Martina se vistió con un traje negro de chaqueta, cogió su gabardina, su pistola, y se dirigió a Jefatura. Eran las nueve de la mañana.
En el Grupo de Homicidios, alguien había dejado sobre su mesa, abierto, un ejemplar del Diario de Bolscan.
Junto a la crónica de la estancia del ministro del Interior, se destacaba la dimisión del comisario Satrústegui, encubierta, afirmaba el periódico, por la solicitud de una baja temporal amparada en motivos personales.
En una de las fotos, Satrústegui aparecía en la fiesta del teatro, con un whisky en la mano, junto a la propia Martina de Santo. Alguien había dibujado un corazón, una cómica viñeta que los englobaba a los dos. Bajo la foto de ambos, en un recuadro, José Gabarre Duval, el redactor jefe del Diario, firmaba un billete de opinión exigiendo el esclarecimiento del crimen del Palacio Cavallería y la depuración de posibles responsabilidades. El medio editorializaba reclamando transparencia policial en aquellos casos de asesinato que, como el de la mujer desollada, sembraban una justificada alarma entre la población.
El inspector Buj cruzó frente a la mesa de Martina y se encerró en su despacho. Como si celebrase algo, se había peinado con agua, hacia atrás, y afeitado cuidadosamente, pero no por eso el habitual rictus de ferocidad había desaparecido de su cara.
La subinspectora tocó a su oficina.
—Entre.
—Buenos días, inspector.
—Lo serán para usted. ¿Ha leído la prensa?
—Alguien tuvo la amabilidad de dejar el periódico sobre mi mesa.
—Así están las cosas. Mal para nosotros, peor para el comisario. El jefe superior me está metiendo toda la presión del mundo. Asuntos Internos va a tomar cartas en el asunto. Y cuando esos buitres planean sobre el paisaje…
—Precisamente quería verle porque me propongo cambiar de aires.
El Hipopótamo la contempló con arrobo.
—¿Usted también necesita unas vacaciones, por motivos personales?
—Quiero desplazarme a Los Oscuros, en la cordillera de La Clamor.
—¿Qué se le ha perdido por allí?
—Se celebra el entierro de Sonia Barca, y hay algunos aspectos del caso que exigen una investigación sobre el terreno.
—No se me ocurre una manera mejor de perder el tiempo, pero usted verá.
Martina le advirtió:
—El comisario me ha encomendado que le dé cuenta de todos mis pasos. Si prefiere ignorar el resultado de mis pesquisas e interrogatorios, será usted quien responda ante el jefe superior.
—¿Qué pesquisas? ¿Es que me va a describir al asesino?
—¿Quiere un perfil?
—Esas zarandajas de los perfiles criminales son para los psiquiatras, y para que usted le coma la oreja al comisario. Para mí, un perfil es sólo un lugar apto para soltar una buena hostia. —Buj consultó su reloj—. Le doy cinco minutos, De Santo. Ni uno más, y estoy siendo generoso.
Martina se abrió la chaqueta y apoyó las manos en las caderas. La culata de su pistola relució con un brillo metálico.
—Con uno me sobrará. Creo que a Sonia Barca la mataron dos cómplices, un hombre y una mujer. El hombre escaló el Palacio Cavallería por su fachada posterior, se deslizó en el interior de la nave y apuñaló a la vigilante sobre el altar de la sala azteca. Le arrancó la piel y huyó con el trofeo por el muro exterior.
—¡Qué imaginación tiene usted, subinspectora! ¿Por qué no se dedica a escribir novelas policíacas?
—Porque quizá no me atrevería a contar que en la policía española hay gente como usted.
La mano de Buj se alzó en un gesto amenazador.
—No le consiento… ¡Lárguese!
Martina se volvió hacia la puerta, y casi arrancó el pomo del tirón. Sin embargo, volvió a cerrarla por dentro, se apoyó contra el cristal y miró fijamente al inspector. Sus ojos irradiaban un fuego frío. Encendió un cigarrillo y dijo:
—El asesino del Palacio Cavallería es diestro, vigoroso y ágil, y calza un cuarenta y uno de pie. Posee conocimientos médicos, practica alpinismo y es aficionado a las civilizaciones antiguas. Su sangre pertenece al tipo AB. Por su parte, la mujer que actuó como cómplice le esperaba en el callejón, sentada en el interior de un automóvil, una berlina negra o azul marino, aparcada sobre la acera. Esa mujer usa gafas oscuras, aunque sea de noche.
La risa del inspector arrancó en sordina. Encendió a su vez un Bisonte y rompió a toser.
—Es el cuento más fantástico que he oído jamás.
—Me quedan treinta segundos. ¿Quiere que siga?
—Por favor. No me lo perdería por nada del mundo.
—Cuatro hombres —prosiguió la subinspectora, impávida— mantuvieron algún tipo de relación con Sonia Barca en un corto período anterior a su muerte. Juan Monzón, el individuo que vivía con ella, su novio, poseía un machete de filo mellado, que apareció en el registro de su casa. El machete estaba limpio. Por los cortes aplicados al cuerpo de la víctima no es imposible que ese machete se utilizase en el crimen, pero el doctor Marugán parece inclinarse a creer que en el desollamiento fue utilizado el cuchillo de obsidiana que faltaba en la exposición. Monzón carece de coartada. Estuvo en el museo a la hora del crimen, pero jura que Sonia no le abrió la puerta. Dejando al margen la posibilidad de que Monzón haya mentido, Sonia sólo pudo rehusar hacerlo por una razón: porque ya estaba muerta. Hemos sometido al sospechoso a una prueba hematológica. La sangre de Monzón pertenece al tipo A, la misma que la víctima, pero distinta a otros restos de sangre del tipo AB que también encontramos en el piso del palacio.
