Capítulo 45

La subinspectora salió del ambigú y fue precediéndoles por las escaleras, hasta desembocar en el hall. Los últimos espectadores abandonaban el teatro.

Seguida a cierta distancia por la pareja de actores, Martina atravesó la platea, subió al escenario, rodeó el telón de boca, las bambalinas, y se introdujo por el pasillo de camerinos. Los tramoyistas se afanaban en recoger y ordenar el atrezo. Algunos de los figurantes que integraban el corifeo habían improvisado un cónclave junto a las cajas de música. Un porro pasaba de mano en mano.

La subinspectora abrió el camerino correspondiente a Alfredo Flin y María Bacamorta, cuyos nombres podían leerse en un cartel. El espejo corrido reflejó el demudado rostro de Flin.

—¿Puedo saber para qué nos ha traído aquí?

Por toda respuesta, Martina abrió el armario empotrado en una de las paredes y lo inspeccionó. La regia túnica de Creonte y el vestido de gasa y seda que Eurídice lucía en escena colgaban de las perchas, sobre las sandalias que ambos habían utilizado. Las cuatro eran prácticamente del mismo pie.

—Pasen y cierren la puerta.

María Bacamorta parecía estar al borde de una crisis nerviosa. Respiraba con ansiedad, como si, en lugar de bajar las escaleras de los tres pisos del teatro, las hubiera subido.

—¿Qué quiere de nosotros? —preguntó, asustada.

—Un poco de información, simplemente. Rogarles que colaboren con la policía.

—Tiene razón, María —aparentó plegarse Flin—. La subinspectora está trabajando en un caso de asesinato.

—Se trata de algo más que de un crimen. Su amiga Sonia Barca fue asesinada de una manera poco convencional. Quienes la mataron no se limitaron a quitarle la vida. Le arrebataron también la dignidad.

El silencio hizo más angosto el camerino. Flin cuestionó:

—¿Por qué habla en plural?

La imagen del coche en el callejón le sugirió a Martina un cebo.

—Porque la investigación apunta a que los asesinos fueron dos, un hombre y una mujer.

María Bacamorta estalló:

—¿Está pensando que lo hicimos nosotros?

Ignorándola, Martina preguntó a Flin:

—¿Pueden especificarme dónde se hallaban ustedes en la noche del lunes?

María Bacamorta apretó los puños, en un ademán de rabia. Flin se apresuró a pasarle un brazo sobre los hombros.

—No pasa nada, María. Nosotros no hemos hecho nada malo.

—¿Estuvieron juntos durante la madrugada del martes? —insistió la subinspectora.

—En mi habitación del Hotel Palma del Mar —aseguró Flin—. Solicité que nos subieran la cena, y no salimos en toda la noche. No le costará comprobarlo.

—Lo haré. Le decía, señor Flin, que unos días antes, el sábado por la mañana, concretamente, según reflejó la cámara de seguridad, usted visitó el Palacio Cavallería, donde se celebraba una exposición sobre Historia de la Tortura. ¿Qué recuerda de la muestra? ¿Le llamó la atención alguna de las salas, se fijó en las piezas expuestas?

—No me atraen las antigüedades. Fui por hacerle un favor a Lagreca. Toni no quería ir solo y me rogó que le acompañara. Había demasiada gente, y el recorrido me resultó agobiante. Estaba deseando marcharme.

—¿Visitaron la sala azteca?

—Era un espanto. Creo recordar que había un ídolo, un altar, máscaras, cuchillos.

—Cuchillos de obsidiana, sí. Armas sacrificiales, sagradas. Una de ellas fue utilizada para cometer el crimen. Ese cuchillo ha desaparecido sin dejar rastro.

—¿Y usted esperaba encontrarlo entre nuestras cosas? —gritó María, al filo de la histeria—. ¿Ha traído orden de registro?

—No digas tonterías, querida —intercedió Flin—. La subinspectora se limita a cumplir con su obligación.

—¡No me contradigas, y menos delante de esta…!

—¡Cállate! —le suplicó Flin.

Pero la actriz estaba fuera de sí.

—¿No te das cuenta de que nos está acusando de ser un par de criminales?

—Yo no he tenido esa impresión —volvió a llevarle la contraria su pareja, mientras, como hubiera hecho un hermano mayor, le acariciaba el rubio y espeso cabello—. Lo más prudente será responder a sus preguntas. Terminaremos enseguida y podremos regresar a la fiesta.

