Capítulo 41

Conrado Satrústegui nunca la había visto tan hermosa.

Martina de Santo no se había maquillado, y su cutis parecía más pálido en la oscuridad de la noche. Llevaba un collar berebere, un vestido de piel y, encima, desabrochado, con las mangas al aire, un abrigo largo de su padre, de hombreras rectas, que, pese a su masculino corte, contribuía a acentuar su magnético estilo. Haciendo destacar la fragilidad de sus tobillos, los zapatos de tacón la elevaban sobre su estatura, tan sólo ligeramente inferior a la del comisario.

Un soplo de viento hizo que el vestido se le pegara al cuerpo. Con un cigarrillo en la boca, la subinspectora cerró la puerta de su casa, apagó la luz del porche, atravesó el jardín y se dirigió hacia el automóvil del comisario, que permanecía aparcado, esperándola, junto a la verja de la entrada. Los ojos de Satrústegui se detuvieron un segundo sobre sus pechos, que se insinuaban con turbadora evidencia, ni pequeños ni grandes, como peces inquietos.

Satrústegui descendió del coche para abrirle la portezuela.

—Está usted arrebatadora, Martina.

—Espero que no lo diga porque sea la primera vez que me ve desarmada. Me he retrasado. Siento haberle hecho esperar.

La subinspectora se había demorado leyendo el informe de Horacio Muñoz sobre las cápsulas rosadas que el propio archivero había encontrado en el callejón del Palacio Cavallería. Según había averiguado Horacio, esas muestras medicamentales respondían a un compuesto de suramina, una sal sulfónica cuyas propiedades contribuían a aniquilar al parásito causante de la llamada enfermedad del sueño. Horacio había añadido una nota comprometiéndose a ampliar la información sobre dicho parásito, el Trypanosoma gambiense, y sobre el descubrimiento, geografía, efectos y secuelas de dicha epidemia.

El comisario encendió el motor.

—Ha valido la pena esperarla, Martina. Haremos una entrada triunfal.

—No esté tan convencido. Hacía tiempo que no me ponía de tiros largos. He hecho lo que he podido, pero me sigue preocupando dejarle en mal lugar.

—Eso no ocurrirá. Dudo que ninguna de las invitadas sea capaz de competir con usted.

—¿Ni siquiera las actrices?

—Gloria Lamasón sigue siendo muy bella —estimó el comisario, reduciendo la velocidad para descender la cuesta de la urbanización—, pero va cumpliendo años. Los míos, arriba o abajo. ¿Qué le sucede, Martina? —preguntó Satrústegui, al observar cierto encogimiento en su pareja—. ¿Le abruman los piropos?

—No estoy habituada.

—Debería estarlo. Usted también tiene algo de actriz.

—¿Lo dice porque, en el fondo, los policías somos tímidos, y a veces representamos un papel?

Satrústegui universalizó:

—A veces, no. Siempre.

—En lo que a mí respecta, eso es discutible.

—No puedo estar de acuerdo con su presunta timidez —rió Satrústegui, descubriendo que la risa alejaba sus fantasmas—. ¡Ese defecto no figura entre sus cualidades!

La respuesta de Martina le iba a sorprender:

—Tengo la impresión de que no actúo ahora, sino de que lo hacía antes, cuando no era policía.

Atento al tráfico, Satrústegui la contempló por el cabo del ojo. La subinspectora había apagado el cigarrillo y se retocaba los labios con una barrita de cacao. Los faros de otros automóviles la iluminaban al trasluz.

—Supongo que es la declaración más vocacional que he oído nunca. No me equivoqué al apoyarla, Martina. Honra usted a la profesión.

—Conseguirá que me ruborice, señor. Ahora, si no le importa, detenga el coche.

Circulaban cerca del paseo marítimo, por el carril central de la avenida paralela al Puerto Nuevo, la que llevaba al Teatro Fénix.

—¿Se encuentra mal?

—Estoy perfectamente.

