Durante las cuatro o cinco horas que restaban de esa noche, Martina de Santo durmió profundamente.
La subinspectora soñó con voces que la llamaban desde algún lugar oculto tras una cortina de nieve. Vio, en un sueño blanco, árboles, picos nevados, un helado lago de cristal. Y vio a una mujer, cubierta tan sólo con una túnica griega, atrapada en sus frías aguas.
En el sueño, la mujer buceaba, y su túnica flotaba en la corriente. Pero, de pronto, la clámide se transformó en piel humana, en la cabellera y en la piel de otra mujer, y ese nuevo ser, como una deforme sirena, intentaba desesperadamente romper la capa de hielo para regresar a la superficie.
El jueves, 5 de enero, no había amanecido aún cuando sonó el despertador. La detective De Santo se puso ropa ligera y una cinta en el pelo y salió a correr por las calles de Bolscan.
La ciudad estaba tranquila. Martina corrió sin tregua, a buen ritmo. Tres kilómetros más allá, en el puerto, en la lonja de pescadores, se detuvo para tomar un café con leche y fumar su cigarrillo favorito del día, que, sin embargo, nunca apuraba, arrojándolo a mitad al agua aceitosa del puerto.
Los pesqueros faenaban entre la niebla. La subinspectora estuvo contemplándolos un rato. Un marinero la saludó desde la borda. Martina le correspondió, sonriente, y emprendió la carrera de vuelta. Al remontar las empinadas calles del barrio alto, el sudor afloró a su piel, liberándola de ese otro espeso y opresivo cansancio derivado de una investigación en marcha.
Se duchó, tomó en camisón, en la cocina, otro café, se puso encima el abrigo de su padre que había utilizado la noche anterior para ir al teatro y salió al porche a fumar un cigarrillo entero, el que debía darle la bienvenida a un nuevo día de acción. Desde el porche, se disfrutaba de una vista panorámica de Bolscan, con las torres de las iglesias recortadas contra el mar como cúpulas de una ciudad sumergida. Una luz rosada anunciaba un día frío y sin nubes.
La subinspectora recapituló en todo lo sucedido desde el lunes, a partir del momento en que había recibido la amenaza telefónica («No encontrarán… sino tu piel»), hasta su conversación en el ambigú y los camerinos del Teatro Fénix con María Bacamorta y Alfredo Flin. Tenía el convencimiento, pero no la certeza, de que cuanto había acontecido desde entonces guardaba relación entre sí. Y confiaba en que, a la manera de un puzle, aquellas piezas en apariencia desperdigadas, independientes, ajenas unas a otras, fuesen dibujando, poco a poco, una misma figura. Acaso el rostro de alguien que, como las apariciones de sus sueños, se escondía detrás de una clave, de un símbolo que la detective aún no había conseguido descifrar.