Capítulo 33

La subinspectora regresó a la sala azteca. Desobedeciendo sus instrucciones, la doctora Insausti concluía la limpieza del ídolo. Las manchas ocres habían desaparecido, pero, allá donde las salpicaduras habían llegado a traspasar la porosa terracota, su superficie era más oscura.

—Es usted muy obstinada, doctora.

—Ambas cumplimos con nuestra obligación —se limitó a replicar la arqueóloga.

El roto cristal de la vitrina reventada había sido desmontado. Una luna nueva, lista para ser instalada, descansaba embalada contra el expositor. Ninguno de los tres restantes técpatls de obsidiana relucía sobre sus peanas. Los enigmáticos itzpapalotls que Néstor Raisiac había descubierto en una acrópolis del Petén, acuchillando la piel de los muros, ya no estaban en su lugar.

—¿Y los otros cuchillos? —preguntó Martina.

—He ordenado trasladarlos, con sus correspondientes cajas, al Museo Arqueológico de Bolscan —repuso la doctora Insausti—. Allí se custodiarán hasta que se decida reabrir la exposición, o cancelarla y restituir las piezas a sus países de origen.

—Necesitaré dar un vistazo a esos cuchillos.

—Están a su disposición. ¿Quiere que llame al Arqueológico?

El tono soberbio de su interlocutora no consiguió irritar a Martina.

—En cuanto instalen esa luna será como si nada hubiese ocurrido. ¿No es así como piensa usted, doctora Insausti?

—Cada cual tiene su responsabilidad —se enrocó la arqueóloga—. La mía consiste en desenterrar restos arqueológicos, organizar exposiciones e invitar a la gente a disfrutar de ellas. No calcula el daño que este lamentable suceso puede llegar a causar a nuestro equipo de investigación. Están en juego las futuras subvenciones y…

—Son vidas humanas las que están en juego. A lo mejor usted, doctora, ha olvidado ya que en este preciso lugar se ha cometido un atroz asesinato. Yo, desde luego, no. Y, antes de proceder a su camuflaje o, simplemente, a relegarlo, tenemos la obligación de intentar esclarecer sus circunstancias. A partir de ahora, consideraré cualquier otra actitud por su parte como una obstrucción a la investigación policial.

La comisaria dejó la esponja en un balde.

—Pregunte lo que quiera.

Martina extrajo un cigarrillo de su pitillera, pero no llegó a encenderlo.

—Aunque no sé muy bien por qué, y aunque probablemente no debería hacerlo, voy a confiar en usted. Le proporcionaré información confidencial, a condición de que no haga uso de ella.

Sonriendo con indiferencia, la doctora Insausti procedió a despojarse del mono. La subinspectora bajó la voz.

—En un principio, di por supuesto que el criminal había arrancado el corazón de la víctima, antes de desollarla. Pero no ocurrió de esa forma.

—¿Ah, no?

—No.

—¿Y cómo ocurrió? —preguntó la doctora.

—La apuñaló, pero no la evisceró. El asesino no sólo se desvió del protocolo en ese punto. También en la elección de víctima, pues fue una mujer. Y tengo entendido que en las culturas precolombinas sólo se sacrificaban varones.

—Habitualmente, así sucedía.

—¿No siempre, no en todos los casos? —preguntó Martina.

—No.

—¿Podría mostrarse un poco menos escueta?

La doctora hizo un gesto de resignación. Su tono iba a adquirir un barniz didáctico, un punto cansino, que a Martina le recordó el fraseo de su maestro, Néstor Raisiac.

—Durante la Conquista, los hombres de Hernán Cortés, a su paso por las aldeas aztecas, vieron jaulas de madera con cautivos en su interior, indias e indios que eran cebados para la suprema ofrenda. Una vez sacrificados, esos cuerpos serían devorados por sus dueños, como un nutriente de carácter divino. No los corazones, que estaban reservados a los dioses, ni las cabezas, que pasarían a engrosar los altares de cráneos; tampoco la sangre, ofrecida a Tláloc, el dios de la lluvia, y al astro rey, a fin de que no detuviera su curso provocando el fin del mundo.

—¿Qué partes del cuerpo eran devoradas?

—Las extremidades.

—¿Crudas, palpitantes?

—No —sonrió la doctora—. Eran caníbales, pero aceptables gourmets. Se consumían cocinadas con calabaza y maíz.

Martina hizo un gesto de asco.

