Eran las ocho de la tarde cuando Martina de Santo regresaba a la brigada. Horacio Muñoz pareció intuir su presencia, porque la alcanzó en las escaleras y fue hacia ella agitando una funda clasificatoria.
—El informe que me pidió sobre el fármaco.
—Lo leeré después —dijo la subinspectora, recogiéndolo junto con la rosada cápsula, que había sido envuelta en papel de plata por el meticuloso Horacio—. Ahora no tengo más remedio que ver a Buj.
El inspector estaba en la brigada, entre sus hombres, frente al tablero de corcho con fotos de Sonia Barca y de la escena del crimen. Ernesto Buj llevaba cuarenta y ocho horas de pie. Ni siquiera se tomó la molestia de saludar a la subinspectora. Cuando Martina consideró que llevaba ya bastante tiempo siendo ignorada, le siguió a su despacho y llamó en clave paródica.
—¿Da su permiso?
—¿Qué mosca le ha picado? —barbotó el Hipopótamo.
—El comisario me ordenó que me coordinase con usted.
—¿En qué asunto?
—En el crimen del cuchillo de obsidiana. Voy a interrogar a Juan Monzón, el hombre que vivía con Sonia Barca. Luego le daré cuenta.
—Hágalo por escrito, si es tan amable. Cada vez que aparece en este despacho se me pone jaqueca.
Martina cerró de un portazo el despacho del inspector, bajó a la sala de interrogatorios y ordenó que trasladasen ante ella a Juan Monzón. Mientras esperaba en la sala, arrimó una silla a la mesa y se sentó al revés, apoyando los codos sobre el respaldo para leer su expediente.
Juan Monzón, 26 años, nacido en Madrid. Sin antecedentes penales. Estado civil: soltero. Estudios: bachillerato superior y tres cursos de veterinaria. Ocupación laboral: guarda jurado. Lugar de residencia: calle Cuchilleros, Bolscan. Permiso de conducir. Permiso de armas.
La puerta de interrogatorios se abrió y entró Juan Monzón. A primera vista, a Martina le pareció un hombre tosco, pero sensual. El detenido permaneció junto a la puerta, mirándola con sequedad, mientras el agente preguntaba:
—¿Desea que me quede, subinspectora?
—Puede retirarse. Siéntese, señor Monzón.
El aludido lo hizo enfrente de ella, al otro extremo de la mesa. Tenía un pelo sano, y de su rostro emanaba salud. Llevaba una camiseta negra, muy ajustada, y un pantalón de cuero. El cinturón y una cazadora de aviador le habían sido requisados al ingresar en la celda.
Martina se presentó:
—Subinspectora De Santo, Homicidios.
Monzón se limitó a apartarle la vista. Su frente era estrecha, prognática, y sus ojos, claros. Señalando el equipo de grabación, Martina le advirtió:
—Debo formularle algunas preguntas en relación con una mujer asesinada en el Palacio Cavallería. Sus respuestas quedarán registradas.
—¿Algún juez sabe que estoy aquí?
—Desde luego. Su interrogatorio ha sido autorizado.
—¿Tengo derecho a un abogado?
—En el pasillo hay un teléfono. Puede salir y llamar a uno.
Monzón pareció pensarlo, pero lo descartó.
—No he hecho nada malo, y no necesito ayuda.
—Me alegro por usted. ¿Está listo para empezar?
—Usted pregunte, y ya se verá.
—Muy bien. Quisiera saber por qué tenía un machete en su habitación.
—¿De qué se me acusa?
—Por el momento, de nada —quiso tranquilizarle Martina, analizándolo, al mismo tiempo. La presencia física de Monzón imponía, pero su cuerpo robusto aparentaba pesadez, falta de reflejos, de agilidad—. Si no hay cargos contra usted, saldrá en libertad. Todo dependerá de sus respuestas y de su voluntad de colaborar.
—Yo no maté a Sonia —dijo el vigilante con aquella extraña voz de pájaro que Martina había identificado ya. Se trataba, sin género de duda, del mismo hombre que había mantenido una escabrosa conversación telefónica con Sonia Barca, poco antes de su muerte.
—Nadie sostiene lo contrario. Pero partimos de un hecho sustancial: la víctima del crimen vivía con usted. ¿Estoy bien informada?
—Sí.
—¿Desde cuándo convivían Sonia y usted?
—Desde el mes de octubre.
—¿Cómo la conoció?
—Trabajaba de camarera en El León de Oro.
—¿Iba usted con frecuencia a ese local?
—De vez en cuando.
—¿Con algún amigo?
—Por lo común, no. Me gusta tomar mis copas solo.
—¿En una de las whiskerías más caras de la ciudad?
Monzón se puso rígido.
—No soy un cateto, si es lo que está pensando. No conozco a muchos horteras que hayan estudiado…
—¿Veterinaria? —apuntó la subinspectora.
—Entre otras cosas —repuso Monzón, con cautela—. Me gusta ese tipo de ambiente, eso es todo.
—Además de tomar copas en El León de Oro, ¿buscaba mujeres?
—No especialmente. Aunque, si se terciaba…
—¿Fue usted quien se acercó a Sonia, quien le dio conversación?
—No.
—Es usted un hombre bien parecido. ¿Sucedió justo al revés?
—Podría decirse así.
—¿Fue ella quien le ligó? —sonrió Martina.
—Supongo, pero no me resistí mucho. Estaba muy buena.
—¿Por qué no la respeta?
La mirada de Monzón se humedeció. No era fácil adivinar lo que estaba pensando.
—Sé que está muerta. Pero yo no la maté.
—Voy a pedirle que no siga insistiendo en su ausencia de culpabilidad, o en su presunta inocencia. Si tengo que imputarle algo, formularé una acusación y se la elevaré al juez. ¿Me ha entendido?
