El arqueólogo volvió a sentarse. Había palidecido.
—¿Me está acusando de algo? ¿Acaso sospecha de mí?
—Cumplo con mi obligación —repuso Martina—. Conteste a mi pregunta: ¿qué hizo en la noche de ayer?
La espalda de Raisiac se deslizó hacia el apoyabrazos. Sus uñas rascaron el pelo de cebra de la tapicería del tresillo. Martina observó que tenía hecha la manicura, y que sus largos y pálidos dedos no se correspondían con las rudas manos de un arqueólogo consagrado a excavar acrópolis perdidas en mitad de la selva.
El catedrático repuso:
—No hice nada especial. En todo caso, las mismas o parecidas cosas que suelo hacer cualquier otra noche.
—Le ruego que sea más explícito.
—Acostumbro a escribir un rato después de cenar, hasta que me vence el sueño. Luego me acuesto, aunque todavía leo un rato en la cama. Duermo hasta las ocho o las nueve de la mañana. Profundamente —sonrió—, porque tengo la conciencia tranquila.
—Ya me ha dicho que es un hombre tradicional. ¿Dónde estaba usted anoche, a la una de la madrugada?
—Aquí. Tumbado en aquella cama del fondo, en la falsa habitación que hace las veces de dormitorio.
—¿Solo?
—Naturalmente.
—¿A lo largo de la tarde, o de las primeras horas de la noche, hubo alguien con usted?
—Mi colega, la doctora Cristina Insausti.
—¿Por qué motivo le acompañaba?
—Me ayudó a pasar a máquina la monografía de encargo a la que le he hecho referencia.
—¿La doctora Insausti se quedó a cenar con usted?
—Sí.
—¿A qué hora se marchó?
—A eso de medianoche.
—¿Puede ser más concreto?
—Sobre las doce y cuarto, diría yo.
—¿Cenaron ustedes dos solos?
—Como tantas otras veces. La doctora es una excelente cocinera. Fue ella quien preparó la cena. Unos deliciosos espagueti con salsa boloñesa. Hay una cocina americana a la derecha del dormitorio, pero anoche cenamos en mi área de trabajo, informalmente. Abrimos una botella de lambrusco, tomamos café y conversamos acerca de la publicación de su próximo libro.
—¿De qué trata?
—Será un compendio de su tesis sobre torturas y sacrificios humanos.
—¿Es experta en ese campo?
—La doctora Insausti sabe mucho más que yo sobre la historia de la ignominia de nuestra especie. No dudo, subinspectora, que podrá ayudarla a esclarecer cualquier dificultad con que se tropiece en la investigación del caso, si es que el crimen del Palacio Cavallería tiene relación con algún tipo de ofrenda ritual.
—¿Qué le hace pensar eso, profesor?
Aliviado porque el interrogatorio se alejaba de su persona, Néstor Raisiac expuso su tesis:
—Por lo que usted me ha contado, el criminal utilizó una escenografía precisa. Empleó un arma de carácter sagrado y procedió a manejarla conforme a la tradición de los sumos sacerdotes aztecas. Espero no inmiscuirme en su terreno si le expreso que ningún aspecto de esa pauta pudo obedecer al azar.
—En la policía solemos eliminar la casualidad como argumento probatorio —bromeó Martina.
Pero su gesto era tan gélido que únicamente comunicó al arqueólogo otra señal de peligro. En todo ese rato, Martina no se había movido un milímetro del lugar donde permanecía de pie, a dos pasos del tresillo de piel de cebra sobre el que el propietario del loft se había vuelto a sentar.
—De modo que —prosiguió la subinspectora—, a la hora en que se cometió el crimen, entre la una y las dos de la pasada madrugada, usted estaba aquí, en su casa. Solo, tal vez dormido, y sin nadie a su lado que pueda atestiguarlo.
—¿No estará sugiriendo…?
—¿He sugerido algo?
—No, pero…
—¿Adónde se dirigió la doctora Insausti cuando, según usted, abandonó esta vivienda a eso de las doce y cuarto de la noche?
—A su apartamento, imagino.
—¿Dónde vive?
—En la plaza del Carmen.
—¿Cerca del Palacio Cavallería?
—Enfrente.
—¿Tiene constancia de que se encaminara directamente hacia allí?
—Estoy seguro de ello —repuso el arqueólogo, con fatiga.
—¿La doctora Insausti se fue caminando, o había venido en coche?
—Pidió un taxi. Yo mismo lo llamé por teléfono.
Martina estaba tomando notas en su libreta.
—¿Está completamente seguro de que la doctora Insausti volvió a su casa, sin detenerse antes en ningún otro lugar?
—No puedo saberlo. Tendrá que preguntarle a ella.
—Lo haré. Pero la doctora Insausti y usted no dejaron de verse por mucho tiempo, porque esta mañana ambos se presentaron juntos en el palacio.
—Nos citamos a desayunar. Vimos el revuelo que se había organizado y entramos en la sala de exposiciones poco después de que lo hicieran ustedes.
