Capítulo 32

Del Instituto Anatómico Forense al Palacio Cavallería había veinte minutos a pie. Martina de Santo los cubrió en diez, pero no habría podido especificar qué calles eligió para acortar el trayecto por una geografía urbana que se deshabitaba con la caída de la noche.

En el reloj de la iglesia del Carmen eran las seis y media de la tarde. Las farolas de la plaza estaban encendidas. La niebla flotaba sobre los planos tejados del Palacio Cavallería.

Dos miembros de la Policía Local permanecían de retén. En el vestíbulo del palacio, utilizando el área de recepción, los municipales habían improvisado una precaria oficina. Martina preguntó si habían registrado las llamadas exteriores. La mayoría eran de la prensa, pero diez minutos antes se había recibido una llamada para la doctora Insausti, que en ese momento no se encontraba en el recinto. Sin embargo, añadió un agente, la comisaria de la exposición acababa de llegar.

—¿Se identificó la persona que preguntaba por ella? —inquirió la subinspectora—. ¿Era el profesor Raisiac?

—No se identificó —repuso uno de los guardias.

—A partir de ahora, no pasen llamadas a la doctora Insausti. Si recibe alguna, comuníquenmelo.

Sobre el mostrador había un ejemplar del Diario de Bolscan. En su portada, una fotografía de la propia Martina de Santo servía de reclamo para una entrevista interior. La subinspectora leyó el texto, atónita. Ella no había declarado nada de aquello.

Las páginas culturales traían información sobre el estreno del Teatro Fénix. Los protagonistas de Antígona habían concedido una rueda de prensa, y aparecían fotografiados en la puerta de actores. Toni Lagreca, María Bacamorta, Alfredo Flin… Todos, menos la primera actriz, Gloria Lamasón, de quien se aseguraba seguía indispuesta.

Martina se fijó en la imagen de Toni Lagreca. El actor debía de tener poco más de treinta años, pero parecía bastante mayor. Mucho más consumido y delgado, desde luego, que su compañero de reparto Alfredo Flin, un apuesto joven que en la fotografía del Diario le pasaba la mano sobre el hombro. En cuanto a la actriz que representaría a Eurídice, María Bacamorta, era rubia, de una belleza canónica, con grandes ojos y esa irradiada felicidad que suelen inspirar los umbrales del éxito.

La subinspectora entró a la exposición. A esa hora sólo quedaban dentro un par de agentes de su brigada, ocupados en revisar la película de la cámara de la entrada.

Los investigadores habían precintado el itinerario que comunicaba con el módulo azteca, y aislado y fragmentado la escena del crimen.

En la sala precolombina, la estatua de Xipe Totec permanecía en la misma postura, con el rostro orientado hacia el altar mortuorio y su manto de piel humana colgándole de los hombros de piedra. La doctora Insausti, vestida con un mono blanco, y con el pelo recogido en una cola de caballo, lavaba al ídolo con una esponja.

—¿Puedo saber qué está haciendo? —le espetó Martina.

—Limpiar la sangre —repuso la arqueóloga, sin dejar de hacerlo.

—¿Con autorización de quién?

—De alguien con una placa como la suya, pero con algún galón más: el comisario Satrústegui. Los embajadores y cónsules de los países prestatarios han anunciado su inminente visita. No podemos permitir que vean esto.

La colaboradora de Néstor Raisiac había actuado con diligencia. También la piedra sacrificial había sido meticulosamente lavada. Martina enfiló a la arqueóloga una mirada admonitoria.

—Después hablaré con usted. No abandone el palacio.

—No pensaba hacerlo hasta terminar mi faena.

—No vuelva a tocar nada.

—El comisario me dijo que…

—Absolutamente nada. ¿Lo ha entendido?

Cristina Insausti le sostuvo la mirada con aire desafiante y volvió a empuñar la esponja con la que adecentaba a Xipe Totec, pero acto seguido la dejó caer en un balde. La subinspectora le dio la espalda y avanzó hacia la cabina de proyección, habilitada en una pequeña carpa que reproducía una jaima.

