Cuando llegaron al Teatro Fénix, eran las diez en punto de la noche. Los últimos espectadores se apresuraban a entrar.
El comisario y la subinspectora ocuparon sus localidades en uno de los palcos. A Satrústegui le hubiese gustado disfrutar de la obra con la única compañía de Martina, pero no estaban solos. Casi con repugnancia, Satrústegui distinguió en las butacas contiguas (en realidad, altas sillas tapizadas de terciopelo) al inspector Lomas y al jefe de protocolo del Ministerio del Interior. En el eje del proscenio, junto al alcalde de Bolscan, Miguel Mau, y al gobernador Merino, el ministro Sánchez Porras presidía el palco de honor.
La función acababa de empezar.
Contra lo que el público esperaba, por la expectación que había despertado el estreno, los elementos coreográficos de la versión del clásico eran avaros, aunque originales. Dispuestos en caprichosa simetría, grandes cubos de conglomerado repartían sus volúmenes a lo ancho del escenario. Mediante un mecanismo de poleas y émbolos, esos paralelepípedos se irían convirtiendo en tronos, en foros, en acrópolis, en sepulcros. Gracias a la gama lumínica, de un celeste iridiado al rojo carmesí, representarían, sucesivamente, la ensangrentada noche, los limpios y cenitales cielos de Grecia o las tres puertas del palacio de Tebas, la de los soberanos, el gineceo y esa otra que daría entrada a Antígona desde los campos donde yacía muerto, insepulto, su hermano Polinice.
El foco seguía a Antígona, en diálogo con su hermana Ismene.
—Increíble —observó Satrústegui, inclinándose hacia Martina—. ¿Se ha fijado en Gloria Lamasón? ¡Es una ninfa!
Caracterizada de heroína clásica, la veterana actriz ofrecía un aspecto de tal pureza y juventud que la claridad escénica parecía transparentar su maravillosa piel, como un arcángel carnal. Una postiza melena rubia, espesa y dorada, le caía sobre la túnica, y hasta su voz, el trágico y como amplificado tono característico de la diva, sonaba clara, adolescente, furiosa y rebelde a la vez.
—Parece que tenga dieciocho años —comentó Martina.
Los demás personajes fueron sucediéndose en el escenario, armando y matizando sus papeles a lo largo de los cuadros, pero, de no haber sido por el glorioso texto, frente a la perfección de aquella purísima Antígona habrían resultado casi vulgares.
La subinspectora consultó el programa de mano. El ciego adivino Tiresias no era otro que su viejo conocido Toni Lagreca. El maquillaje y caracterización del actor, su falsa barba y la enmarañada peluca hacían irreconocible al amigo de su hermano Leo, a quien, por otra parte, hacía catorce años que, salvo en las páginas de las revistas, no veía. Su interpretación de Tiresias era excesiva. Resultaba obvio que Lagreca estaba impostando al máximo la voz, hasta amasarla en un lamento fúnebre. Debido, quizás, a los nervios del debut, sobreactuaba.
Curiosamente, la profética voz de Tiresias no le resultó a Martina por completo desconocida. De la misma manera que, al despertar, solía perseguir el evanescente rumor de las voces oídas en los sueños, la subinspectora cerró los párpados y se concentró en grabar en su memoria el timbre actoral de Toni Lagreca.
Desde hacía años, el cerebro de Martina almacenaba un registro de voces. La subinspectora adoraba los timbres graves, como el de Lagreca, realmente, que hacían resonar en ella arpegios heroicos, una épica de batallas perdidas y estandartes arrastrados por el polvo. Aborrecía, en cambio, las voces agudas, la de Juan Monzón. La reconfortaban los tonos guturales, el de Horacio Muñoz, por ejemplo, tan profundo y melódico. Le agradaban las voces jerárquicas, metálicas, nacidas para mandar, como la de Conrado Satrústegui, aunque ahora, a causa de su ordalía, la voz del comisario se hubiera envilecido con un inseguro repique. Eran del indiferente gusto de la detective los tonos medios, discretos, elegantes, y de su franca oposición la banda de entonaciones melifluas, amaneradas por las modas sociales, que, unidas a una vicaria dicción, sólo conseguían irritarla. Tampoco le seducían los acentos, por lo que de étnico, tribal o gregario aducían, ni conseguían transportarla las voces que acunaban vanidad. En esta última etiqueta había incluido Martina los timbres de Néstor Raisiac y de Cristina Insausti, que habría distinguido entre mil, a condición de que entre ese elenco no figurasen otros catedráticos, ni hombres de Dios, ni locutores de radio. Martina había amado sobre todas las voces las de su padre y de su hermano Leo, tan similares que, incluso mucho después de que Leo ya no se encontrase en la tierra, seguía oyendo a su hermano, encarnado en el embajador, reclamando las tostadas del desayuno o contestando el teléfono en el salón de los De Santo.
Martina siguió concentrándose en la voz de Tiresias al recitar los inmortales monólogos de Sófocles, cuyas salmodias resonaban en la platea como un profano evangelio.
—Tengo que salir a fumar —le dijo al comisario.
—¿No puede resistir?
—El vicio es más fuerte que yo.
—¿Quiere que la acompañe?
—Se perdería el final, y no me lo podría perdonar.
La subinspectora cerró la puerta del palco y encendió un cigarrillo, pero no se quedó a fumarlo en el antepalco ni en los ovalados corredores forrados de una espesa seda de color albaricoque. Bajó a la carrera las escaleras del teatro y pidió al acomodador un pase de salida.
Fuera, en la calle, detuvo un taxi e indicó al conductor que la llevara aprisa a la Comisaría Central. Calculaba que, si pretendía estar de vuelta para aplaudir a los actores, no dispondría de más de media hora para despejar una duda que estaba asaltándola.