Aquélla, la del miércoles 4 de enero, iba a ser una de las últimas madrugadas en que Camila Ruiz bailase en el Stork Club, pero Eladio Moran no lo sabía.
A las doce y cuarto de la noche, como cada velada, a excepción de los pases dominicales, cuando la sustituía su amiga Sonia Barca, Camila había hecho su aparición en el cabaret por la entrada de servicio. Estaba helada. No usaba abrigo sobre su llamativo conjunto de charol rojo, que hacía resaltar su melena rubia y las curvas de sus caderas y pechos. También las botas que lucía por fuera eran acharoladas, tipo Barbarella. Camila llevaba tal cantidad de colorete que sus mejillas parecían las de una de aquellas marquesas que Robespierre ordenó guillotinar.
Amparado por una nube de humo, Eladio Moran, el gerente del Stork Club, estaba sentado en un taburete al extremo de la barra en forma de medio ocho, delante de un cóctel de fantasía. Durante el show, jamás abandonaba su despacho, pero aprovechaba los descansos entre cada pase para hacer caja y tomar una copa. Morán fumaba unos cigarrillos acres, morenos, que encendía con trabajo y una rústica ostentación, a cada poco, con un chisquero de piedra como los que usaban los antiguos tranviarios. El gerente lucía un tajo a un lado de la nariz, recuerdo de sus tiempos de peso welter, y la comisura del labio inferior cosida por una señal de navaja. Las strippers del Stork decían que, en lugar de corazón, Eladio Moran tenía una piedra de molar, pero con Camila no se había portado mal del todo. Le pagaba lo acordado, más la tarifada mitad de lo que obtenía por cada hombre que se llevaba a la cama.
—Llegas tarde, pimpollo —la había recibido Morán, con su sonrisa de hiena—. Estamos a punto de abrir puertas. Apúrate.
«Usted siempre tan caballero», estuvo a punto de responder Camila. En lugar de eso, se había limitado a agachar la cabeza y a abrirse paso hacia los camerinos entre las desordenadas mesas. Un mozo frotaba los hules para sacar las manchas de la función anterior, colocaba las sillas y los ceniceros de latón. Camila rodeó el escenario, recorrió un húmedo pasadizo, abrió la puerta de camerinos, tiró el bolso entre las pinturas de guerra que las demás chicas siempre dejaban destapadas y se desplomó en un butacón de peluquería, frente a los espejos de luces. Su reflejo le disgustó. Pese al maquillaje, aquella implacable iluminación le sacaba patas de gallo, proporcionando a su rostro un relieve de hielo, como si estuviera tallado en cristal.
Camila suspiró, abrió el bolso, sacó un espejito y se cortó una raya.
—¿Convidas, reina?
Flora, una de sus compañeras, la andaluza, acababa de llegar. Era la veterana del elenco, pero seguía teniendo una figura envidiable para su edad. En sus buenos tiempos había sido madame, hasta que la policía le cerró el garito. Flora se había quedado en la calle, para volver a hacerla. Eladio Morán le había ofrecido un puesto de chica de alterne, que Flora aceptó. No iba a tener mucho más, pero sí un lugar donde caerse muerta. Camila pensaba que, si Flora seguía bebiendo y metiéndose como lo hacía, pronto caería, pero al hoyo.
—Sírvete tú misma.
Flora se espolvoreó a gusto la nariz y se relamió los labios.
—Se ve la vida de otro color. Eres un amor, Camililla. Te merecerías un príncipe. Y yo también.
—¿No preferirías un funcionario? —bromeó Camila.
Flora se echó a reír. Tenía una risa contagiosa, mudéjar.
—¿Uno que funcione bien, y que no sea fifiriche? Eso lo dejo para ti, que todavía eres joven. A mí me basta con que no ronquen. Te diré una cosa, Camililla. Los hombres de hoy no son como los de antes.
—¿Y cómo eran los hombres de ayer?
—Machos.
—¿Y los de hoy?
—¡Bah!
—Habría que ver ahora a los viejos de tu generación —dijo Camila—. Apuesto a que tienen que tirar de lengua.
—¡Jodida criatura! Estás convencida de que vas a comerte el mundo, ¿no es verdad? ¿Cuántos años tienes?
Camila Ruiz tenía veinte años, una virtud felina en sus ojos garzos, el cabello rubio y demasiado fuego en el cuerpo.
—¡Qué habrás visto tú de la vida, meque! —exclamó Flora.
Desde que tenía uso de razón, Camila había encalomado a los hombres. Le gustaba desnudarse para ellos, en privado y en público, y sorprender ese rictus de éxtasis que los transportaba a un mundo mejor, al universo de la debilidad y el placer.
—He visto mucho —repuso Camila—. He tenido tiempo hasta de sufrir.
