Un espeso silencio pareció caer sobre la sala de autopsias. En el exterior, en el pasillo de acceso, se oyó un ruidoso timbre, y enseguida un rumor de pasos precipitados.
—Espero que no nos traigan nuevos clientes —dijo el doctor, quitándose los guantes, consultando su reloj y mirando con aprensión la puerta batiente—. ¿Un pastel, subinspectora?
—No, gracias.
—Si no le importa, yo tomaré uno. El dulce ayuda a sobrellevar las penas de este oficio.
Martina aguardó a que el forense terminase su tocino de cielo.
—¿Cuánto pesa una piel humana, doctor?
—La de esta mujer, alrededor de cuatro kilos. Se trata de una epidermis casi perfecta, del tipo caucásico, la más fina. Por el suave vello de sus piernas, podemos deducir que tenía cabellos rubios, naturales. ¿Dice usted que el asesino sólo codiciaba su piel?
—Eso creo.
—¿Nada más? ¿No pretendía matarla por ningún otro motivo?
—Es pronto aún para responder a esa pregunta.
—La espera un duro trabajo, subinspectora —vaticinó Marugán—. No me gustaría estar en su piel, y no se trata de una broma macabra. Las circunstancias de este homicidio son muy extrañas.
Martina había destapado su pluma de plata y tomaba notas en una libretita. Al concluir, alzó la cabeza para contemplar de nuevo el rostro de la víctima. Los dientes de Sonia Barca seguían separados por una mueca agónica.
—¿Podría decirme, doctor, hasta qué punto sufrió la víctima?
El médico estaba arrugando con maniática precisión el envoltorio del dulce. Lo transformó en un triángulo de pringoso papel y lo dejó en la bandeja, junto a los pasteles que iría consumiendo a lo largo de la tarde. Antes de responder, se limpió los dedos en la bata.
—¿Cómo saberlo? Quiero pensar que, al margen de la angustia psíquica que esa desgraciada muchacha tuvo que experimentar, si es que permanecía consciente antes de que se perpetrara la agresión, no fue torturada en vida.
—¿Está convencido de ello?
Ligeramente hastiado por la insistencia de la detective, el forense tornó a descubrir el cadáver.
—Observe esto, subinspectora. Las abrasiones, causadas por ligaduras, indican que hubo una resistencia pasiva, por lo que es más que probable que la víctima llegase a ver al asesino. Las uñas no presentan escamaciones, lo que demuestra que la mujer no pudo defenderse. Para inmovilizarla, el agresor utilizó un tipo resistente de cinta aislante. Apretó de tal modo las ligaduras que casi llegó a colapsar la circulación. Hay restos de adhesivo en muñecas, tobillos y rodillas. Tal vez consiga identificar el tipo de material.
—Nos sería de utilidad. ¿Han quedado restos de pegamento en su esmalte dental?
—No.
—Lo que quiere decir que no la amordazó —desprendió Martina—. Sonia gritaría para pedir auxilio, pero los muros del Palacio Cavallería son gruesos y nadie la oyó.
—Aquí entraríamos en el terreno de la indagación policial —se abstuvo Marugán—. Pero supongo que ese razonamiento es correcto.
—Ensayemos otro —propuso Martina—: a fin de practicar el desollamiento, el homicida tuvo que trasladar el cadáver desde el altar de piedra a un lugar más cómodo.
—Completamente de acuerdo —coincidió el médico—. Lo más lógico es que lo extendiera en el suelo de la sala, lejos del charco de sangre, y que, después, una vez extraída la piel, volviera a colocarlo en el ara. Lo que ignoro es para qué.
—Para que el cadáver fuese hallado en la disposición estética que había imaginado. ¿Había visto algo semejante, doctor?
Marugán se pasó una mano por el sudoroso cráneo. Las cejas, muy pobladas, destacaban como una sola entidad rebelde a su calvicie.
—Soy médico forense desde hace veinticinco años. He practicado alrededor de un millar de autopsias, pero nunca me había encontrado con un crimen de esta índole.
—¿Recuerda algún otro caso parecido? ¿Arrancamiento de cabelleras? ¿Desollamientos parciales? ¿Escoriaciones múltiples?
—No, al menos en mi circunscripción. Es cierto que, en muchos otros crímenes por acuchillamiento, la piel apareció desgarrada, rota, pero de una manera aleatoria, fragmentaria, y siempre como consecuencia del impacto de la hoja al horadar o desgarrar la masa muscular o los órganos internos. Cuando elabore mi informe definitivo procuraré incluir algún precedente, si es que mis colegas disponen de esa información. Por ahora, siento no poder ayudarla en ese sentido.
