Capítulo 28

La peste a salmuera, en efecto, perduraba como adherida al Puerto Viejo. De los abandonados viveros fluía un agua rebalsada y sucia que las olas empujaban contra el malecón. Por doquier se veían, tiradas, rotas artes de pesca.

La restauración de la fábrica conservera había respetado las fachadas de la factoría, cuyo aspecto externo apenas había variado desde que albergaba la jornada laboral de decenas de mujeres afanadas entre las cajas de capturas, el hielo y la sal. Sin embargo, los espacios interiores habían sido distribuidos en amplios lofts, que serían adquiridos, a escandaloso precio, por adinerados ciudadanos de Bolscan que nada tenían en común, salvo, tal vez, la ilusión de vivir de una manera distinta, más original o bohemia.

El viejo muelle mercante, en franca decadencia desde finales de los años sesenta, cuando, al otro lado de la bahía, se construyeron dársenas más próximas al astillero, parecía diminuto comparado con las modernas instalaciones del Puerto Nuevo. Así, al menos, lo juzgó Martina, que no lo visitaba desde hacía tiempo. Las herrumbrosas grúas y los oxidados noráis la saludaron como silenciosos testigos de una ruina anunciada. En la punta del malecón, entre los contenedores, se acumulaba basura.

Los nuevos lofts habían respetado las ventanas ojivales de la fábrica, a través de las cuales debía de filtrarse la caliginosa luz de la bahía. Martina observó que los ojos de buey de la vivienda de Néstor Raisiac, situada en un extremo del edificio, se matizaban con finas persianas venecianas.

La subinspectora llamó al timbre. No tuvo que esperar. El propio Raisiac acudió a recibirla.

—Buenas tardes, subinspectora. Compruebo que le gusta la puntualidad.

—Suele ser una virtud inherente a mi oficio. ¿Olmeca?

Martina estaba señalando una enorme cabeza de piedra porosa que permanecía anclada en el vestíbulo del loft. Sus ojos ciegos, su ancha nariz y sus gruesos labios de piedra aparentaban sonreír, pero en su expresión latía algo atávico, vestigios de un cruento pasado.

—Acertó.

—¿Una pieza original, profesor?

—Ah, no —repuso Raisiac, con una jovialidad un tanto forzada porque el frío aspecto y el estricto tono de aquella mujer policía acababan de recordarle que estaba a punto de sufrir un interrogatorio encausado en un asunto criminal—. Un arqueólogo honesto jamás expoliaría un yacimiento y, por otra parte, el gobierno mexicano nunca habría permitido sacar del país una pieza arqueológica como ésa. Se trata de una reproducción en materiales sintéticos. Pero pase, por favor.

Néstor Raisiac seguía vistiendo la misma ropa con la que por la mañana se había presentado en el palacio. Idéntica pajarita, el mismo chaleco de ante, pantalones de lana a cuadros y un par de zapatos hechos a mano. Sus ojos inteligentes, color esmeralda, no disimulaban un poso de cansancio, como si hubiese estado trabajando sin pausa bajo una inapropiada luz, o como si la subinspectora lo hubiera sorprendido emergiendo de una siesta posterior a un almuerzo copioso.

—¿Puedo ofrecerle algo de beber? ¿Whisky?

—Acabo de tomar uno, gracias.

—¿Tequila, entonces?

—¿Por qué no?

—¿Con sal y limón?

—Solo, si no le importa.

—Como guste —sonrió el arqueólogo—. Yo lo tomaré al estilo nativo. Soy un hombre tradicional.

Mientras Raisiac se dirigía a la nevera para sacar dos vasitos helados, la subinspectora recorrió de un vistazo la amplitud del loft. Una tamizada penumbra confundía los contornos del abigarrado mobiliario y de la multitud de objetos artísticos que decoraban la ancha planta de la vivienda, que debía sumar, calculó Martina, alrededor de cuatrocientos metros cuadrados.

En medio de las estanterías abarrotadas de libros, desde el entarimado suelo a un cielo raso decorado con cenefas y frisos de escayola que se elevaban por encima de los tres metros de altura, se disponían, creando diferentes ambientes, biombos, alfombras, butacas, mesas de caoba y teca, cojines y sillones, plantas tropicales que allí, en la atmósfera húmeda y cálida del loft, crecían como en un invernadero. En los huecos de los escasos tabiques liberados por los estantes, y de los cuerpos de las columnas maestras, colgaban panoplias de procedencia centroafricana y asiática. Máscaras y elementos de santería se alternaban entre escudos cubiertos con pieles de animales, tambores, amuletos exóticos o reproducciones de las ciudades mayas perdidas en la selva, tal y como Stephens y Catherwood las descubrieron en el primer tercio del siglo XIX.