Sólo se había enamorado una vez, de uno de esos muchachos de buena familia que se veían obligados a trapichear para mantener su tren de vida. Se llamaba David Raisiac, y era hijo de un catedrático de la Universidad, un señorón que enseñaba arqueología, historia y lenguas antiguas. Un poco mayor que Camila, David había dejado de estudiar. El joven Raisiac solía decirle que le gustaban menos los latines paternos que su lengua rosada de gata sin dueño. David estuvo en la cárcel, por tráfico, salió y volvió a ingresar en el maco. En la cárcel, su carácter cambió, se envileció. David se metía tal cantidad de farlopa que la mayor parte de las veces andaba colgado. Sometía a malos tratos a Camila, y luego le imploraba perdón. Y así una y otra vez, hasta que Camila le dejó. Entonces, él se convirtió en su camello. A veces, cuando no tenía con qué pagarle, Camila le permitía que volviese a disfrutar de su cuerpo, pero ya no le dejaba jugar con sus labios ni con su caliente lengua, y tampoco ronroneaba cuando le sobrevenía el gozo. Después, David desapareció. En un par de ocasiones, con su nueva pareja, una profesora universitaria, de su misma clase, el joven Raisiac había visitado el Stork Club para verla serpentear y contonearse en la barra, pero ella le había ignorado.
Camila no había vuelto a liarse en serio con ningún otro tipo. Tenía clientes, tenía para meterse, y se arreglaba con eso. De vez en cuando, tenía una mujer. Una suave leona como Sonia Barca.
—Me vendría bien otro tirito —dijo Flora.
—Pero que sea el último.
—Eres un cielillo. Ojalá esta noche te esté esperando el hombre de tus sueños.
A la mañana siguiente, cuando se despertó en una estrecha y húmeda habitación de alquiler de la calle Galeones, en el corazón del viejo barrio portuario, Camila atribuiría a esa frase de Flora el efecto de una premonición. Porque Camila iba a conocer a Juan Monzón de una manera que a los dos les pareció romántica, algo así como un regalo del destino. Ella había perdido su documento de identidad en alguna parte, y él lo encontró en la calle.
Al menos, eso le diría Juan Monzón, el hombre que le estaba predestinado por el capricho de los astros. Junto con el documento de Camila, figuraba en su fundita de plástico una tarjeta del Stork Club. Juan había localizado el cabaret. Pagó la entrada y se presentó en la sala pasada la medianoche, justo cuando ella acababa de comenzar su actuación. Monzón nunca había estado en el Stork. Mostró al barman el extraviado carnet y preguntó por Camila Ruiz. El mentón del camarero señaló la pista.
Enroscada a la barra, con la mirada encendida de provocación y de un placer que sólo podía ser auténtico, Camila procedía a despojarse de un sujetador de lentejuelas a juego con el tanga. Las luces violetas y anaranjadas prestaban a sus senos una transparencia química. Cuando el bikini cayó, arrugándose sobre el tablao como una piel gastada, Juan olvidó a qué había ido. Pidió un whisky, que le supo a gasoil de barco, y después, en el descanso del show, mientras anunciaban nuevos números de striptease, una cerveza.
Después de su actuación, Camila se desfondó en la butaca del camerino, agotada. Al terminar de bailar, se sentía vacía. Identificaba ese cansancio con una forma de felicidad, y por eso estuvo unos minutos sin hacer nada, limitándose a limarse las uñas y a espiar en el espejo los estragos que el vaho humano de la sala había causado en su maquillaje.
—¿Todo bien, pequeña? —dijo Flora, entrando a cambiarse; se tambaleaba un poco—. Estuviste sensacional. Divina.
—¿Has vuelto a beber, Flora?
—Estuve haciendo barra. Hay un cliente nuevo, y ha preguntado por ti.
—¿De qué manera?
—Con mucha educación.
—¿Está bueno?
—Cañón.
—¿Vale la pena que me arrime?
—Yo que tú correría hacia él. Pero ten cuidado, no vayas a tropezar con el periodista.
—¡Ese ferrete!
—Está como una cuba. Y también ha preguntado por ti.
—¿Cómo?
—Sin la menor educación.
Camila se ajustó como una funda el traje de cuero rojo y avanzó hacia la barra rechazando las invitaciones de clientes que querían alternar con ella.
—Coca-Cola —pidió al barman, acodándose y encendiendo un cigarrillo—. Con un chupito de ron.
—Creo que esto es tuyo —dijo Juan.
