Cuando la subinspectora regresó al Teatro Fénix, la función había acabado. Esgrimiendo sus cigarrillos, círculos de espectadores se agrupaban en el hall. El cóctel ofrecido por la compañía iba a tener lugar en el ambigú, situado en la última planta, en forma de torreón octogonal.
Caballerosamente, el comisario Satrústegui aguardaba a Martina con las invitaciones. La fiesta era bastante exclusiva. Bajo las lámparas de araña, o en torno a las barras dispuestas para las bebidas, se congregaba la comunidad artística de Bolscan y buena parte de sus representantes políticos. Las vidrieras emplomadas y el suelo de mármol blanco del torreón, cubierto con una espesa alfombra de tonos azules, prestaban al ambiente una atmósfera de bohemia y distinción.
—¿Dónde se había metido? —preguntó el comisario—. La he buscado por todo el teatro.
—Lo siento —se disculpó Martina—. Salí a respirar un poco de aire fresco.
Discretamente sentado en un rincón, el ministro del Interior presidía una tertulia. Su jefe de protocolo se había hecho con una bandeja de canapés, que él mismo, servilmente, sostenía. El gobernador Merino, el alcalde Mau, el director general de la Policía y algunos diputados y senadores, entre otros jerarcas que rodeaban al máximo responsable de la seguridad del Estado, iban picoteando mientras eran informados por Sánchez Porras del atentado de Madrid.
—Pese a todo —concluía el ministro—, puedo asegurarles que al terrorismo le quedan dos telediarios. Sólo son una pandilla de fanáticos unidos por una demencial utopía. Nuestras Fuerzas de Seguridad están preparadas, y pronto ganarán la batalla. En el fondo, aunque les cueste creerme, me preocupa más la delincuencia común. Nuestro pueblo es consuetudinario, de plaza mayor, y es ahí donde nos jugamos la confianza ciudadana.
La conversación derivó al crimen de Bolscan, a la misteriosa ejecución ritual perpetrada en el Palacio Cavallería.
—Locos —dijo el ministro—. Neurópatas. Hasta ahora, nuestros delincuentes no pasaban de la albaceteña, de la recortada, pero cualquiera puede ver todas esas películas de asesinos en serie y acabar protagonizando su versión española. Lo siento por esa pobre muchacha. ¡Desollada, por el amor de Dios! A propósito, Recarte, recuérdeme que envíe un telegrama de condolencia a la familia.
—Tomo nota, ministro —asintió el jefe de protocolo.
Los actores de la Compañía Nacional comenzaban a hacer su aparición. Toni Lagreca, según correspondía a la estrella masculina del reparto, se hizo esperar. En cuanto lo vio en el torreón, el ministro se puso en pie y fue a saludarlo. Algunos fotógrafos destacados en la fiesta inmortalizaron su afectuoso abrazo, una imagen que, al día siguiente, a falta de fotos de Gloria Lamasón, abriría la sección de escenarios de los periódicos locales.
De pronto, Conrado Satrústegui advirtió que uno de esos gráficos, menudo y de voluminosa cabeza, un tal Espumoso, cuate de Belman, les estaba disparando flashes. Detrás del fotógrafo asomaba el perfil de Gabarre Duval, redactor jefe del Diario de Bolscan.
—Los carroñeros olfatean mi cadáver —masculló el comisario, descompuesto.
Temiendo una gresca, Martina lo agarró de un brazo.
—Mantenga la calma.
—Para usted es fácil decirlo. Nadie la ha acusado de complicidad de un crimen.
—Tampoco a usted. Venga, vamos a tomar un whisky.
—No debería haber aceptado mi invitación, Martina. Siento haberla metido en esto.
Un portavoz de la Compañía Nacional de Teatro reclamó a los periodistas y los reunió en una esquina. La diva no iba a acudir al cóctel. Su representante afirmó que Gloria Lamasón arrastraba una dolencia contraída en fechas recientes, y que la tensión del estreno la había extenuado. Desde su camerino, se retiraría al hotel. Las representaciones de Antígona, previstas en el Teatro Fénix hasta el 14 de enero, no iban a sufrir otro cambio que su reducción a un pase diario, en lugar de la doble función que en principio se había programado.
Uno de los redactores quiso saber qué tipo de afección sufría la actriz, a la que, por otra parte, gozando en apariencia de radiante salud, se había visto pletórica en escena. El portavoz se refirió a una pasajera gripe, y aseguró que, en pocos días, la diva concedería una rueda de prensa para agradecer las múltiples muestras de afecto y las felicitaciones que, a buen seguro, iban a lloverle tras su memorable actuación.