Raisiac le ofreció el tequila.

—Salud.

La subinspectora bebió el licor de un golpe y le devolvió el vaso.

—Posee usted una interesante colección.

—Simples recuerdos de una vida errante dedicada a la ciencia —contestó Raisiac, pretendiendo mostrarse modesto; pero con petulancia, en el fondo—. Tan sólo una caprichosa y desordenada miscelánea. Muestras que he ido obteniendo aquí y allá, a menudo en régimen de intercambio con otros antropólogos. Descontando el meramente sentimental, ninguna de estas piezas posee auténtico valor.

—¿Tampoco los cuchillos de obsidiana? ¿Tiene alguno?

La mirada del catedrático se opacó. Bebió un sorbo de su tequila, chupó la sal y el limón, se relamió los labios y se limpió la boca con un pañuelo de hilo bordado con sus iniciales.

—No, no tengo ninguno, pero nada me impide hablar de esos cuchillos, si usted lo desea. ¿No quiere sentarse?

—Prefiero quedarme en pie. Hágalo usted.

Raisiac eligió un confortable tresillo tapizado en piel de cebra, cruzó las piernas y extendió sus largos brazos sobre el respaldo. A su espalda quedaba un elegante escritorio de palosanto, sobre cuyo vade se disponían un abanico de cuartillas y un juego de plumas estilográficas.

—Estaba redactando un artículo para una publicación especializada —explicó el dueño del loft—. El plazo editorial es conminatorio. Debo entregar el trabajo esta misma semana, pero durante todo el día de hoy no he logrado concentrarme ni un solo minuto. Los periodistas han estado llamando. En particular, un tal Belman, del Diario. Me he visto obligado a descolgar el teléfono.

—No le entretendré.

—Mi tiempo es suyo. Soy el primer interesado en esclarecer los hechos.

—Me alegro. Con esa disposición avanzaremos más rápido.

Sin preguntarle si podía fumar, la subinspectora encendió un cigarrillo. Raisiac no protestó, limitándose a arrugar la nariz y a señalarle un cenicero en forma de cráneo humano.

Martina marcó el rumbo que debía tomar la conversación:

—Hablemos del cuchillo que ya no está en el palacio.

—¿El que se utilizó para el crimen?

—¿Cómo sabe que mataron a la vigilante nocturna con el cuchillo de obsidiana que falta en la exposición?

—No lo sabía, subinspectora, pero no hay que ser demasiado sagaz para adivinarlo. Mientras conversábamos en el palacio, pude comprobar que en la vitrina faltaba uno de los cuchillos mayas.

—¿Sabe usted dónde está?

—¡No! —se escandalizó Raisiac—. ¿Cómo iba a saberlo?

—Durante nuestra charla de esta mañana tuve la impresión de que lo sabía todo.

—Lamento que me considere un pedante.

—Todo lo contrario, profesor —dijo Martina, con afabilidad—. Confío en que su ciencia pueda resultarme de gran ayuda. ¿De dónde procede ese cuchillo?

Un tanto agriamente, el profesor repuso:

—Como ya le dije, el origen de los cuatro cuchillos ceremoniales expuestos en el Palacio Cavallería es maya. Los cuchillos de obsidiana fueron exhumados entre los muros de una acrópolis cuyas excavaciones tengo el honor de dirigir. Los restos de esa ciudad olvidada yacen sepultados en la selva del Petén, en la frontera entre Guatemala y México.

—¿Esos cuchillos aparecieron en alguna tumba?

—No. Los cuatro estaban incrustados en hilera, uno junto al otro, entre hiladas de piedra.

—¿Como si acuchillasen los muros de la acrópolis?

—Exactamente.

—¿Qué puede significar eso?

Raisiac se encogió de hombros.

—¿Quién sabe?

—¿Una advertencia, tal vez? —apuntó Martina—. ¿Una ofrenda, la marca de una conquista?

—Con la información de que en la actualidad dispongo no es posible saberlo con certeza. Tal vez las futuras catas nos aclaren este misterio, pero también pudiera ocurrir que no lo resolvamos jamás.

—¿Ha datado los cuchillos? ¿De qué fecha son?

—Período clásico. Siglo X.