—Lo está haciendo en otros aspectos. ¿Qué más le ha revelado la autopsia?
El forense consultó su bloc.
—El estómago de la víctima apenas contenía restos alimenticios. Su grado de digestión coincide con la data de la muerte que le adelantaba en mi primer diagnóstico: entre la una y las dos de la última madrugada. Junto al cadáver, en su posición mortuoria, mezcladas con la sangre vertida, había manchas de orina. El terror debió de provocar arcadas a la mujer, así como descontrol de esfínteres.
—¿Hay indicios de que fuera violada?
—En la vagina se han conservado restos de semen, pero no hay síntomas de una relación sexual no consentida. Me arriesgaría a apuntar que se trataba de una hembra sexualmente muy activa.
—¿Promiscua?
—Lo sabré cuando haya analizado el semen.
—¿Su estado general de salud era bueno?
—Excelente, aunque era fumadora de tabaco y hachís.
Martina sintió fuertes deseos de fumar. Sacó un cigarrillo de la pitillera y, sin encenderlo, lo sostuvo en la comisura de los labios.
—Una última cuestión, doctor.
—Usted dirá, subinspectora. Pero le ruego que vayamos terminando. Tengo pendientes otras autopsias y todavía me quedaré hasta bien entrada la noche.
—¿Cuánto tiempo tarda en pudrirse una piel humana?
—Si no se la conserva en alcohol ni se le aplican resinas o aceites; si no se la momifica o curte, unos cuantos días.
—¿Tres, cuatro?
—Una semana, a lo sumo.
—¿Y a partir de entonces?
—Comenzaría la fase de putrefacción. Yo también tengo una pregunta para usted, subinspectora: ¿para qué puede servir la piel de una mujer joven?
Precisamente porque estaba formulándose esa misma cuestión, Martina hizo un vago ademán.
—Fetichismo sexual, ceremonias satánicas… ¿Quién sabe?
—¿Tiene alguna pista?
—Descubrí huellas en el museo, pertenecientes a un pie mediano, y liviano. ¿Cree que pudo matarla otra mujer?
Marugán apenas disimuló una sonrisa suficiente.
—Categóricamente, no.
—¿Por qué está tan seguro?
—La potencia de la puñalada contradice esa hipótesis. Las asesinas, usted lo sabe bien, no suelen operar con semejante exhibición de fuerza y violencia. Prefieren métodos más sutiles.
—¿Como los venenos? —sonrió Martina.
—Por ejemplo —asintió el forense, devolviéndole la sonrisa. No había tenido demasiadas ocasiones de tratar a la detective De Santo, pero se arriesgó a concederle que, por debajo de su rígido porte, de su seguridad, fluyera una corriente de sano humor negro—. Se me hace increíble, además, que una mujer desolle a otra. Sería como arrebatarle, ya no el alma, sino la belleza, todo su ser… ¿Qué motivación iba a impulsarla, además?
—Quizá la misma por la que actúan la mayoría de las asesinas.
—¿Y cuál sería ese móvil?
—El rencor.
Marugán se encogió de hombros, escéptico.
—No sé, Martina. Mi ciencia no alcanza más allá. Lo único que puedo desearle es que le sonría el éxito. Ahora, si me lo permite, tengo otro cliente en mi lista de espera. Ah, mire, y uno más reciente aún, que acaba de llegar.
Las puertas batientes se habían abierto de golpe. Un celador entró empujando una camilla. Marugán la frenó a su paso y alzó el lienzo que cubría el cadáver. El rostro de un hombre atormentado y envejecido por una devastadora enfermedad impactó a Martina.
El médico ayudó al celador a depositar el nuevo cadáver en una de las neveras.
—Mario Ginés García —leyó el doctor, en el certificado que acompañaba al difunto—. Veintisiete años, inmunodeficiente. ¡Maldita plaga!
La subinspectora se despidió. El forense cogió otro pastel y consultó el reloj colgado en la pared, sobre las blancas y esterilizadas baldosas del zócalo. Eran las seis de la tarde del tercer día de un año que había madrugado con el pie izquierdo.
Marugán salió de la sala y se dirigió a la máquina de bebidas. Necesitaba un café cargado porque todavía le quedaban algunas horas para seguir escuchando las voces de los muertos. Sus últimas confesiones antes de que los destruyera el fuego, o de que la tierra se cerrase sobre ellos, silenciándolos para siempre en el olvido de sus tumbas.