Como complemento a la exposición, venían pasándose en la carpa diversos documentales sobre torturas y ritos tribales de exanguinación, pero las imágenes que ahora se veían en la pantalla eran muy distintas. Técnicos de Jefatura habían adaptado el proyector para visionar todas las tomas registradas por la cámara fija del vestíbulo, con las filas de visitantes que en días anteriores hicieron cola para entrar al recinto.

Los agentes Carrasco y Salcedo estaban sentados delante del foco, ocupando sendas sillas de tijera. En la pantalla podía verse una hilera de ciudadanos ateridos de frío, esperando bajo la nieve.

Carrasco comunicó a la subinspectora las novedades acaecidas en ausencia suya. Dentro del palacio se habían encontrado dos cigarrillos de marihuana, consumidos hasta los filtros. El primer porro apareció en la recepción; y un segundo cigarrillo, a medio consumir, en la sala azteca.

Por otra parte, se había procedido a interrogar al guarda jurado del turno de tarde, Raúl Codina, así como al responsable de la agencia de seguridad que prestaba servicio en el Palacio Cavallería. Dicha agencia había facilitado algunos datos de Sonia Barca. El guarda Codina había asegurado que el novio de la víctima era otro vigilante de la misma compañía, un tal Juan Monzón, cuyas señas, asimismo, fueron facilitadas por la empresa de seguridad.

En torno a las cuatro de la tarde, añadió Carrasco, se había procedido a la identificación de dicho individuo, Juan Monzón, en una habitación alquilada de la calle Cuchilleros, en el barrio gótico.

Al ser informado de la trágica muerte de su novia, Sonia Barca, Juan Monzón no había demostrado la menor alteración. Aseguró a los agentes que, a la hora en que ellos afirmaban que se había cometido el asesinato, él se encontraba en el extrarradio, vigilando unos almacenes de distribución alimentaria. Después de fichar a las diez de la noche, dijo, no se movió del polígono Entremos en toda la madrugada. Pero no había testigos que pudieran acreditarlo. Los policías habían registrado el cuarto de Monzón, descubriendo un machete de unos veinte centímetros de hoja, con el filo mellado. El vigilante sostuvo que guardaba dicha arma para su defensa personal, y que jamás la había utilizado contra nadie. Mucho menos, contra la chica que vivía con él. En la habitación aparecieron ropas de mujer, un bolso con artilugios destinados a prácticas sadomasoquistas y una mochila que había pertenecido a Sonia Barca, pues mostraba sus iniciales trazadas con rotulador. Notificado de todo ello, el comisario Satrústegui había ordenado el traslado a Comisaría de Juan Monzón, donde permanecía a la espera de ser formalmente interrogado.

—Más tarde me ocuparé del sospechoso —aplazó Martina, indicando a Carrasco que rebobinase la película—. ¿Tienen interés esas imágenes?

Salcedo apuntó:

—Las estamos visionando porque cabe la posibilidad de que el asesino visitase el edificio días antes de la comisión del crimen.

De esa frase y del relato de la detención de Juan Monzón, la subinspectora dedujo que el comisario Satrústegui había tomado en consideración su hipótesis. No obstante, Martina se preguntó si el comisario habría llegado a esa conclusión a través de las reflexiones que ella misma le formuló, o si tras su decisión de hacer derivar las sospechas de culpabilidad hacia Juan Monzón, había algo más.

La subinspectora volvió a mirar la pantalla. Una hilera de gente anónima se sucedía con exasperante lentitud.

—Desde que la muestra se inauguró, el pasado viernes, la cámara ha grabado a centenares de visitantes —objetó Carrasco.

—Podríamos descartar a los niños y a las personas mayores —propuso Salcedo.

—Seguiríamos hablando de centenares de individuos —replicó Carrasco.

—Descartemos también a las mujeres.

—Por ahora, no —dijo Martina.

Los policías se miraron con sorpresa. Salcedo accionó la pausa del proyector y preguntó:

—¿A quién le seguimos los pasos, subinspectora?

