del lago. Se me hace difícil creer que Lucía se ahogase de pronto, que desapareciera bajo las aguas sin emitir un solo grito.
—Pudo sufrir un corte de digestión.
—Eso no explicaría la mutilación de su epidermis facial.
—Los peces debieron de cebarse con sus restos.
—El cuerpo de un ahogado suele descender hasta el fondo —argüyó Martina—, para quedar en posición de puente, con las puntas de los pies apoyadas en el lecho y el rostro semienterrado en el fango. Se me hace muy extraño que a los peces sólo les llamase la atención la piel de su cara, por otra parte incrustada en el lodo.
—La corriente la arrastraría, la golpearía contra las rocas.
—Es posible —murmuró la subinspectora—. ¿Tiene alguna fotografía suya?
—¿De Lucía?
—De las gemelas.
—Aguarde un momento.
Jonás desapareció en el interior de la vivienda. Desde una de las alcobas se oyó ruido de cajas. El tuerto reapareció con un cofre de latón, sosteniéndolo en las manos como una urna.
—Tenga.
Las fotografías estaban sin clasificar. Las antiguas, en blanco y negro, se mezclaban con las más actuales. La humedad y la deficiente impresión habían desvaído los colores. Curiosamente, las hermanas Bacamorta no aparecían juntas en ninguna de las imágenes.
—¿Por qué no hay fotos de las dos? —preguntó la subinspectora.
—Eran independientes una de otra. En eso, no parecían gemelas. En el físico, sí.
—Supongo que incluso a usted le resultaría difícil distinguirlas.
—Lucía era un poco más delgada.
En una de las fotos, María posaba en el salón de actos del Instituto, ante el telón de boca. Enlutada y con los rubios cabellos recogidos en un moño pasado de moda, parecía a punto de actuar en una tragedia de García Lorca. En otra de las instantáneas, Lucía figuraba junto a Flin. El profesor de arte dramático la abrazaba por la cintura.
—¿María y Lucía no se llevaban bien?
—Reñían más de la cuenta.
—¿Alguna vez discutieron por un mismo chico?
—Se mostraban muy reservadas con las cosas de novios. Nunca supimos casi nada.
—Sabrá que el profesor y María están juntos.
—Eso creo —gruñó el tuerto.
—¿No le agrada la perspectiva de convertirse en cuñado de Alfredo Flin?
—Nunca me fié de él ni me gustó ese presumido —se despachó Jonás—. María lo sabe.
La subinspectora asintió con la cabeza, dándole en apariencia la razón.
—¿Cómo era la relación de su hermana Lucía con Flin?
—Lo ignoro.
—¿Hubo alguna historia entre ellos?
Jonás agrió el gesto.
—Mi hermana está muerta. No sé a qué viene ofender su memoria.
Martina se armó de paciencia.
—Como le he dicho, intento establecer una conexión entre las muertes de Sonia Barca y de su hermana Lucía. Pero ya veo que usted no desea ayudarme. Sería importante que lo hiciera, créame.
—Si hubiera sabido que quería hablarme de estas cosas, no le habría permitido entrar en mi casa.
La subinspectora se levantó y recogió su gabardina.
—No le molestaré más. ¿Puedo quedarme algunas fotos? Se las devolveré a su hermana María, en Bolscan.
—Haga lo que quiera, pero márchese. Y no vuelva por aquí, o la denunciaré por abuso de autoridad, o por la primera cosa que se me ocurra.