Capítulo 43

Pidió al taxista que la esperara en la entrada de Jefatura y atacó las escaleras, pero resbaló y se le rompió un tacón. Entró como una Cenicienta en la Comisaría Central, con los zapatos en la mano, y atravesó descalza los pasillos de las dependencias policiales.

El Grupo de Homicidios estaba desierto. A fin de practicar una comprobación que no deseaba aplazar (porque en su método, como le sucedía con la levedad de las voces soñadas, el paso del tiempo disfrazaba su origen), la subinspectora se encerró en la cabina de sonido, hizo rodar la cinta que contenía las amenazas de muerte contra ella y se empleó en manipular los ecualizadores de la mesa de mezclas que se empleaba para verificar las grabaciones telefónicas, modificando los tonos en diversos registros.

Luego abandonó el Grupo y bajó al archivo. A la luz de un flexo, Horacio Muñoz estaba concentrado en escribir, al tiempo que aplicaba reflexivos mordiscos a una manzana. Al ver aparecer a la subinspectora con su elegante traje de noche, pero descalza y con los zapatos anudados al cuello, el archivero se quedó de piedra.

—¿Adónde va tan elegante, Martina?

—Pregúnteme mejor de dónde vengo. Acabo de escaparme del Teatro Fénix.

—¿Le molestaban los tacones?

—No era ése el motivo, aunque se me ha roto uno.

—Tengo un martillo por ahí. Déjeme, se lo arreglaré. ¿Por qué se fue del teatro? ¿Le aburría la función?

—Quería despejar una duda.

—¿Ha vuelto a experimentar alguna de sus corazonadas?

—Si pretende aludir humorísticamente al caso que nos ocupa, tendrá que buscar otra figura retórica. El corazón de la mujer desollada, Sonia Barca, no le fue arrancado del pecho.

—Todo un detalle, por parte del asesino.

—Siga hablando, Horacio.

—¿Cómo dice?

—Hable, diga cualquier cosa.

—Perdone, subinspectora, pero no la comprendo.

—Las voces, Horacio, revelan la música del alma. Nunca se lo he dicho, pero me encanta su voz.

—¿Me va a hacer un estudio fonético?

—¿Prefiere que le describa su espíritu?

Horacio se sobrecogió. Le devolvió el zapato, que acababa de reparar, y la observó mientras se lo ponía.

—Inténtelo.

La voz de Martina se difuminó por el archivo:

—Su alma no es inmortal, Horacio. Si su espíritu yace a ras de suelo, sin alcanzar las nubes de sus sueños, si es contingente y larval, como las brasas de una hoguera apagada, se debe a que la luz no ha llegado aún a iluminar su rencor. Piensa que no es quien fue, y distribuye culpas porque nunca aceptó que el disparo que lo mutiló le haría más fuerte, y que, de la misma manera que la pólvora, además de herir, cauteriza, templaría y maduraría su alma y su voz. Que son melancólicas, y se compadecen en la sombra. Que son generosas, hasta confundir el valor con la temeridad. A la luz de la luna, Horacio, su voz suena como la corriente de un río, y por eso su alma brilla como la de un detective.

El archivero dudó entre emocionarse o replicar, pero la subinspectora no iba a dejarle disfrutar de nuevos momentos poéticos.

—He leído su informe sobre la suramina. ¿Está acopiando bibliografía?

—Sólo era una primera sinopsis —repuso Horacio; tenía varias enciclopedias médicas abiertas sobre su mesa—. Esencialmente, le he consignado su perfil curativo. La suramina es un fármaco poco común, difícil de conseguir, y que obligatoriamente se dispensa con receta médica. En Bolscan sólo quedan unas pocas existencias de suramina en la Unidad de Enfermedades Tropicales del Hospital Clínico.

—¿Para qué se emplea?

—Para curar la enfermedad del sueño.

—¿La que inocula la mosca Tsé-Tsé?

—Exactamente, subinspectora. Ese insecto hematófago, de considerable tamaño, pues puede alcanzar los diez centímetros, transmite al hombre la tripanosomiasis africana, en sus variantes gambiense o rhodesiense.

—¿Existe vacuna?

—No. Una vez contraído el parásito, la suramina es el único remedio conocido capaz de aniquilarlo.

—¿Cuándo apareció la enfermedad del sueño?