—Creo que no me gustaría esa dieta. Hábleme de las prisioneras. ¿Eran desolladas al término de su cautiverio?

—No.

—¿Ni antes ni después de su ejecución?

—No.

—¿De qué manera eran sacrificadas?

—Se las decapitaba.

—¿Eran vírgenes?

—Ya veo que necesita una clase completa, subinspectora. El año que viene podría matricularse en mi curso. Estaré encantada de examinarla.

—Lo tendré en cuenta. Ahora conteste, por favor.

Cristina Insausti se humedeció los labios con la punta de la lengua.

—En la cultura incaica, que acudió al sacrificio humano en ocasiones solemnes, al declararse la guerra, o por enfermedad del Inca, las víctimas debían ser muchachas vírgenes, pues su ofrenda alegraba especialmente a los dioses y suponía, para los padres de aquellas infelices, un diezmo económico y la atribución de poderes chamánicos. Entre los mayas, la selección de prisioneros se amplió a niños y a niñas, que acudían al rito pintados de azul y eran arrojados, vivos o muertos, a los cenotes, considerados umbrales del inframundo.

—Pero no se les desollaba.

—No. Raisiac y yo, entre otros especialistas, opinamos que el desollamiento se reservaba a los hombres. Eran desollados los reos de traición y, ya entre los aztecas, aquellos prisioneros que los sacerdotes designaban para las ceremonias en honor a Xipe Totec.

—¿A Su Majestad El Desollado nunca se le sacrificaban mujeres?

—Nunca.

La subinspectora ensayó otra línea.

—¿En las culturas precolombinas hubo mujeres sacerdotisas?

La doctora se quitó la goma del pelo y, con un par de giros, volvió a rehacer su cómodo peinado.

—El chamanismo vestal prehispánico es un mundo confuso, poco estudiado. Se cree que hubo sacerdotisas mayas y aztecas, encargadas de vigilar el fuego sagrado. Entre los incas, las vírgenes del sol habitaban sus propios templos. Debían mantenerse castas, aunque en algunos casos eran entregadas a los nobles.

La subinspectora se llevó el cigarrillo apagado a los labios. Ardía en deseos de fumar.

—Cuando se cometió el crimen, la música ambiental del museo estaba al máximo volumen. ¿Le sugiere algo esa circunstancia?

—Para las etnias mesoamericanas, la música reunía un significado sobrenatural —divagó la arqueóloga—. Los sacrificios se ilustraban con danzas, llamadas tum.

—¿Y esas danzas se potenciaban con alucinógenos?

—El consumo de psicotrópicos era inherente a las castas sacerdotales.

—¿Qué drogas tomaban?

—Los chamanes aztecas utilizaban el Psilocibe mexicana. Dejaban secar el hongo, lo molían y lo mezclaban con cacao. Algunos frisos dibujan el alcaloide en forma de semillas rojas y negras derramándose, como una dádiva, de las manos del dios Tláloc. Los sacerdotes consumían la «serpiente verde», semillas de volubilis diluidas en agua. Y peyote, claro está, peyótl, al que los españoles llamaron «moneda del diablo». Algunas de estas sustancias, mezcladas con alcohol, se administraban a los cautivos, a fin de que se enfrentaran a la muerte sin dar muestras de temor. Los aztecas consideraban una desgracia que el pánico les hiciera rebelarse, y que la suprema ofrenda se convirtiese en una carnicería. ¿Puedo hacerle una pregunta, subinspectora?

—Se ha ganado ese derecho.

—¿La víctima de anoche era una mujer joven?

—Joven, proporcionada y en buen estado de salud. ¿Por qué?

—Los aztecas sacrificaban pelirrojos o albinos coincidiendo con los eclipses de sol o de luna, o leprosos en honor de Tonatiuh, otro de los dioses solares, pero casi siempre elegían para el sacrificio a jóvenes hermosos e inteligentes, alegres y pacíficos, sin mácula ni deshonor.

—No adivino adonde quiere ir a parar, doctora.

—¿Cabe la posibilidad de que el criminal, confundido por el uniforme que vestía la víctima, creyera que iba a matar a un hombre joven?

—No, no lo creo. ¿Es ésa su conclusión?

—Una cosa debe tener clara, subinspectora. Si alguien ha pretendido reproducir los rituales sacrificiales mayas o aztecas, no ha estudiado a fondo los códices. En todos los sacrificios, ya fueran llevados a cabo por flechamiento, apedreamiento, decapitación, asfixia, por el fuego o el filo de la obsidiana, el corazón de la víctima era arrancado y ofrecido a los dioses. Pero usted me ha confirmado que el asesino no extrajo el corazón de esa mujer.

