Eran más de las cinco de la madrugada cuando Camila y Juan se besaron por primera vez en la barra de un bar que permanecía abierto toda la noche. A Camila le gustó aquel beso, y lo repitió. Había bebido mucho, y se sentía flotar. Juan sólo bebía cerveza. Ella le había ofrecido un tiro, pero él lo había rechazado.
—Quiero estar despierto cuando te vea desnuda —le dijo con voz de pájaro, acariciándola por debajo de su chaqueta de cuero rojo.
Camila no tuvo que esperar mucho para quitarse la ropa. Estaban cerca de la calle Galeones, en el arrabal portuario, donde vivía él, y fueron caminando por las calles desiertas. De vez en cuando, se paraban para besarse con pasión en los portales.
La habitación de Juan era pequeña. Desde el pasillo se oía roncar a otros huéspedes, pero a Camila no le importó. Deseaba estar con aquel hombre.
Apenas Juan hubo cerrado el cuarto, Camila se dio cuenta de que en aquella habitación vivía o había vivido otra mujer. Sobre la mesilla de noche había un neceser con pinturas y un cepillo de pelo. Por la entreabierta puerta del armario se veían colgar una falda y un vestido estampado. A la bailarina tampoco le importó que bajo la cama asomasen un par de zapatos de tacón, como si su dueña acabase de quitárselos, o fuese a regresar de un momento a otro para volvérselos a poner.
—Me encanta tu piel —repitió Juan.
La fue desnudando con mimo, prenda por prenda, y con el mismo cuidado dobló su ropa sobre la única silla del cuarto. Cuando Camila estuvo desnuda, él le pidió que se tendiera en la cama. Entonces, él se desnudó a su vez y se tendió a su lado. Durante mucho rato estuvo acariciándola despacio, pero sin permitir a Camila tocar su enorme pene, que se iba desplegando sobre la sábana de color negro.
—Pocas mujeres tienen una piel como la tuya —dijo Juan—. Voy a lamerte entera.
Chupó sus pechos, cuyos pezones apuntaban al techo, y fue recorriendo a lametazos todo su cuerpo, hasta que Camila, fuera de sí, le suplicó que le hiciera el amor. Juan la penetró sin esfuerzo, hasta que ella empezó a ronronear, le rodeó la cintura con las piernas, se aferró a su espalda y le clavó las uñas. El cuerpo de Juan era rotundo y elástico, suave y macizo a la vez.
El tiempo se detuvo. Camila había encadenado un orgasmo tras otro. Creyó fallecer. Exhausta, cerró los ojos y se quedó dormida.
Juan se levantó, se vistió, abrió sin ruido la puerta y bajó a la calle. Tuvo que andar bastante para encontrar un taxi. Eran las siete de la mañana cuando llegaba al polígono Entremos, a las naves que teóricamente debería de haber estado custodiando durante toda la noche.
Fue directo a la taquilla, se quitó sus ropas de calle y vistió de nuevo el uniforme color tabaco de vigilante jurado, con el escudo de la empresa de seguridad cosido a la chaquetilla.
A las siete y media, como cada mañana, llegó Hurtado, el encargado del control, con quien Monzón mantenía una buena relación.
—Frío tenemos, Juanillo.
—Dímelo a mí, que me la he tenido que pasar al relente.
—¿Alguna novedad?
—Un perro perdido estuvo rondando.
—La gente tiene la mala costumbre de abandonar a los animales. No se sabe quiénes son peores, si los de cuatro patas o los de dos.
—¿De dos o de tres? —bromeó Juan.
—¡Anda, guripa! —rió Hurtado—. ¡Marcha a tomarte un buen café!
—Lo necesito.
—Pues hasta mañana, entonces.
—Hasta mañana.
Tal como, al salir del trabajo, hacía cada jornada, Juan se cambió de ropa, caminó por las anónimas vías del polígono industrial hasta la parada de autobús, subió al urbano y se bajó en el punto más próximo a la calle Galeones, en el barrio del Puerto Viejo.
Eran las ocho y media pasadas cuando entró a su habitación. Camila dormía aún, respirando con regularidad por su respingona nariz. Juan la despertó con delicadeza.
—¿Quieres desayunar?
—Sí, pero antes quiero otra cosa.
—¿El qué?
—¿No lo adivinas?
Juan sonrió, apagó la luz, subió un poco la persiana y se quitó la ropa. Sobre sus músculos, cubiertos de una morena piel, sus tatuajes parecieron hincharse.
—¿Sabes jugar? —preguntó, de pronto.
—¿A qué?
—Al pañuelo y las cuerdas. A las velas. Camila negó con la cabeza, sonriente.
—Yo te enseñaré —dijo Juan, abriendo el armario donde guardaba otro machete.