Martina apagó el cigarrillo en el occipital del cráneo-cenicero y miró al arqueólogo con una expresión donde, de manera levísima, parecía asomar la curiosidad femenina.
—¿Cristina Insausti es su amante, profesor?
Un coqueto apunte frivolizó el rostro clásico de Néstor Raisiac.
—En el fondo, me halaga que lo piense. No puede resultarme ofensivo que una mujer joven y atractiva como usted atribuya una cierta capacidad de seducción a un veterano como yo. Pero no, subinspectora. Cristina Insausti era mi mejor alumna, y hoy es una buena amiga. También, la novia de mi hijo David.
—Entiendo. ¿Cuántos años tiene su hijo?
—Veinticinco.
—Es más joven que ella.
—Unos pocos años, sí.
—¿Su hijo David también se dedica a la arqueología?
—No.
—¿En qué trabaja?
—David abandonó sus estudios. Ocasionalmente, se emplea en actividades eventuales.
—¿Tiene usted más hijos?
—No. Mi mujer falleció hace diez años. Parte de los problemas que he sufrido con David derivan de ahí.
—¿Qué clase de problemas, profesor?
Raisiac se puso en pie y paseó nerviosamente con las manos detrás de la espalda. Las desanudó y acarició el tronco de una enorme yuca que crecía sobre un macetón grande como medio barril.
—Mi hijo ha tenido dificultades con las drogas —admitió, débilmente—. Ahora está limpio, pero hemos pasado épocas muy duras.
—¿Hemos?
—Cristina y yo, sí.
La subinspectora se dirigió a una mesa auxiliar donde, entre otros materiales arqueológicos, reposaba un tambor de piel y cuero.
—Le agradezco su sinceridad, profesor. Hace rato que me estaba fijando en esta pieza.
El arqueólogo tornó a sentarse.
—¿Me está concediendo un respiro?
—Digamos que sí, pero nunca se fíe de un policía. ¿Inca?
—Volvió a acertar.
Martina hizo tamborilear los dedos en la gastada y tensa superficie del tambor.
—¿De qué animal es la piel? ¿De cerdo?
—Por una vez erró, subinspectora. Se trata de piel humana.
En un reflejo inconsciente, Martina encogió los dedos.
—Los incas lo llamaban rutaninya —explicó Raisiac—, o tambor hecho con «piel de gente». La que se utilizó para confeccionar ese instrumento correspondía al abdomen de un hombre. El tambor se tocaba con las propias manos del cautivo con cuyos despojos, curtidos con sebo, se había fabricado la caja.
—Impresionante —dijo Martina, dejando la pieza en su lugar—. ¿Cómo ha llegado hasta usted este tambor, y de qué manera se ha conservado?
—La doctora Insausti me ha confiado el estudio de algunas piezas incaicas que recientemente aparecieron en una tumba sellada. Entre ellas, ese tambor.
—¿La doctora Insausti ha excavado en Perú?
—Asesora al gobierno peruano en materia de yacimientos.
—¿La exposición del Palacio Cavallería fue idea de su colaboradora?
Raisiac humedeció los labios en su vasito de tequila. Como la de la cabeza olmeca que presidía el vestíbulo, su boca era hierática, pero sensual.
—Tengo la impresión, subinspectora, y corríjame si me equivoco, de que una y otra vez vuelve usted sobre los mismos temas, esperando que me contradiga o que la ponga sobre alguna pista. ¿Me está sometiendo a un interrogatorio envolvente?
—Tan sólo quiero estar segura del terreno que piso. Responda.
Raisiac cruzó los brazos sobre el pecho.
—Lo haré con mucho gusto, del mismo modo que he venido contestando a todas sus cuestiones. Como proyecto expositivo, la autoría de la muestra que dimos en titular Historia de la Tortura corresponde a la doctora Insausti. Yo me limité a coordinar algunos contenidos.
—Y supongo que, también, a agilizar los préstamos de las piezas.
—En efecto. Puse a disposición de la doctora mis contactos con las autoridades mexicanas, guatemaltecas y turcas, cuyos embajadores, por cierto, y a no mucho tardar, exigirán explicaciones sobre lo ocurrido en la exposición. El asesinato de esa guarda de seguridad va a suponer una pésima publicidad, y mucho me temo que tendremos que cancelar definitivamente las visitas al Palacio Cavallería. Como comisarios, la doctora Insausti y yo nos hemos considerado en la obligación de informar sobre lo sucedido a nuestros patronos. Los embajadores han comunicado los hechos a sus respectivos ministerios, y están esperando respuesta. Sepa, no obstante, subinspectora, que, en todos los casos, nos permitimos añadir nuestro convencimiento de que de la eficacia de nuestra policía podemos esperar un rápido desenlace de la investigación.
—De eso puede estar seguro, señor Raisiac.
—Puede llamarme Néstor.