Horacio consultó sus notas y adoptó un aire vagamente clínico, que a la subinspectora le hizo sonreír.

—El primer caso, por zoonosis, o picadura de Tsé-Tsé hidrófila, especie propia de la costa atlántica del continente negro, y de las orillas de los grandes ríos tropicales, se registró en Gambia, en 1901. Diez años después, una variante xerófila de dicha mosca parasitaria, aclimatada en geografías más secas, en la sabana, extendió la tripanosomiasis a Rhodesia. Entre 1920 y 1960 se ensayaron distintos tratamientos, sin éxito, hasta que, hacia 1970, la epidemia conmocionó a la nación del Zaire, donde se declararon oficialmente contagiadas más de cinco mil personas. Sin embargo, según los observadores sanitarios destacados a la zona, la cifra real pudo afectar a cincuenta mil individuos.

Martina memorizó esos datos.

—¿Cuál es el ciclo de la enfermedad?

—A raíz de la picadura, los tripanosomas son absorbidos por el torrente de sangre humana, incubándose durante un período que oscila entre diez y veinte días.

—¿Qué síntomas se derivan de la infección?

—En la tercera semana aparecen fiebre alta, dolor de cabeza y trastornos cardíacos. Aumentan los ganglios linfáticos. Paralelamente, el hígado y el bazo incrementan su tamaño.

—¿Por qué se llama enfermedad del sueño?

—Porque, de continuar multiplicándose el parásito, el período neurológico cerebral se caracterizaría por períodos de somnolencia cada vez más prolongados, alteraciones de personalidad y una debilidad progresiva que, con frecuencia, puede llegar a causar el coma, y la muerte.

—¿Se han dado casos recientes en España?

—Fuera de África, son muy raros.

—¿Tampoco en viajeros, en turistas?

—Tendría que verificarlo.

—¿Puede hacerlo?

—Si usted me lo pide…

—Se lo ruego.

—En ese caso, cuente con ello.

—No sé qué haría sin usted, Horacio.

El archivero le dio un mordisco a la manzana. La pulpa crujió entre sus dientes.

—En el trabajo le costaría encontrarme sustituto, pero ya veo que para sus ratos de ocio su ideal masculino es otro, y misterioso.

—¿Lo dice porque he preferido a Conrado Satrústegui para ir al teatro?

Horacio Muñoz emitió un silbido.

—¿El comisario es su pareja de esta noche?

—Institucionalmente hablando, sí.

El archivero hizo chasquear la lengua.

—Las noticias vuelan. He oído que Satrústegui ha caído en desgracia. No puedo decir que lo lamente.

—Debería ser más piadoso, Horacio.

—Tiene usted demasiada confianza en los mandos, Martina.

—No lo crea. Y, para demostrárselo, voy a encomendarle una misión: vigile al comisario Satrústegui e infórmeme de todos sus movimientos.

El archivero se la quedó mirando con aire mefistofélico.

—¿Satrústegui es sospechoso? ¿Realmente cree, subinspectora, que el comisario tuvo algo que ver con el asesinato de esa chica, según sugería la prensa?

—Espero averiguarlo con su ayuda.

—Me convertiré en su sombra —prometió el archivero.

—Acaba de recordarme a Tiresias, y mi obligación de volver al Teatro Fénix. Prometo invitarle a una próxima función, con cena incluida.

—¿Se pondrá el mismo vestido que lleva ahora?

—No sabía que la piel tuviese la propiedad de disimular mis defectos.

—De esa piel, quizás, ese aire suyo que no acierto a describir… ¿Salvaje?

—No olvide que los poetas cantan a los tigres.

—¿Y a las panteras con guantes de seda?

Martina desgranó una carcajada y se cubrió con el abrigo.

—¿Le parece una pregunta pertinente para una seria oficial de Policía?

Horacio aplicó otro mordisco a la manzana. Un trocito de piel se le adhirió a la barba.

—Algún día, Martina, le formularé una pregunta pertinente de verdad.

—Hágamela ahora. Total, llego tarde.

—¿Qué será del hombre del que usted algún día se enamore?

La cristalina risa de Martina volvió a invadir el archivo.

—Sólo puedo decirle que lo sentiré por él, que no le inocularé la enfermedad del sueño, y que conocerá la felicidad.