—Usted y sus tácticas invasivas —protestó Buj—. Siempre me hace lo mismo. Primero especula, luego reparte cartas y al final, sin chistera ni nada… ¡Zas, se saca el conejo!
—Es usted un maleducado, inspector.
—Algún día le hablaré de mi instrucción, De Santo.
Yo no tuve la suerte de nacer en la mansión de un papá diplomático. Tal vez no sea muy educado, pero sí justo. Voy a mantener sus cinco minutos. Sospechoso número dos.
Martina aspiró una calada y le echó el humo a la cara. La tensión entre ambos podía cortarse.
—Alfredo Flin, un actor de la Compañía Nacional de Teatro. Fue profesor de Sonia Barca en el Instituto de Los Oscuros, y desde entonces se mantuvo en contacto con ella. Pasó con Sonia la noche anterior a su muerte, en el Hotel Palma del Mar.
—Alfredo Flin, el penúltimo amante —resumió Buj—. Conozcamos al tercer hombre de la chistera.
—Néstor Raisiac, catedrático de Historia Antigua y comisario de la exposición sobre Historia de la Tortura. Sus gestiones fueron decisivas para itinerar las piezas de la muestra. Entre ellas, los cuatro cuchillos de obsidiana que él mismo desenterró en unas excavaciones del área maya. De algún modo, esos cuchillos, incluido el que pudo usarse en el desollamiento, le pertenecían. Raisiac coincidió con Sonia durante el montaje de la exposición, y mintió cuando le pregunté dónde estuvo y qué hizo en la noche del lunes. No es que carezca de coartada, sino que se ha fabricado una. Nadie como él conocía la escena del crimen.
—Néstor Raisiac —repitió Buj—. Ya sólo nos falta el cuarto conejo.
Martina tuvo que tomar aliento, pero no para ahogar la ira que le causaban las impertinencias del inspector, sino para actualizar el código ético de su profesión y denunciar al hombre a quien debía lo que era:
—Conrado Satrústegui.
Todos los sentidos de Ernesto Buj entraron en alerta. La voz de Martina se atenuó:
—El comisario mantuvo una relación erótica con Sonia Barca, quien, posteriormente, le abandonaría. Estaba despechado; desesperado, quizá. No tiene coartada para la noche del crimen.
Buj se quedó pasmado.
—¡De modo que es cierto!
—Depende de lo que usted esté pensando.
—El divorcio lo desequilibró. ¡Se lió con una zorra, se dejó putear y la mandó al otro barrio!
Unos cuantos agentes charlaban en la sección. Aunque la puerta de Buj estaba cerrada, la conversación podía filtrarse al Grupo. Sin embargo, el Hipopótamo siguió alzando el tono:
—¿Entonces, es verdad lo que decía el periódico? ¿Qué cree usted?
—Lo que yo crea no tiene demasiada importancia. Son los hechos los que deben trascender. Espero que ninguno de ellos escape a nuestra percepción, como ha debido escapar, hasta mi mesa, y cómicamente ilustrado, el ejemplar del Diario de Bolscan que habitualmente sólo recibe usted. Se lo digo porque debemos guardar discreción.
De pronto, le pareció que Buj la contemplaba con respeto. La sensación fue tan extraña que Martina se destempló. Llevaba un estuche de aspirinas en el bolsillo. Arrancó una y se la puso en la lengua.
—Seré discreto, subinspectora. Repítame adonde va, por si necesita cobertura policial.
—A Los Oscuros, río Aguas tuertas arriba.
Asintiendo, Buj le pegó una calada al Bisonte, pero la tos le hizo retemblar el pecho. Apagó el cigarrillo, asqueado.
—Conozco la zona. Mis suegros tenían una casita por allí. Hay mucha fauna. En una ocasión, maté un jabalí con mi Astra del calibre 38. Mi suegra lo condimentó; no dejamos ni el rabo. ¿A qué hora es el entierro de esa chica?
—A la una, creo. Debo hablar con la familia. Estaré de vuelta al anochecer.
—¿Seguro que no quiere que la acompañe otro agente?
—Prefiero ir sola, si no le importa.
—Cuídese.
Martina fingió gratitud.
—Está más favorecido con el pelo mojado. ¿Celebra algo, inspector?
—He prometido llevar a mis nietos a la cabalgata de Reyes. Pensé que presumirían de abuelo si me ven arreglado.
—No sabía que tuviera nietos.
—Cinco. Son un encanto. Para ellos, soy el abuelo Nesto, el del revólver y la mala leche.
Martina esbozó una sonrisa solidaria con los nietos de Buj. Salió del despacho del inspector, arrojó el periódico a la papelera y se encaró con sus compañeros, que la miraban como si fueran a dispensarle una fiesta sorpresa.
—¿Qué les ocurre a todos ustedes?
—Es por su foto del periódico, subinspectora —se animó a bromear Cubillo, un agente canario con fama de donjuán—. Parece una estrella de cine. ¡Vaya vestido!
—Dejen paso —dijo Martina—. Y pónganse a trabajar de una vez. ¡Vamos! ¿Es que no me han oído?