El sospechoso permaneció un rato con la cabeza baja, contemplándose las uñas con aparente calma. Después, se estiró la camiseta y dirigió a la subinspectora una mirada terca.
—No llamaré a ningún picapleitos.
—¿La voz de la grabación es la suya? —preguntó Martina.
—Sí.
—¿La voz de la mujer se corresponde con la de su novia?
Monzón volvió a afirmar.
—En ese caso —concluyó la subinspectora—, me temo que se encuentra usted en un serio aprieto.
—Le repito que soy inocente. ¡Yo no la maté!
—Tendrá que demostrarlo. ¿Puede hacerlo?
Monzón se pellizcó la nuez. Se afeitaba hasta su mismo pico, pero esa mañana no se había rasurado.
—Es cierto que hice esa llamada, pero luego no pude ver a Sonia.
—¿A qué hora la llamó?
—Sobre la medianoche.
—¿Desde dónde hizo la llamada?
—Desde la centralita del polígono donde trabajo.
—¿Acudió usted inmediatamente después al Palacio Cavallería?
—Sí.
—¿Cómo se desplazó hasta allí?
—Andando.
—¿Atravesó media ciudad vestido con su uniforme de vigilante?
—En las naves dispongo de una taquilla. Me cambié de ropa.
—De manera que se cambió y caminó hasta el Palacio Cavallería. Debió de tardar más de una hora. ¿Alguien le vio recorrer las calles?
—Supongo.
—¿Alguien que pueda testificarlo?
—No lo sé. Tendría que hacer memoria.
—Le recomiendo que haga trabajar esa función cerebral. ¿A qué hora llegó al palacio?
—Sobre la una de la madrugada —concretó Monzón—. Llamé al timbre de la puerta principal, pero Sonia no abrió.
—¿Había gente en la plaza del Carmen?
—Nadie. La plaza estaba desierta. Hacía frío, y llovía.
—¿Qué hizo entonces?
—Estuve esperando.
—¿No vio ni oyó nada extraño?
—Únicamente, un ruido que procedía de dentro. Como una música de funeral. Pegué el oído a la puerta, pero no oí a Sonia. Insistí con el timbre, y nada.
—¿A qué atribuyó el hecho de que su novia se negase a abrirle la puerta?
—Pensé que el timbre debía de estar estropeado, que no se escucharía desde el interior.
—¿Qué hizo después?
—Di la vuelta al palacio, por el callejón, para llamar al portón trasero.
—¿Tampoco vio a nadie en el callejón?
La actitud de Juan Monzón mejoró. Su tono sonó más positivo.
—Sí, vi a alguien. Había un coche.
La subinspectora apoyó la mandíbula en el respaldo de la silla.
—¿Tenía las luces apagadas o encendidas?
—Encendidas. Estaba subido a la acera, pegado al muro.
—¿Retuvo alguna característica de ese vehículo?
—Puede que fuera un turismo de color oscuro, negro o azul marino.
—¿Había alguien dentro del coche?
—Una persona, quizá dos.
Martina contuvo el aliento.
—¿Se fijó en sus caras?
—Los faros me deslumbraban y el limpiaparabrisas estaba funcionando. Pasé muy rápido, además.
—Haga memoria. ¿Recuerda algún rasgo del conductor?
—No se trataba del conductor, porque esa persona estaba sentada en el asiento contiguo, junto a la ventanilla pegada al muro. Creo que llevaba gafas.
—¿Unas gafas corrientes?
—No. Oscuras.
—¿A esa hora de la noche?
—Sí.
—¿Está seguro?
—Sí.
—La otra persona, ¿estaba en el asiento de atrás?
—Sí.
—¿Era un hombre o una mujer?
—Creo que era un hombre.
—¿No recuerda nada más? ¿Ningún otro detalle? ¿Algún número de la matrícula, el código provincial?
—No.
Martina lo dejó descansar. Ella misma se tomó un respiro, pero sin quitarle la vista de encima. El sospechoso, a su vez, miraba a la grabadora, que seguía funcionando con un molesto rumor de fondo.
La subinspectora volvió a la carga:
—El portón trasero del palacio no dispone de timbre. ¿Cómo llamó, a golpes, con los nudillos?
—Golpeé el portón, sin resultado.
—¿Qué hizo luego?
—Me fui.
—¿Adónde?
Juan Monzón señaló con aprensión el magnetofón, que seguía funcionando con un molesto rumor de fondo.
—¿Va a seguir grabando?
—¿Prefiere que no lo haga?
El tono del sospechoso fue el de un jugador que, al descartarse, sabe que le va a entrar una carta marcada.
—No creo que le vaya a gustar lo que voy a contarle ni que le convenga grabarlo.
La experiencia de la subinspectora le anticipó que de esa actitud podía derivarse alguna confidencia, pero era más que probable que Monzón exigiese algo a cambio. Para que su demanda fuera modesta, Martina, poniéndose en pie y caminando en círculos alrededor de la mesa, le fue describiendo el oscuro panorama de su implicación:
—Me parece que no acaba de darse cuenta de cuál es su situación, señor Monzón. Sonia Barca era su novia.
Compartían vivienda. Usted fue una de las últimas personas que la vio con vida. Estuvieron juntos toda la tarde de ayer. Según su propia declaración, permanecieron varias horas encerrados en su cuarto, en el que usted guardaba un arma blanca, haciendo el amor y dormitando a ratos. Sonia, siempre según su versión, se despidió de usted, que estaba dormido, le puso el despertador y se dirigió al palacio. A partir de las diez de la noche, hora en que firmó el parte de relevo, su novia se quedó sola en el interior del recinto. A las doce respondió una llamada telefónica suya, para arreglar una cita. Pero, una hora después, cuando usted se presentó, Sonia no le abrió la puerta. Bien porque el asesino estaba dentro, y había conseguido reducirla, bien porque ya había sido asesinada a puñaladas por alguien que, como usted, tenía conocimientos médicos, pese a lo cual iba a ensañarse con ella, desollándola en dos terceras partes de su cuerpo.