—¿Qué le pasa, entonces?

—Quiero hablar con usted, antes de la función.

—¿No podemos dejarlo para después? Vamos a llegar tarde.

—Eso no importa. Deténgase allí mismo, en esa parada de autobús.

Satrústegui hizo un gesto de incomprensión, pero aparcó y dejó los intermitentes puestos.

—Espero que lo que deba decirme sea inaplazable.

Martina se apoyó contra la portezuela, encogiendo las rodillas encima del asiento. Satrústegui no había soltado el volante. Notó, sobre la suya, una mano suave.

—¿Podría poner un poco de música?

Los ligeros dedos de Martina se retiraron, hasta posarse en su falda. Levemente aturdido por el contacto con su piel, y por el aroma de su perfume, una fragancia a eucalipto, el comisario manoteó con torpeza los estuches de las cintas.

—¿Bach? —sugirió, descartando de forma instintiva las grabaciones de música ligera que solía regalarle su exmujer.

—Bach será perfecto.

Las primeras notas sonaron en el interior del vehículo. La subinspectora había entornado los ojos y parecía absorberlas. Satrústegui casi sucumbió a la imperiosa tentación de acariciar su mejilla. Habría dado cualquier cosa por besarla, pero era como si Martina no estuviese allí. La subinspectora había encendido otro cigarrillo, que se consumió entre sus dedos hasta que Satrústegui, rozando su falda, le acercó la mano al cenicero, para recoger la ceniza. La mirada de Martina se fue centrando con lentitud, como si regresara de un lugar remoto.

—Nunca le he dado las gracias, comisario. Y tengo que agradecerle tantas cosas.

Satrústegui volvió a sentirse como un respetado oficial de policía.

—¿Por qué dice eso? Ha sido usted quien se ha ganado el respeto. Incluso el director general la ha elogiado. ¿Ha valido la pena vestir el uniforme, Martina, llegar hasta aquí?

Por toda contestación, la subinspectora sacó la carta que su superior había escrito a Sonia Barca y la aplastó contra el volante. El comisario se echó hacia atrás. Cogió el papel y se puso a menear la cabeza.

—No es lo que parece, Martina. No vaya a creer…

—¿Eso es todo lo que tiene que decir? ¿Después de lo que se ha publicado?

—Martina, yo…

La subinspectora apagó la música.

—Del contenido de esa carta personal, dirigida a una mujer brutalmente asesinada, se desprenden varios presupuestos. Primero: usted era su amante. Segundo: ella le abandonó. Tercero: el despechado amante estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por recuperarla.

Satrústegui se tapó la cara con una mano.

—Escribí esa nota en un momento de confusión.

—Tampoco los crímenes suelen cometerse en estado de gracia.

—No debería mostrarse tan agresiva conmigo, Martina —se lamentó el comisario, tratando de mantener la compostura; pero estaba desesperado, y el pánico alteraba su voz—. ¿Para quién está trabajando? ¿Para Asuntos Internos?

—Cumplo con mi deber, señor. Aunque vaya desarmada.

—¿Se sentiría más tranquila portando su arma?

—No. No con usted. Y no he recibido instrucciones de nadie.

Conrado Satrústegui respiró, aliviado, y encendió a su vez un pitillo. Dejó que su vista resbalase por las líneas que él mismo había redactado apresuradamente en la barra de El León de Oro, y dijo:

—Su primera conclusión es correcta. La segunda, también. La tercera, sólo parcialmente. Es cierto que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por recuperar a Sonia, pero convendrá conmigo en que deshacerse de una amante no parece el procedimiento más adecuado para volver a gozar de sus favores.

—Hábleme de su relación con Sonia Barca.

Satrústegui dio tal calada que sus pulmones debieron de convertirse en espirales de humo.

—Supongo que sabrá usted lo que sucede entre un hombre y una mujer cuando no hay testigos y una cama de por medio.

—Eso puedo imaginármelo. Me refiero a lo que había detrás.