Realmente, el estreno había sido un éxito. Los críticos de los principales diarios nacionales, invitados por el Ministerio de Cultura, del que dependía la Compañía Nacional, compartían enfáticos asentimientos, y una particular destreza en la caza del canapé. Elogios hacia la obra y sus actores, inspirados por la gratitud de un público institucional que había disfrutado intensa y (en la mayoría de los casos) gratuitamente del bello espectáculo, surgían en todas las conversaciones. Pese a su ausencia (o quizá, debido a ello), Gloria Lamasón era quien mayor admiración despertaba. Su interpretación de Antígona, que ella misma, en las únicas declaraciones concedidas con antelación al estreno, restringidas a un cuestionario, había calificado como un desafío en su carrera, sedujo y convenció. La crítica iba a destacar el milagro de su transformación, y cómo, pese a su edad (oficialmente, cincuenta años, aunque una biografía no autorizada le atribuía cinco más), había logrado encarnar al personaje, en su rota alegría, en su abismal sufrimiento, a la perfección.
Martina de Santo no iba a necesitar el báculo de los críticos para rendir pleitesía al talento de Gloria Lamasón. Pese a haberse perdido las últimas escenas, el trabajo de la actriz le había calado muy hondo, hasta las capas freáticas donde su propia Antígona, la hermana arrojada por la tragedia, por el destino, a la soledad y al dolor, dormía su atormentado sueño de princesa huérfana.
No fue casualidad que, al pensar en su pasado, la subinspectora estuviese mirando a Toni Lagreca. La escena de la violación se le representó con una precisión nítida. Volvió a ver al amigo de su hermano en el pasillo de su casa, asomando a su dormitorio una cara asustada mientras Leo se introducía en su cama y comenzaba a tocarla como nadie la había tocado, sin curiosidad ni deseo, con un ansia de posesión que, de un golpe inesperado, catorce años atrás, había transformado su relación fraterna en una atávica claudicación. Aquella noche, los soles del tiempo retrocedieron en el firmamento hasta la época en que las hembras eran bestias de arreo y se las tomaba sin mirarlas, desde arriba, con instinto y poder. Durante dos interminables semanas, hasta que su sangre fluyó, Martina temió haberse quedado embarazada de Leo, y que el hijo de ambos, concebido en el lodo de la humillación, naciera tan monstruoso como la aberración que lo había engendrado.
—Hola, Toni.
Lagreca no la reconoció. Sólo vio a una mujer hermosa y pálida, con un collar africano, de oro, y una mirada que parecía cortar el aire.
—1970. Yo llevaba un camisón blanco, el pelo suelto, y me sudaban las manos.
El actor tardó en descubrir los hilos del recuerdo. Un tortuoso laberinto debió de conducirlo hasta la guarida del Minotauro, porque cuando hubo regresado a aquella noche en casa de los De Santo quedó abatido por la vergüenza.
—¡Eres tú, Martina…! No sabes cuántas veces quise decirte lo mucho que lo sentí. Lo tuyo, lo de Leo. Debí haberlo impedido, pero habíamos bebido y…
—¿Leo también se acostaba contigo? —le preguntó Martina, brutalmente.
—Éramos íntimos —vaciló Lagreca—. Puede que alguna vez, cuando nos pasábamos con la coca… Pero ¿qué importa ya? Leo está muerto.
—Nadie lo sabe mejor que yo. Déjalo, Toni. No he venido para recriminarte nada. Te felicito por tu actuación. Has estado muy convincente.
—¿En serio? —se apaciguó Lagreca, sonriendo con la misma encantadora y falsa timidez que destinaba a las cámaras—. Para ser sincero, cometí errores. Soy capaz de sacarle más jugo al viejo Tiresias.
—Eso será si te lo permite tu propio personaje. Porque durante estos años te has convertido en una atracción.
Lagreca hizo un gesto mundano.
—El oficio impone cierta promiscuidad. Un verdadero actor acaba ignorando quién es. Convives con personajes del drama y del mundo real, sin que acabe por importarte quiénes gozan o te hacen más daño. Pero háblame de ti. ¡La pequeña Martina! ¿Y si te dijera que fuiste mi primer amor?
—No te creería. ¿Qué puedo contarte? Mis padres murieron. Me hice policía.
—¿Tú, poli? —rió Lagreca, amaneradamente—. ¡Jamás lo hubiera imaginado! Leo solía vaticinar que te convertirías en actriz, porque estabas siempre actuando.
—Aquella noche no pude hacerlo, Toni.
—No, supongo que no. ¿Te has casado?
Martina negó con la cabeza.
—¿Y tú?
—Tampoco. Tuve algunos romances, nada definitivo.
—Hace poco te atribuyeron uno con Gloria Lamasón.
—¿También tú lees ese tipo de revistas?
—De vez en cuando tengo que ir a la peluquería.
—Malditos plumíferos —protestó Lagreca—. Sólo les interesa saber con quién te acuestas o te dejas de acostar. Es cierto que Gloria y yo tuvimos una liason, pero terminó el año pasado, antes de ensayar Antígona.