—Agradezco su actitud, señor Flin —dijo Martina—. ¿Cuándo conoció a Sonia Barca?

—Hace cuatro años, en el último curso del Instituto de Los Oscuros. Sonia se había matriculado en la Escuela de Teatro.

—¿Qué clase de relación mantuvo con ella?

—La de cualquier profesor hacia una de sus discípulas.

—¿Era una buena alumna?

Flin frunció el ceño.

—Un tanto, ¿cómo decirlo?, atolondrada, dispersa. Pero tenía vocación.

—¿Salía con algún chico?

—No lo sé.

—Su problema era decidir con cuál —ironizó ácidamente María Bacamorta.

Martina volvió a ignorarla.

—¿Hasta cuándo permaneció Sonia en la Escuela, señor Flin?

—Seguiría conmigo el curso siguiente, porque se negó a entrar en la Universidad. Después se fue de su casa y le perdí la pista.

—¿No volvió a saber de ella?

—De ciento a viento me llamaba por teléfono. No quería que nadie supiera dónde estaba ni qué hacía.

—¿Y a usted, se lo contaba?

—Por encima. Hablábamos de su carrera, que, para ser sincero, nunca arrancó. Pero ella estaba obsesionada con llegar a actuar, y yo me creía en la obligación de alimentar esa esperanza.

La subinspectora se encaró con María Bacamorta.

—Por la edad que usted aparenta tener, debió de coincidir con Sonia en la Escuela de Teatro.

La joven actriz pestañeó. Martina lo interpretó como un asentimiento.

—¿Eran amigas?

—No era fácil ser amiga de Sonia.

—¿Por qué motivo?

—Estaba obsesionada con los chicos. Salida de madre, ya me entiende.

—¿Tenía problemas con el sexo?

—Si los tuvo, supo resolverlos. Se iba a la cama con el primer par de pantalones que se le ponía a tiro. En ese sentido, no era muy distinta a su maestro.

Flin la rechazó, espetándole:

—¿Qué estás diciendo, María, por amor de Dios?

—¿Crees que no sé que me pones los cuernos? ¿Que te volviste a acostar con esa zorra? ¡La vi salir del hotel!

Zarandeándola, el profesor de teatro exclamó:

—¡Estás loca! ¡Estás como una auténtica cabra!

María Bacamorta sonrió taimadamente, se desasió de él y abandonó el camerino dando un portazo que hizo temblar el espejo.

La subinspectora sacó su pitillera y ofreció un cigarrillo a Flin.

—Tenga, le sedará los nervios.

—Gracias. María es una buena chica, pero cuando se pone celosa no la puedo soportar.

—¿Tiene razones para estarlo?

—Sonia estuvo en mi habitación del hotel, pero no pasó nada.

—Creía que María era su novia. ¿No comparte usted habitación con ella?

—Los padres de María han asistido al estreno, y se alojan en nuestro mismo hotel. Muy contra mi criterio, pues no tengo nada que ocultar, ella ha preferido guardar las apariencias, y dormir en una habitación aparte.

—Pero sí comparten el camerino.

—No había suficientes, por culpa del corifeo. Incluso Gloria Lamasón ha tenido que hacerle un hueco en el suyo a Toni Lagreca.

—Me decía que Sonia estuvo en su habitación. ¿Qué noche?

—La del domingo pasado.

La subinspectora lo miró a los ojos.

—¿Se da cuenta de que sólo faltaban veinticuatro horas para que fuese asesinada?

Flin fumó con ansiedad, arrojando el humo por la nariz.

—Sonia estuvo en mi habitación, pero nos limitamos a charlar de los viejos tiempos. Habíamos quedado para tomar una copa en el garito donde ella baila los domingos por la noche, una sala de fiestas llamada Stork Club. Y terminamos en el hotel, hablando hasta el amanecer. ¿Por qué le cuesta tanto creerlo?

—Escuche, Flin —dijo Martina—. Todavía no sé por qué mataron a Sonia, pero sí que lo hizo alguien muy próximo a ella. Que la conocía bien, que tal vez la quería demasiado, o que la odiaba, pero que admiraba su cuerpo. Tres hombres, al menos, mantuvieron algún tipo de relación con Sonia en los días anteriores a su muerte. Ninguno de ellos, entre los que le incluyo, dispone de coartada sólida. Y yo cada vez tengo menos tiempo para averiguar quién la mató.