Juan Monzón golpeó la mesa con la palma de la mano.
—¿Desollada? ¿Qué es esto, una trampa?
Fuera, la cabeza del policía de guardia se incrustó entre los barrotes de la ventanilla. La subinspectora le indicó con un gesto que se abstuviera de intervenir.
Monzón se mostraba ahora más agresivo. Gritó:
—¡Los policías que me trajeron aquí dijeron que la había matado de un machetazo! ¡Con el cuchillo que guardo para mi defensa personal! ¿Me estaban acusando ya, desde el primer momento? ¿Me acusa usted ahora? ¡Están buscando un chivo expiatorio!
—Cálmese, señor Monzón. Nadie le ha imputado delito alguno.
—¿Ah, no? Entonces ¿por qué me tratan como al sospechoso número uno?
Martina ahogó un juramento. Entre los patrulleros, siempre había algún bocazas. Tomó la decisión de apagar el magnetofón. La cinta se detuvo.
—¿Mejor así?
El vigilante pareció recuperar el control.
—A partir de ahora —señaló Martina—, lo que vaya a decirme quedará entre usted y yo. Sin embargo, debe saber que utilizaré en la investigación los datos que me suministre. Hable.
Monzón enlazó y retorció sus manos con tanta presión que la sangre se le retiró de las falanges.
—Yo no era el único hombre en la vida de Sonia.
—¿Ella tenía otros amantes?
—Estoy convencido.
—¿Discutieron por eso? ¿Se lo echó usted en cara?
—Ni siquiera llegamos a hablar del asunto. Sonia presumía de ser una mujer libre. Me lo dejó muy claro desde la primera vez que chingó conmigo.
—¿Nada de preguntas?
—Eso es. Acepté sus condiciones porque sabía que era la única forma de retenerla junto a mí.
—Y, de hecho, lo consiguió.
—No del todo. A veces, cuando lo hacíamos, tenía la impresión de que ella estaba con otro hombre. No sé si entiende lo que quiero decir.
La subinspectora sonrió.
—¿Quizá Sonia tenía demasiada imaginación?
—Puede usted burlarse, pero me hacía sentirme inferior. Pruebe a entender eso. Pruebe a comprender lo que significa para el orgullo de un hombre.
Martina fingió comprenderlo.
—Hábleme de esos tipos que llenaban la imaginación de Sonia. ¿Eran un ideal, un sueño, o rivales de carne y hueso?
—Le contestaré, pero haga que me devuelvan la cartera.
—¿Para qué? —Haga lo que le digo.
La subinspectora abrió la puerta y dio orden de que restituyesen al detenido sus objetos personales. Un agente los depositó sobre la mesa, metidos en una caja de cartón. Monzón abrió su cartera y procedió a desdoblar un arrugado papel.
—Nunca vi a ese hijoputa, pero sé quién es. Dejó una carta para Sonia en El León de Oro. El camarero no pudo localizar a Sonia. Sabía que ella vivía conmigo, y me entregó la carta para que yo se la diese. El camarero también me dijo quién era ese hombre. La carta estaba en un sobre, pero lo abrí y me la guardé. Aquí está.
Querida Sonia: Te echo mucho de menos. Necesito verte con urgencia o, de lo contrario, me temo que voy a hacer una barbaridad. En cuanto recibas estas líneas, haz el favor de llamarme. Ya sabes dónde encontrarme. Tenemos que hablar.
Conrado
Como si estuviera ardiendo, la subinspectora sostuvo el papel por una esquina. Había visto tantas veces esa letra que lo único que le extrañó fue sorprender sus caracteres al margen de su contexto policial. No cabía la menor duda: aquel mensaje destinado a la mujer asesinada había sido redactado por el comisario Satrústegui.
Martina de Santo clavó en Juan Monzón una mirada líquida.
—Se someterá a una extracción de sangre, recogerá el resto de sus cosas y se irá de aquí.
Como si considerase aquel desenlace un acto de justicia, el gesto de Monzón no reflejó agradecimiento ni alivio.
—Permanezca en la ciudad y absténgase de hablar con nadie en relación a este caso —le ordenó la subinspectora—. Lo quiero localizado en todo momento. Un agente le acompañará.
Martina se dirigió hacia el ascensor, subió al pasillo de la primera planta y sacó un café de la máquina. Encendió un cigarrillo y se apoyó contra la pared. Sentía un peso encima, y las manos le temblaban ligeramente.
Funcionarios del Cuerpo transitaban por el corredor. Al fondo, frente al despacho del comisario Satrústegui, varios inspectores aguardaban a ser recibidos. El comisario los había convocado para coordinar la visita del ministro del Interior.
La subinspectora desdobló la carta que acababa de entregarle Monzón. El estilo era apresurado, nervioso. La frase más deslavazada era, también, la más grave:
Necesito verte con urgencia o, de lo contrario, me temo que voy a hacer una barbaridad…
Mirando fijamente la puerta del comisario, que acababa de abrirse para mostrarle en mangas de camisa, de perfil, hablando por teléfono e indicando a los inspectores que fueran sentándose, Martina se preguntó si Conrado Satrústegui habría llevado a cabo su impulsiva amenaza. Si el destino también habría jugado sucio con él, como en otras ocasiones lo había hecho con ella, y si esa mujer, Sonia Barca, habría tenido la suficiente influencia sobre su superior como para convertirle en un asesino.