—Ella es mucho mayor que tú.
—Me atraen las mujeres maduras. Imagino, ya que estamos con la tragedia clásica, que un psiquiatra diagnosticaría complejo de Edipo.
—Me encantaría conocerla —dijo Martina.
—Yo mismo te la presentaré, en cuanto se haya recuperado.
—¿Qué le pasa, está enferma?
—Una simple afección estomacal. Disculpa, debo dejarte. El ministro me reclama.
—¿De qué conoces tanto al ministro?
Lagreca le guiñó un ojo.
—Antes de ser un astro de la política, Sánchez Porras llevó una vida movidita. Si el presidente se entera de la décima parte de las cosas que yo sé de él, y de lo que hacía con su porra, lo sacrifica.
—Hablando de sacrificios, Toni. ¿Te gustó la exposición sobre la Historia de la Tortura?
—¿Cómo sabes que estuve visitándola?
—La obligación de la policía es saberlo todo, en especial cuando investigamos un asesinato.
—¿Un crimen? ¿Dónde?
—En el Palacio Cavallería.
—Es cierto, lo he leído en el periódico. Debió de ser atroz.
—Una cámara te grabó al entrar, unos días antes. Estamos analizando la película, por si nos aporta alguna pista.
Lagreca se echó a reír.
—Suena bárbaro. Igual me inspira un argumento. ¿Sabías que tengo una productora de cine? ¿Por qué no me lo cuentas luego, tomando una copa?
Martina lo retuvo.
—Me pareció que te acompañaba un amigo. En las imágenes se te ve hablando con alguien.
—Con Alfredo Flin, otro de los actores. Fuimos juntos, a los dos nos encantan las cosas antiguas. Ven, te lo presentaré. Es muy simpático.
La primera impresión que la subinspectora tuvo de Flin fue la de un seductor. Pudo conversar con él porque el comisario la había dejado sola. Martina barrió de una ojeada el salón, pero no vio a Satrústegui. Dio por supuesto que, inquieto por la presencia de la prensa, el comisario había decidido marcharse.
Tal como le había adelantado Lagreca, Alfredo Flin era un hombre cautivador. En su rostro curtido, en cuyas patillas el algodón desmaquillador había dejado unas finas hebras, brillaba una de esas sonrisas a las que ni siquiera un dentista hubiera podido señalar el menor defecto. Sus ojos de color aguamarina parecían reír todo el tiempo, como animados por un irreductible optimismo.
Junto a él, sin apartarse un momento de su lado, y negándose a ceder a la recién llegada la más mínima porción de terreno, una de las actrices, que parecía ser la pareja de Flin, escrutaba a Martina de Santo con aire de rechazo; y sin entender, desde luego, por qué Lagreca les había aguado la fiesta dejándoles con aquella mujer.
—María Bacamorta —la introdujo Flin.
—Eurídice —sonrió la subinspectora—. Su interpretación ha sido magnífica.
—No estuvo mal, para un par de chicos de Los Oscuros —alardeó Flin.
La mente de Martina se aceleró.
—¿Los Oscuros? ¿En La Clamor, cordillera adentro?
—Justo —asintió Flin—. ¿Conoce el lugar?
—Ya lo creo. A mi padre le gustaba pescar en los ríos trucheros.
—Yo dirigía la Escuela de Teatro del Instituto. María era una de mis alumnas. Y fíjese adonde ha llegado.
—La espera un gran futuro. ¿Tenía muchos alumnos, señor Flin?
—Alrededor de una docena.
—¿Entre las alumnas, una llamada Sonia Barca?
Flin se conturbó. Estaba fumando, y el humo permaneció en sus pulmones hasta brotar con secas palabras:
—Lo he visto en la prensa, esta mañana. Qué cosa más terrible. Jamás hubiese sospechado que Sonia fuese a terminar así. Nadie se merece ese final, y ella menos que nadie.
La sonrisa de Flin había dado paso a una agobiada expresión; ahora miraba a Martina como preguntándose por qué estaba hablando con ella.
—Al presentarnos, Toni olvidó decirnos a qué se dedica usted.
—Martina de Santo, subinspectora de Homicidios. Investigo el asesinato de la mujer desollada. Usted estuvo en la escena del crimen, unos días antes, acompañando a Lagreca. Una cámara les grabó.
—¿Y qué?
—¿Sabía que Sonia Barca trabajaba como vigilante en la exposición?
—Claro que no.
—¿Volvió a ver a Sonia, antes de su muerte?
—No contestes, Alfredo —le aconsejó María Bacamorta.
—Acompáñenme —ordenó Martina—. Tengo que hacerles algunas preguntas más, y prefiero que nadie nos oiga.