Monzón no dio señales de haberlo hecho. Con el cuello vuelto, miraba con obstinación hacia la puerta, como queriendo indicar que su legítimo lugar estaba al otro lado de esa ventana enrejada, a través de la cual se distinguía la cabeza del agente de guardia.
Martina encendió un cigarrillo. El chasquido del encendedor sólo iba a ser un punto y seguido en el interrogatorio.
—¿Lo de Sonia y usted, entonces, no fue un flechazo mutuo, a primera vista? ¿Ella le eligió entre otros clientes?
—Lo único que sé es que Sonia salió de la barra. Que hablamos, quedamos para después, nos fuimos de tragos y acabamos en la cama.
—¿En su habitación de alquiler?
—Sí.
—¿No le llega para pagar un piso?
—El sueldo de vigilante es muy justo.
—Pero le permite frecuentar El León de Oro, e invitar a sus ligues.
—Vivo a mi manera, ya se lo he dicho. ¿Es que un segurata no puede divertirse como le dé la gana?
—Desde luego que sí. ¿Fue usted quien propuso a Sonia mudarse a su habitación?
—Lo acordamos los dos.
—Pero ¿lo propuso usted?
—Puede.
—¿Dónde residía Sonia antes de conocerle?
—No tenía domicilio fijo. Llevaba poco tiempo en Bolscan. Estaba en un hotel, creo.
—¿En cuál?
—En el Palma del Mar.
—Que también es muy caro. ¿Cómo lo pagaba?
—Nunca lo supe.
—¿De dónde procedía ella?
—Tampoco lo sé.
—¿No le contó nada de su pasado, de su familia?
—No teníamos mucho tiempo para estar juntos. Y, el poco que teníamos, lo pasábamos en la cama.
Monzón sonrió, orgulloso de sí mismo. La subinspectora lo miró con frialdad, como a un pedazo de carne.
—¿Practicando juegos sadomasoquistas?
El sospechoso no se inmutó.
—Lo que una pareja haga en la intimidad es asunto suyo, y de nadie más.
—Depende. A veces, la violencia genera violencia. ¿Mantuvo usted relaciones sexuales con Sonia Barca pocas horas antes de su muerte?
—Ignoro a qué hora murió —repuso Monzón.
—¿Desconoce a qué hora asesinaron a Sonia, ha querido decir?
—Eso es —admitió el vigilante, perdiendo parte de su aplomo.
—La mataron entre la una y las dos de la madrugada de hoy —precisó Martina—. ¿Estuvo usted con ella durante la tarde de ayer?
—¿Tengo que contestar a eso?
—Le recomiendo que sea sincero.
Monzón meditó durante unos segundos, antes de admitir:
—Estuve con ella por la tarde.
—¿En la cama?
—Sí.
—¿Tenían poco tiempo para estar juntos y por eso se dedicó usted a satisfacerla sexualmente?
El sospechoso volvió a sonreír, con engreimiento. Inspiró poderosamente, tanto que sus pectorales se marcaron bajo la camiseta.
—Comimos algo en el barrio y fuimos al cuarto. Echamos unos cuantos polvos, como cada día, y nos quedamos dormidos.
—¿A qué hora se despertaron?
—Sonia, no lo sé. Me dejó puesto el despertador y se fue al trabajo.
—Así debió de ocurrir —asintió la subinspectora, consultando sus notas—. A las 21.30, Sonia firmó la ficha de relevo para su turno de noche en el Palacio Cavallería. ¿Ha estado usted en ese edificio?
—Estuve con ella, para presentarle al otro guarda y revisar los sistemas de alarma.
Martina consultó las declaraciones del personal del museo.
—A las 21.45, los funcionarios y el guarda del último turno abandonaron el palacio, y el recinto quedó cerrado. ¿Diría usted que la seguridad del palacio es la adecuada?
—Asimismo se lo dije a Sonia.
—¿Para tranquilizarla?
—Sí, porque carecía de experiencia.
—¿Tenía miedo?
—Normal. Iba a ser su primera noche.
—¿Qué le dijo para reforzar su confianza?
—Que ahí dentro no podría entrar ni un mosquito.
—A menos que su novia abriese las puertas —exceptuó Martina.
—¿Por qué iba a hacerlo?
La subinspectora se tomó una pausa para terminar el pitillo.
—Entre las diez de la noche de ayer y la una de la madrugada del día de hoy se recibió una llamada en la centralita del museo. Sonia descolgó el teléfono y contestó. ¿Adivina quién se encontraba al otro lado del hilo?
Los músculos faciales de Juan Monzón se tensaron, pero su boca permaneció cerrada.
—¿No lo adivina? —repitió la subinspectora. —No tengo poderes mágicos.
Muy despacio, Martina sacó una pequeña cinta y la instaló en la grabadora de un teléfono situado en un ángulo de la mesa. Las voces de Juan Monzón y de Sonia Barca sonaron en la sala:
—Tengo ganas de ti.
—Yo también tengo ganas.
—¿Estás mojada?
—Sí.
—¿Quieres que vaya a por ti?
—Es mi primera noche. No sé…
—¿Quién se dará cuenta? Nos lo montaremos en el museo. Será muy excitante. En una hora tendrás palanca. Espérame discurriendo alguno de tus jueguecitos. Instrumentos no te van a faltar.
—Tendría que abrirte la puerta y…
—¿Quién nos verá? En todo caso, pensarán que soy el vigilante de refuerzo. Nos lo hacemos y me vuelvo a mis putas naves. ¿Cuál es el problema?…
—¿Y bien? —preguntó Martina—. ¿Desea ahora salir al pasillo, llamar a un abogado y explicarle cuál es exactamente su problema?