Se le había acercado por detrás, y le tendía lo que parecía un documento de identidad. Antes de verle, Camila escuchó su voz. Apenas unas pocas horas más tarde, pensaría que ese factor había sido el causante de su derrota sentimental, de su enamoramiento. Se había jurado a sí misma no caer nunca más en una trampa de sonrisas y golpes, pero aquel hombre la cegó. ¿Era posible que la hubiese cautivado su voz? ¡Si no se trataba de una voz bonita, ni siquiera viril! Juan lo era, sin duda. Bastaba evaluar su imponente apostura, las patillas de hacha, los pectorales que se le marcaban contra la ajustada camiseta negra, bajo la cazadora de aviador. Pero ese timbre agudo, entrecortado y tímido que surgía entre sus labios no estaba hecho para seducir. A ella, sin embargo, le había llegado al corazón. «Es la voz de un niño», pensó.
—¿Dónde lo encontraste?
—Tirado en la calle —mintió Juan—, junto a un banco. Debiste de perderlo sin darte cuenta. Me orienté por la tarjeta. Supuse que trabajabas aquí, o que alguien te conocería.
Camila sonrió. No podía recordar dónde había perdido el documento, y dio por válida la explicación.
—Había también tres mil pesetas —añadió Juan—. Ten.
—Gracias. La pasma no me habría localizado con tanta rapidez. ¿No serás poli?
—Claro que no. ¿Es que tengo pinta?
—¿A qué te dedicas?
Juan sonrió.
—Busco el amor.
Ella también sonrió. Los románticos le habían atraído siempre, pero ninguno poseía esos músculos.
—¿Me has visto trabajar?
Juan se ruborizó.
—El espectáculo es muy vistoso.
—¿Espectáculo? —rió Camila—. Eso es para las estrellas. Soy bailarina de cabaret. Hago barra, hago lésbico. Enseño las tetas, y a veces el resto. Pero no soy puta, si es lo que estabas pensando.
Juan denegó con la cabeza.
—Me ha gustado. La música, el ritmo… Y también me has gustado tú. Tienes una piel increíble.
—No hace falta que sigas siendo amable. Ya me has devuelto el carnet. Toma, por las molestias.
Monzón se quedó mirando el billete, atónito.
—¿Una gratificación? ¡No puedo aceptarla!
—¿Por qué no? Sorprende a tu chica. Tráela, si quieres. Hablaré con el encargado para que os inviten a dos storkinos. ¿Los has probado? Piña, azúcar y ron. Explosivos.
—No tengo novia.
—¿Una amiguita fuerte, a lo mejor?
Juan frunció los labios. Camila pensó que esa boca tenía que saber a algún licor dulce y espeso. Monzón se franqueó:
—Vivo en una habitación alquilada en la calle Galeones. Estoy solo, vivo solo.
—Eso debe de ser malo para la salud.
—Puede. ¿Me recomiendas algún remedio?
—¿Por qué no pides uno de nuestros storkinos?
Camila chasqueó los dedos.
—Un cóctel de la casa para el caballero, Paco. Y otro para mí. Apártame esa Coca-Cola.
—Invito yo —dijo una voz gangosa, después de estornudar.
—Déjalo, guapo —repuso Camila, volviéndose hacia un cliente desgarbado y alto que trasegaba a su espalda, acodado en la barra—. Menudo plasta —le susurró a Juan—. Se llama Belman, y es del Diario. Nosotras le llamamos pelman. Dicen que el otro apellido lo tiene más largo —rió Camila—. No lo he visto, así que no puedo opinar.
Monzón dedicó al periodista una mirada feroz. Paco, el barman, les atendió mientras Eladio Morán los observaba sin disimulo desde el túnel de camerinos. A través del espejo de la barra, Camila podía ver el anillo de falso rubí del gerente brillando junto a la brasa de su cigarro, y cómo el gesto de pasarse un dedo por la cicatriz de la boca se repetía demasiado a menudo, como siempre que Morán sometía su cerebro a alguna clase de cálculo.
Juan, en cambio, se había sentado en el taburete y mantenía las manos quietas, posadas con mansedumbre sobre sus anchas perneras. Todo en aquel guapo desconocido, pensó Camila, era ancho; todo, menos su voz. Pero esa voz chica, aflautada, iba hendiendo en ella una resistencia antigua.
—Me gusta tu voz —dijo.
Él volvió a sonreír. Su sonrisa también era ancha. Camila clavó una uña en el muslo de su pantalón de cuero y empezó a subir el índice a lo largo de la costura. Percibió la carne prensada, joven, y cómo Juan se enervaba, perdiendo el dominio de sí.
—He terminado por esta noche —dijo Camila—. Me pregunto cuándo irás a pedirme que salgamos de aquí.
—Estaba a punto de hacerlo. ¿Nos vamos?
—Júrame que no llegaremos a tu casa antes del amanecer.
—No podría cumplir mi palabra.
Juan Monzón la enlazó por la cintura. Eladio Morán los vio salir, los rostros demasiado juntos, y adivinó que esa noche había perdido su cincuenta por ciento.
No podía saber que estaba a punto de despedirse de una de sus principales fuentes de ingresos.