—No la entiendo.

—¿Había dolor?

—¿Qué está insinuando, subinspectora?

—Como le dije, tenemos una grabación. Le recuerdo que alguien llamó a Sonia poco antes de su muerte. Le proponía abordarla en el museo, y aprovechar los elementos de la exposición para poner en práctica algún tipo de depravación sexual.

—Lo sé, pero sigo sin entenderla.

—Está claro, señor. Sadomasoquismo sería una traducción no eufemística, ni exclusiva para uno solo de sus amantes.

Satrústegui aplastó la colilla en el cenicero.

—Veo que va a por todas, Martina. Que piensa hacer su trabajo, pese a quien pese. Sólo puedo estar de acuerdo con esa actitud. Responderé ante usted, y ante nadie más. Recuerde: ante nadie más.

—Tiene mi palabra.

—No deseo que me ampare porque piense que me debe algo.

—Quiero creer en su inocencia, señor. Aunque sé que oculta algo.

El comisario se arrancó un pellejo de sus cuidadas uñas, antes de afirmar:

—Hubo ese tipo de sexo. No lo había hecho jamás, y no volveré a repetirlo. No sé por qué lo hice. Supongo que me encontraba deprimido y me dejé llevar.

—¿Hasta qué límites?

—Más allá de la humillación. ¿Ya a exigirme que siga arrastrándome por el fango o está ya satisfecha?

—Todavía no, aunque agradezco su sinceridad. ¿Fue Sonia la que se le acercó en El León de Oro?

—Sucedió de una manera casual. Ella salía de la barra, yo me iba para casa. Llovía, y me ofrecí a llevarla. Tomamos un café, después unas copas, y sucedió.

—¿Fueron a su piso?

—Sí.

—¿A partir de esa noche siguieron viéndose con frecuencia?

—Una vez por semana. Los jueves. El día en que ella libraba.

—¿Siempre en su domicilio, comisario?

—Sí.

—¿No hubo hoteles, nunca fue usted al apartamento de ella?

—No.

—¿Cuándo la vio por última vez?

—Hará unos veinte días. De repente, desapareció.

—¿Intentó ponerse en contacto con ella, antes de escribirle la nota?

—Sí, pero no pude.

—¿No sabía dónde vivía?

—No.

—¿Sabía si Sonia compartía su vida con alguien más?

—Me enteré de que se había unido a un tipo, el mismo individuo al que ordené trasladar a Comisaría cuando me informaron que era su novio, que disponía de un machete y que carecía de coartada. Sé que lo interrogó usted a última hora de la tarde de ayer, y que ordenó soltarlo.

—Iba a informarle esta mañana, pero…

—Pero leyó el periódico y varió de opinión. ¿No ocurrió así, subinspectora? ¿O le hicieron cambiar de idea los de Asuntos Internos?

Martina rehusó mirarle. En momentos como aquél, ser policía no era lo mejor del mundo.

—Ya le he dicho que llevo el caso a mi manera. ¿Sonia Barca se relacionaba con alguien más? ¿Tenía conocidos, alguna amiga?

—Una chica del Stork Club, una tal Camila. Eran de la misma población, o de municipios cercanos.

—Los Oscuros, en la cordillera de La Clamor —asintió Martina—. Hemos localizado a la familia Barca. El padre de Sonia es viudo. Le he pedido al agente Carrasco que les informe lo más diplomáticamente posible. ¿Sonia Barca era una prostituta, señor?

—No me consta. Jamás me pidió dinero.

—Pero ¿llegó a entregarle usted alguna cantidad?

—Unos billetes, sin más. No iba precisamente sobrada.

—¿Se sentía atraído por ella?

—Imagino que sí.

—¿Cómo se mostraba en la cama?

Satrústegui se encendió.

—¿Tengo que responder a eso?

—Lo averiguaré de todas formas, señor.

—Está bien. Se mostraba… ávida.

—¿Violenta?