—Si no le importa, preferiría no hacerlo. ¿Por qué ha mencionado al embajador turco, señor Raisiac?
—Porque Turquía es uno de los países prestatarios.
—¿Y porque los turcos sintieron una cierta predilección hacia el desollamiento?
El arqueólogo se oprimió los párpados. Su semblante revelaba cansancio.
—La exposición ofrece buena muestra de ello. En una de las salas figura una ilustración de Stuys en la que se puede apreciar el desollamiento de una mujer; y cómo el pellejo de otra esclava cristiana cuelga como una funda, o como un fantasma, de la mazmorra contigua.
—Pero el desollamiento no era patrimonio del infiel.
—No —convino Raisiac—. También en la Europa católica, renacentista, se dieron numerosos casos. La Inquisición utilizó tenazas ardientes para arrancar tiras de piel a los adoradores de Satán. Con la misma herramienta al rojo vivo fue desollado Juan de Leiden, uno de los primeros anabaptistas, que llegaría a coronarse rey de Sión. El hugonote Jean Ribault sería desollado en América, y su piel enviada a Francia para ser exhibida ante la corte. Pero el desollamiento no siempre fue un castigo. Montaigne, en sus Ensayos, refiere el caso de Juan Ziska, agitador de Bohemia, quien ordenó a sus soldados que, a su muerte, hiciesen un tambor con su piel para marcar el paso de guerra contra sus enemigos… Todo ello, sin olvidar la antigüedad clásica. ¿Quiere más ejemplos, subinspectora?
—Se lo ruego.
Raisiac recitó, monótonamente:
—Apolo ordenó desollar a Marsias tras vencerle en un desafío. La piel de Bruto serviría para redactar un apólogo contrario a la República. El apóstol Bartolomé, también llamado Natanael, patrón de carniceros y curtidores, predicó el Evangelio en Oriente hasta que Astiges, rey de Armenia, lo hizo desollar, decapitándolo después. Miguel Ángel lo representaría en el Juicio Final sosteniendo su propia piel en las manos. Durante algún tiempo, se creyó que las reliquias de Natanael se conservaban en el Arca Santa de la Catedral de Oviedo, junto con un fragmento de la vara de Moisés y dos espinas de la corona de Cristo, pero yo me inclinaría por aceptar que fueron enterradas en Lipara y, posteriormente, trasladadas a Roma por el emperador Otón III. Hoy descansan en la iglesia de San Bartolomé, en el Tíber… ¿Desea que prosiga, subinspectora?
—No será necesario.
—¿Mis exordios han sido lo suficientemente instructivos?
—Me han quedado algunas dudas, pero ya se las consultaré. —Martina se giró hacia la entrada—. No hace falta que me acompañe.
—Por favor.
Raisiac la precedió hasta el vestíbulo y abrió la puerta. Un haz de luz natural se coló en el loft, bruñendo con un brillo basáltico la cabeza olmeca.
—Una última consulta, profesor —dijo Martina, poniéndose la gabardina—. ¿Cuándo regresará a la selva del Petén?
—En primavera, espero.
—Imagino que las tareas de limpieza de las acrópolis mayas implicarán tener que encaramarse a menudo a altos muros de piedra.
—Ya lo creo. En especial, durante la restauración de los templos. Algunas de sus capillas y crestas se alzan sobre la floresta.
—¿De qué modo acceden hasta esas alturas?
—Si la vegetación lo permite, instalamos andamios, a fin de facilitar los desescombros. En una primera fase, sólo es posible ascender mediante el empleo de cuerdas.
—¿Usan piolets?
—Picos cortos, y palas. Hasta hace unos años, yo mismo me colocaba los arneses, pero, en el curso de las últimas campañas, una progresiva artrosis me ha mantenido en tierra. Cuando me acompaña, suele ser la doctora Insausti quien se cuelga del vacío. Tiene una agilidad endiablada. —Raisiac hizo una pausa; parecía exhausto—. ¿Desea saber algo más?
—No, creo que no.
—¿Estoy detenido?
Martina le tendió la mano.
—Siento las molestias, Néstor.
—¿Al fin va a empezar a tutearme?
—Me ha resultado de gran ayuda, se lo aseguro.
—Lo celebro.
—Confío en que pueda entregar a tiempo ese trabajo científico.
El catedrático se relajó.
—En cualquier caso, subinspectora, estaré a su disposición. Suerte con las pesquisas.
Martina consultó el reloj de esfera blanca que había heredado de su padre, el embajador Máximo de Santo. Eran las cinco de la tarde. Apenas había permanecido una hora en el loft de Raisiac, pero tuvo la sensación de que había transcurrido mucho más tiempo.
La falta de sueño comenzaba a pesarle. Encendió un cigarrillo, tomó unas cuantas notas sin dejar de caminar por la dársena del Puerto Viejo, paró un taxi y se dirigió al Instituto Anatómico Forense.
Apenas quince minutos después, la detective De Santo empujaba la puerta batiente de la sala de autopsias.