Capítulo 46

Martina no había regresado de inmediato a su casa. A la salida del teatro, había buscado al comisario Satrústegui entre los invitados que, al término de la fiesta, se alzaban en la acera los cuellos de sus gabanes, pero no lo encontró. Había parado un taxi, y dado al conductor la dirección del Stork Club.

Cuando llegó al cabaret, era la una de la madrugada. Martina nunca había estado en esa sala de fiestas, situada en una de las calles comerciales del centro, en un espacio subterráneo de techo bajo y sin ventilación.

Lo primero que le repugnó al entrar al local fue el olor, una mezcla de tabaco, desinfectante, cosmético y sudor corporal. La sala estaba repleta de grupos de hombres que consumían sus bebidas con los ojos clavados en las strippers del escenario.

La subinspectora se identificó ante el portero, una especie de sparring con todo el aspecto de haber besado demasiadas veces la lona de un cuadrilátero, y, después, en medio de las mesas, siguió a un individuo de americana rosa y camisa negra que había salido a atenderla, y que se había presentado como el gerente del club.

Eladio Morán la había guiado por el laberinto de la sala, bajo el violento reflejo de luces anaranjadas y violetas que restallaban, al ritmo de la música, contra el poste cromado donde dos bailarinas desnudas se contorsionaban en un número lésbico.

Acodado en la barra, con la mirada turbia, Belman, el reportero de sucesos del Diario de Bolscan, abrevaba en una copa de balón. Si el periodista vio a la subinspectora, no supo reaccionar. Estiró los largos brazos, como para abrazarla, pero de su boca sólo brotó un turbión de sonidos inconexos. Morán lo apartó y le pidió que dejase de molestar.

El despacho del encargado estaba al otro lado de la sala, tras una oficina aislada al público, junto a la entrada al túnel de camerinos y la cabina desde la que se controlaban el sonido y las luces del escenario.

Martina no se sentó, ni perdió el tiempo.

—Sabrá usted, señor Morán, por los periódicos, que una mujer que trabajaba aquí ha sido asesinada. Se llamaba Sonia Barca, aunque es posible que usted la conociese por otro nombre.

Los labios delgados de Morán sonrieron con cortesía, pero su mirada era hostil.

—¿Por un apodo artístico? No, Sonia no era de ésas. No aspiraba a hacer carrera, aunque con ese cuerpo habría podido llegar muy lejos. Como otras estudiantes que he empleado, sólo buscaba un sobresueldo.

—¿Le pagaba bien?

Morán torció una sonrisa.

—No.

—Parece que le divierte hablar de la señorita Barca.

—No, subinspectora, no me hace gracia que se la hayan cargado, pero es una noche de mucho aforo y se consume a granel. Tengo derecho a estar contento.

—Un buen sueldo siempre es motivo de felicidad.

—Supongo. Yo me limito a ganarme la vida, como cualquier hijo de vecino.

—¿El local es suyo?

—No. Tengo un fijo, y voy a porcentaje.

—¿También con las chicas?

Un cortaúñas descansaba en la mesa de Morán, junto a cuadernos de cuentas y una caja de puros. El encargado cogió el cortaúñas y se puso a jugar con la lima.

—No sé qué quiere decir.

—Quiero saber si cobra usted por cada una de las prestaciones sexuales de sus bailarinas con clientes del Stork Club.

Morán soltó el cortaúñas.

—¿Me toma por un proxeneta? ¿De dónde ha sacado esa idea?

—Del Código Penal.

El gerente le afiló una mirada de hiena.

—¿Está intentando acogotarme?

—Puedo cerrarle el tugurio en menos de veinticuatro horas, si sigue por ese camino.

—No lo creo. Nuestros permisos están en regla.

—¿Quiere que me ponga a preguntar la edad de las chicas?

Morán se reclinó en la blanda butaca de fieltro, que adoptó su forma. El graso cabello de su nuca había dejado una mancha antigua en el respaldo.

—Las niñas son mayores de edad. Todas. Saben lo que hacen, y para qué tienen un agujero entre las piernas. Dígame qué quiere saber y márchese cuanto antes.

Martina apoyó una mano en la mesa y se inclinó hacia delante.

—He venido a hacerle tres preguntas, señor Morán. Primera: ¿quién era Sonia Barca?

—Una chica de pueblo, con demasiadas ínfulas. Hará un par de meses apareció por aquí. Le hice una prueba y la contraté para un pase semanal.

—¿Sabía bailar, lo había hecho antes?

—Creo que estuvo en Ibiza, en un club sado, pero no había hecho barra ni striptease. Camila, otra de las bailarinas, le enseñó. Por lo visto, se conocían.

—¿Con cuántos hombres tuvo Sonia relaciones sexuales?

—No lo sé. Ella no participaba en…

—¿En su porcentaje?

Morán no contestó. Eligió un puro y se dispuso a abrasarlo con un chisquero. Martina inquirió:

—¿Cuándo fue la última vez que la vio?

—Es su cuarta pregunta, subinspectora.

—Responda.

Morán encendió con calma. Su veguero provocó un humo proletario.

—La vi por última vez el pasado fin de semana. En Nochevieja, cuando celebramos el cotillón. Las niñas se disfrazaron de Papa Noel. Sonia vino a divertirse con unos actores. Me los presentó, pero no recuerdo los nombres. A la noche siguiente, la de su pase dominical, repitió con uno de esos tipos. Estuvieron bailando y bebiendo hasta las tres. Hora, subinspectora, en que el Stork Club, en el más estricto cumplimiento de la ordenanza municipal vigente para los establecimientos públicos, cerró sus puertas a su respetable clientela.

—¿Cómo se llamaba ese hombre?

—Ya le he dicho que no lo recuerdo.

—Haga memoria, Morán, o empezaré a pedir carnets de identidad.

El gerente se lo pensó dos veces.

—Tenía un apellido muy curioso.

—¿Lagreca?

—Puede que ése fuese uno de los que estuvo en Nochevieja.

—¿Alfredo Flin?

Morán chasqueó los dedos.

—Justamente.

—¿Ve como su memoria no era tan mala?

—Eso decía mi madre.

A Martina le resultó imposible conciliar la imagen de Eladio Morán con una estampa doméstica, con el calor de una madre, pero siguió relajando el encuentro. Era claro que el gerente sabía más de lo que contaba, y podía volver a necesitarle. Por eso, dijo:

—A lo mejor, la próxima vez que me vea incluso se acuerda de mí y me invita a una copa.

—La dirección del Stork Club se complacerá en convidarla, subinspectora. ¿Sabe por qué acabo de acordarme del nombre de ese tipo? Porque el punto que bailaba con Sonia, además de apellidarse igual, se parecía un poco a Errol Flynn. ¿Le gusta ese actor? A mí me encantan sus películas.

—¿Y a Camila, la amiga de Sonia, también le gustan esa clase de galanes?

—No lo sé, pero puede preguntárselo. Era una de las chicas que hacía striptease. Su número acaba de terminar.