—No, no es el término. Insaciable, diría yo.

—¿Qué más sabía de ella?

—Nada más. Llevaba muy poco tiempo en la ciudad. En una ocasión, me dijo que quería ser actriz. Me preguntó si tenía algún contacto con el mundo del teatro. No pude ayudarla. Confío, en cambio, que la esté ayudando a usted.

—Desde luego, señor. También me resultaría de utilidad saber de qué modo se enteró la prensa.

—Pregunte a esa rata de Belman, del Diario, o a su redactor jefe, Gabarre Duval. Hace tiempo que me la tenían jurada, y por Dios que se han vengado. Cabe la posibilidad de que Belman, o cualquiera de sus informadores, me sorprendiera en compañía de Sonia. También es posible que tengan un chivato.

Satrústegui asomó la cara por la ventanilla del coche y respiró el aire húmedo de la noche de Bolscan.

—Yo no maté a esa chica, Martina.

La subinspectora no dijo nada, pero el comisario experimentó un principio de gratitud. Desahogarse le había sentado bien. Sin embargo, la próxima pregunta de su subordinada le hizo sentirse acorralado:

—¿Qué hizo usted en la noche del lunes, señor?

Satrústegui cerró la ventanilla con lentitud. El ruido de la manivela, mal engrasada, le recordó los muelles de su cama, cuando Sonia lo montaba como una amazona encargada de aniquilar a los hombres.

—Imagino que estaría durmiendo.

—¿Había alguien con usted?

—No.

—¿Nadie que pueda atestiguarlo?

—No. ¿Ha terminado de someterme al tercer grado?

—Por el momento, sí.

—¿Todavía quiere ir al teatro?

—Antes me gustaría contarle algo.

Los faros de un autobús urbano que se había detenido en la parada, justo detrás del coche del comisario, los iluminaron con fuerza. Martina esperó a que el autobús hubiese descargado a sus pasajeros, para decir:

—No es usted el único que ha sufrido. Hace años, mi propio hermano me hizo conocer la humillación y el dolor.

El rostro del comisario reflejó estupor.

—Creí que era usted hija única.

—Tuve un hermano, Leo. Se suicidó en 1970, a los dieciocho años.

El comisario experimentó una híspida curiosidad. Era la primera vez que la subinspectora le hablaba de su familia.

Martina se encogió aún más en el asiento del coche y dijo con voz tenue:

—Leo se ahorcó en el salón de mi casa, después de una noche de orgía. O de varias noches. Era adicto, y bebía sin parar. Jamás he vuelto a conocer a nadie tan seductor, a nadie tan cruel. Todavía hoy pienso que fue víctima de su propio encanto. Mi hermano podía mostrarse muy tierno, pero también despiadado.

—En 1970 yo ya estaba destinado en Bolscan —recordó el comisario, en tono de pésame, aunque sin saber realmente cómo reaccionar—, pero desconocía ese desdichado suceso.

—Mi padre arrojó tierra sobre el asunto. Ordenó incinerar el cuerpo de Leo. Depositamos su urna, sin oficio ni ceremonia, en el panteón familiar. No hubo esquelas, duelo, nadie le lloró. Yo le adoraba.

Martina fumó con avidez, una calada tras otra. Su voz de humo sonó como si fuera a quebrarse:

—Cuando yo tenía dieciséis años, mi hermano Leo me violó. Jamás se lo dije a mis padres. Tampoco lo había comentado con nadie, hasta ahora.

Satrústegui se quedó mudo. Se oían las bocinas de otros automóviles, pero el comisario sólo escuchaba el esfumado tono de la subinspectora, que siguió diciendo: —Ocurrió durante las primeras vacaciones en que mis padres nos dejaron solos. Una empleada acudía de día. Al caer la tarde, después de hacernos la cena, se marchaba. Leo tomaba un bocado en la cocina y salía con sus amigos. Regresaba a casa de madrugada, a menudo en compañía de alguno de ellos. Yo les oía en el salón, divirtiéndose. Ponían la música muy alta. Sus voces no me dejaban dormir.