Flin tuvo que apoyarse en la mesa de maquillaje.

—En el cadáver de Sonia aparecieron restos de sangre y semen —continuó la subinspectora—. ¿Estaría dispuesto a someterse a unos análisis comparativos?

En la mirada del profesor de arte dramático emergió algo muy parecido al miedo, pero dijo, con aparente sinceridad:

—Colaboraré con usted hasta donde haga falta, incluidos esos análisis.

—Muy bien. Regresemos a Los Oscuros, a la Escuela de Teatro del Instituto. Sonia tendría dieciséis años cuando ingresó en el grupo, ¿no es así?

—En efecto.

—¿Tuvo algún enfrentamiento con usted?

—Todo lo contrario, dentro de que, perdone que insista, Sonia era atolondrada, volátil, y le costaba mantener la más mínima concentración. Sufría para memorizar los textos, pero tenía voluntad. Constantemente me pedía libros, porque los de su padre, el quiosquero de la plaza, le parecían aburridos. Era una chica con inquietudes, y con un mundo personal.

—¿Tampoco tuvo diferencias con el resto de los alumnos?

—Se llevaba pésimamente con las chicas. En realidad, no tenía una sola amiga. A la única que toleraba era a Camila Ruiz, una alumna de un pueblo vecino que acudía a la Escuela los fines de semana.

—Antes me dio la impresión de que su novia, María, mantenía una actitud hostil hacia Sonia.

—A María la devoran los celos, ya ha podido verlo. Ella y Sonia se soportaban, simplemente. Con su gemela era peor. Con Lucía, Sonia se peleó varias veces.

—¿Su novia, María Bacamorta, tiene una hermana gemela?

—Tenía.

—¿Ha muerto?

—Lucía falleció hace algo más de dos años, en el verano de 1981.

—¿Cómo murió?

—Apareció ahogada cerca de Los Oscuros, en la Laguna Negra.

—¿Un accidente?

—Desapareció bajo las aguas, sin que todavía hoy sepamos por qué.

—¿Hubo testigos oculares?

—No, aunque María y yo estábamos cerca.

Hacía calor en el camerino. El rostro de Alfredo Flin se había teñido de esa saludable irrigación característica de los habitantes de la alta montaña. Por contraste, Martina parecía más pálida aún a la luz de las bombillas de ciento veinte vatios que enmarcaban el espejo.

La subinspectora inquirió:

—¿Lucía Bacamorta se ahogó delante de ustedes, sin que se dieran cuenta?

—Por desgracia, así ocurrió —rememoró Flin, con un tono teñido de tristeza—. Habíamos organizado una barbacoa, y comido y bebido en abundancia. María y yo nos tumbamos sobre una manta, junto a la orilla del lago, bajo los árboles, y debimos de quedarnos dormidos mientras Lucía decidía darse un baño. Otras veces habíamos estado en la laguna, nadando y buceando y, aunque el agua es muy fría, nunca tuvimos el menor percance. Lucía era una buena nadadora, además. Pero ese día algo falló. Pudo sufrir un corte de digestión, o quizá la arrastró un remolino.

—¿No pidió auxilio, no gritó cuando se estaba ahogando?

—Si lo hizo, no la oímos. María y yo estuvimos buscándola toda la tarde, hasta que anocheció. Bajamos al pueblo y dimos la voz de alarma. Los buzos de la Guardia Civil tardaron tres días en encontrarla. Las escorrentías del lago la habían arrastrado río abajo, lejos del merendero.

—¿Vio usted su cadáver?

—Es una imagen que nunca olvidaré.

—¿También Lucía Bacamorta asistía a la Escuela de Teatro, señor Flin?

—Era mi mejor alumna. Poseía un talento innato. Habría podido llegar a ser una inmensa actriz.

La subinspectora se dirigió a la puerta.

—Una última cuestión, señor Flin. ¿Lucía Bacamorta se parecía físicamente a su hermana María, tal como suelen parecerse dos hermanas gemelas?

—Dos gotas de agua no se asemejarían más.

—Su piel debía de ser muy blanca, entonces, y su cabello rubio.

—En efecto.

—¿Era Lucía tan celosa como su hermana?

—No —contestó Flin, sin pararse a pensar la respuesta—. ¿Hemos terminado ya, subinspectora?

—Por ahora, sí.

—En ese caso, regresaré al cóctel.

Martina le dejó pasar y cerró la puerta del camerino.