—Así fue.

—¿Por qué no lo hizo?

—Confiaba en que podría revelármelo usted.

—Ya veo que la policía carece de la menor pista —dijo la doctora, con cierta desilusión.

—No sea tan negativa. Hay avances en la investigación.

—¿Como cuáles?

Martina le sonrió con calidez.

—Hemos podido averiguar, doctora Insausti, que es usted una extraordinaria cocinera. A mí, en cambio, la cocina se me da fatal.

La arqueóloga quedó completamente desconcertada.

—¿Cómo sabe que me gusta la cocina? ¿Y qué puede importar eso?

Martina hizo un distraído gesto, antes de preguntar:

—¿Qué hizo usted anoche, doctora?

La arqueóloga dio medio paso atrás y apoyó las manos en las caderas de Xipe Totec.

—¿Por qué quiere saberlo?

—Porque cada una tenemos nuestra responsabilidad. ¿No era ésa su consigna?

Una mal reprimida cólera afloró a los ojos de Cristina Insausti, levemente achinados. Tenía la frente y las mejillas tostadas por el sol; las manos y los antebrazos, en cambio, más blancos.

—Cené en casa del profesor Raisiac. Teníamos trabajo pendiente.

—¿Cocinó usted, o encargaron la cena?

—La preparé yo misma.

—¿Recuerda qué cocinó?

—Nada especial. Un poco de pasta, creo. El profesor es poco exigente.

—¿Hasta qué hora permaneció en casa de Néstor Raisiac?

—Hasta las doce de la noche, más o menos.

—¿Qué hizo después?

—Regresé a mi apartamento en un taxi.

—¿Alguien la acompañó?

—No.

—¿Pasó la noche sola?

La doctora estalló.

—¡Eso no es de su incumbencia!

—Se equivoca. Lo es.

—¡Existe un límite a su…!

—Conteste.

Entre la expresión de la subinspectora y el pétreo gesto de Xipe Totec, que ahora se interponía entre las dos mujeres, apenas había diferencia.

—David se quedó a dormir —dijo Cristina Insausti, con la voz pastosa.

—¿Quién?

—El hijo de Raisiac.

—¿Vive con usted?

—No exactamente. Tiene su propio piso, pero en ocasiones…

—Entiendo —dijo Martina—. Es usted una mujer independiente. ¿Alguien vio a David Raisiac salir o entrar de su apartamento entre la una y media y las tres de la pasada madrugada?

—No lo sé. ¿Cómo podría saberlo?

—¿Tiene él llave de su casa?

—Sí.

—Quisiera hablar con el joven Raisiac. ¿Puede localizarle?

El tono de la doctora Insausti fue amargo.

—¿Para que corrobore mi coartada?

—No me gusta dejar cabos sueltos.

—Le facilitaré un teléfono, pero no sé si lo encontrará. David siempre está de aquí para allá…

—Déjelo de mi cuenta.

La arqueóloga le anotó el número de David Raisiac.

—¿Ha terminado conmigo?

—Me temo que tendré que volver a molestarla por alguna otra cuestión —la previno Martina—. No creo que en Bolscan haya muchas especialistas en culturas precolombinas, ¿o me equivoco?

—Nuestro equipo arqueológico se vertebra en torno a la cátedra de Raisiac. Cualquiera de sus miembros estará dispuesto a documentarla en su investigación.

—¿Hay alguna otra mujer en ese equipo, aparte de usted?

—Soy la única.

—En eso, nos parecemos.

Martina le dedicó una media sonrisa de complicidad y se dio la vuelta. Pero, antes de abandonar la sala azteca, se giró para preguntarle:

—Una cosa más, doctora. ¿Entiende usted de vinos?

—Un poco.

—Se lo pregunto porque tengo un compromiso y quisiera quedar bien. Pero soy mala cocinera, como le decía, y tendré que salir del apuro como pueda. ¿Qué vino me recomendaría para acompañar unos espagueti boloñesa?

—Tinto —repuso la arqueóloga, sin dudarlo—. Un Ribera de Duero, por ejemplo.

—Gracias por el consejo. Si no llega a ser por usted, habría encargado un lambrusco o cualquiera de esos vinos de aguja. Le debo un favor.

—No me debe nada, subinspectora.

Martina la miró como a una amiga.