El comisario parecía hundido en su asiento. La subinspectora continuó:

—Una noche bajé las escaleras. Llevaba un camisón blanco y el pelo suelto. Las palmas de las manos me sudaban al deslizarse por la barandilla. Leo estaba sentado en la alfombra, frente a otro chico. Sostenía un espejito, y cortaba la coca. El amigo se levantó al verme, como dispuesto a irse, pero Leo le recomendó que se quedara. Tuve la impresión de que mi hermano me atravesaba con la mirada, y de que en ese gesto había algo físico, un deseo, una amenaza.

Satrústegui pensó que debía opinar, pero algo así como una membrana bloqueaba su mente. Martina le miró sin parpadear.

—Regresé a mi habitación y me acosté. Leo y su amigo habían apagado la música. La casa estaba en silencio, pero no pude dormir. La puerta de mi dormitorio se abrió. Leo estaba desnudo. La silueta de su amigo se recortaba contra la luz del pasillo. Supe lo que iba a pasar. Me quedé quieta, con los ojos abiertos. No me resistí, no habría servido de nada. Sentí una humillación que me invadía por completo, pero no lloré. Mi hermano sí lo hizo, encima de mí. Sus lágrimas me quemaron los labios en lugar de los besos que no se atrevió a buscar en mi boca; la suya destilaba una saliva residual, con sabor a culpabilidad. Después, Leo se levantó de la cama y, enloquecido, expulsó al otro. Oí la puerta principal al cerrarse. Mi hermano se acostó en su cuarto, cuyo tabique pegaba con el mío. Le oí llorar como un animal enfermo. No pensaba en vengarme. Sólo sentía una piedad que abarcaba aquel presente profanado, las risas y los juegos que Leo y yo habíamos compartido, los muñecos de nieve, las jornadas de pesca, los cumpleaños, las notas escolares, los viajes, las mascotas, los disfraces.

Se hizo un silencio dramático. Moteando el rostro de la subinspectora, los faros de los automóviles iluminaban a fogonazos la oscura avenida.

Ahora, Martina tenía las manos engarfiadas a los muslos, y los hombros ligeramente inclinados hacia delante. A un lado de la cara le caía la melena corta. El comisario pensó que esa mujer estaba hecha para desafiar el sufrimiento. Que su ser, por debajo de su frágil y dinámica apariencia, era galvánico, y que su voluntad, a fuerza de tensarse en la batalla contra el lado oscuro de la vida, era indesmayable, férrea. Satrústegui pensó también que Martina de Santo regresaba de algún lugar donde él nunca había estado. De un paraje desnudo de sentimientos, árido y frío como las montañas de la luna, o como un bosque muerto y sumergido en arenas movedizas.

—¿Por qué me ha contado todo eso?

Los ojos de la subinspectora adquirieron una tonalidad mercurial. Había terminado su cigarrillo, y encendió otro con la punta del anterior.

—Porque confío en usted, y porque es mi manera de explicarle por qué me hice policía.

El comisario miró su reloj, deseando cambiar de tema. Encendió el motor del coche y aceleró por la avenida.

—Seremos los últimos en llegar al estreno. La gente murmurará.

—¿Más de lo que ya pensaban hacerlo? —sonrió, con ambigüedad, Martina.

La subinspectora no había podido olvidar el rostro de aquel chico semioculto en el pasillo de su casa, la cara ansiosa y pálida, excitada por la expectación y el miedo, del único testigo que vio cómo su hermano Leo la violaba.

No había vuelto a encontrárselo, aunque sabía de él por los periódicos. Iba a verlo en pocos minutos, actuando sobre las tablas del Teatro Fénix.

El amigo de juventud de su hermano Leo se llamaba Antonio Sancho, pero en el mundo de las candilejas y del cine era más conocido como Toni Lagreca.