—A una persona alta y delgada, de complexión atlética, con brazos largos y un pie pequeño.

—Del cuarenta y uno, concretamente —corroboró Salcedo—. El derrumbe de la galería provocó una nube de polvo y la rotura de numerosos tablones, muchos de los cuales quedaron reducidos a astillas. Pero hemos conseguido aislar un par de huellas. Limpias, sin restos de sangre.

—¿Material de la suela? —preguntó Martina.

—De la indefinición de la horma, homogénea y lisa, cabe deducir que fuese algún tipo de calzado elástico —repuso Salcedo—. Una zapatilla flexible, en cualquier caso.

—¿Caucho?

—Tal vez. A propósito, subinspectora: he indagado en el circo. Fui a la hora de comer y pude hablar con la familia de trapecistas.

—¿Con los Corelli?

—Eso es, subinspectora. —Con una sonrisa premiada, Salcedo agregó—: Como Corelli, Arcangelo, el músico barroco.

—Me congratula comprobar que ha consultado la enciclopedia —ironizó la subinspectora—. ¿Y?

—Como le decía, el clan de trapecistas está compuesto por tres miembros: dos hombres, hermanos entre sí, y una mujer, casada con uno de ellos. Tienen coartada. Durante la noche del lunes, asistieron a una fiesta que se celebraba en una de las caravanas. La juerga duró hasta la salida del sol.

—Volvamos a las huellas de esas pisadas —suspiró Martina—. ¿Encontraron restos de parafina?

—No, pero podríamos analizarlas.

—Háganlo. Y encárguense de verificar si esas huellas de la galería derrumbada se corresponden con un calzado de alpinismo que se utiliza en escalada libre. Pies de gato, lo llaman. Si es así, traten de determinar la marca. Confeccionen una lista de establecimientos donde se expida ese material e intenten averiguar si alguno de ellos vendió recientemente un par del número cuarenta y uno.

La pausa de la película se disparó, y de nuevo en la pantalla comenzaron a correr las imágenes de visitantes entrando al museo. La subinspectora rogó:

—Haga volver atrás la película.

Carrasco accionó la bobina.

—Ahí —señaló Martina—. El hombre delgado. El que habla con ese otro más joven.

—¡Es Toni Lagreca! —exclamó Salcedo—. ¡El actor!

—Esta vez no ha tenido que consultar la enciclopedia —sonrió Martina—. Lagreca actuará mañana en el Teatro Fénix. El hombre joven que le acompaña es otro actor de la Compañía Nacional. Probablemente, encontrarían un hueco entre los ensayos para visitar la exposición… ¿Tienen ya los análisis de sangre que ordené?

—Acaban de enviarlos al Grupo —contestó Carrasco—. Los restos de sangre de la escena del crimen son del tipo A, correspondiente a la víctima. Pero…

—¿Pero? —exclamó Martina, sin poder contenerse.

—Algunas de las gotas de sangre que cayeron bajo la galería, aunque mezcladas con otras del tipo A, pertenecen al tipo AB.

—Podría tratarse de una pista válida —postuló Salcedo—. Necesitaremos someter al señor Monzón a una prueba hematológica.

—Además de eso —dijo Martina—, revisen los bancos de los principales hospitales. Quiero una lista de donantes del tipo AB. ¿Se atreven a formular alguna teoría?

Salcedo se animó a exponer:

—El agresor pudo cortarse con el mismo cuchillo que empleó para desollar a la chica. Algunas gotas de su sangre resbalarían hasta caer junto a las otras, procedentes de la piel de la víctima.

—Esa argumentación sería acertada —opinó Carrasco— si, como parece lógico, el asesino no portase una bolsa o una mochila para trasladar los fetiches.

Martina preguntó:

—¿Hay alguna razón que le impidiera llevarlos encima?

La subinspectora dejó que esa vampírica imagen flotara en sus mentes. Como ella, también los dos policías pudieron imaginar a una diabólica figura trepando hacia la techumbre del palacio, con la blanca piel de Sonia Barca colgando de sus hombros como un pálido y tétrico manto.