Martina sacó su libreta y su pluma y anotó esos datos. Lo hizo de pie, sosteniendo el cigarrillo en la comisura de los labios. Luego dijo:

—Cuando cogí uno de esos cuchillos tuve que hacerlo por el pedúnculo, para evitar cortarme. Doy por supuesto que originalmente dispondrían de mangos, para evitar el contacto con las facetadas hojas.

El catedrático asintió.

—De madera de maguey. Pero esos mangos se pudrirían con el paso de los siglos, entre las raíces y el manto de tierra que fue cubriendo las ruinas. Los filos, una vez desprovistos de adherencias, se conservaron en impecable estado. No hizo falta pulirlos. Son eternos.

—¿Quiere decir que conservan todo su poder destructor?

—¡Qué original manera de expresarlo! Bien, podría decirse así. ¿Otro tequila?

Martina aceptó. Raisiac se levantó para llenarle el vaso. La subinspectora echó la cabeza atrás y volvió a liquidarlo de un trago.

—¿Esos mismos cuchillos de obsidiana se usaron antiguamente para llevar a cabo sacrificios humanos?

—Es más que posible —evaluó Raisiac—. Hasta ahora, por lo que a arqueología comparada se refiere, han abundado las interpretaciones idílicas que defendían un primitivismo edulcorado, pero muchos especialistas pensamos que los mayas no eran ajenos a esa práctica. Stephens, a quien sigo considerando una fuente capital, dejó escrito que en la Pirámide de El Adivino, en Uxmal, se habían llevado a cabo sacrificios de hombres, mujeres y niños. La Pirámide de El Adivino, o de El Mago, pudo ser el gran «teocali», el mayor de los templos de los ídolos a los que el pueblo de Uxmal tributaba culto, y en el que se celebraban sus más santos y misteriosos ritos. También en los templos del Petén se llevaron a cabo ceremonias similares.

—¿Incluida la acrópolis donde descubrieron los cuatro cuchillos?

—Incluida.

—¿A qué ceremonias está haciendo mención? ¿A la ofrenda de corazones a los dioses solares?

—Una de ellas, sí. Quizá, la principal.

—Esta mañana, en la escena del crimen, usted describió el rito azteca y…

—Lo hice porque usted me lo pidió, subinspectora.

—No lo he olvidado, profesor. Dijo usted que los cautivos, desnudos, eran conducidos hasta la cima del templo. Un sumo sacerdote les rasgaba el pecho, les arrancaba el corazón y lo ofrendaba al sol. ¿Desollaban los cuerpos, a continuación?

Raisiac entornó los ojos, pero la sombra de desconfianza que los había hecho entrecerrarse no se desvaneció de su mirada. Se pasó las manos por el pelo, probó un sorbito de tequila y lo paladeó.

—¿Por qué me lanza ese anzuelo, subinspectora?

Martina le clavó una mirada frontal.

—Creo que usted conoce la respuesta.

Raisiac no discurrió más allá de cinco segundos.

—¿Acaso porque el cadáver de la vigilante nocturna apareció desollado?

El rostro sin forma, sanguinolento, de Sonia Barca, se asomó a la memoria de Martina. Volvió a ver sus enrojecidas encías, las mandíbulas desencajadas en un alarido de horror.

—Se ensañaron con ella. Además de quitarle la vida, el cuchillo robado sirvió para desollar a la víctima.

Raisiac se puso en pie.

—¿El asesino se llevó la piel?

—Sí.

—¿Mutiló el cadáver?

—No.

—¿Dejó en el cuerpo algún signo, un tatuaje, un jeroglífico?

—No.

—¿Puedo hacerle una pregunta hasta cierto punto entrometida, subinspectora?

—Hágala.

—¿Su hipótesis de trabajo parte de una supuesta conexión entre este crimen con las tradiciones sacrificiales precolombinas?

—Simplemente aspiro a atar cabos, profesor. Le recuerdo que no ha respondido a mi pregunta anterior sobre los desollamientos en los altares mayas.

—Tiene razón —dijo Raisiac; parecía excitado y concentrado a la vez, y caminaba al hablar, trazando círculos alrededor de la subinspectora—. Entre los mayas no hay constancia de ello, pero yo en absoluto descartaría que dicha penitencia, el desollamiento, no se aplicase a determinados delitos, como la delación o la traición. La civilización maya sigue atesorando numerosos misterios. Ni siquiera sabemos por qué razón, hacia el año mil de nuestra era, aquellos emporios, los fastuosos centros ceremoniales, las acrópolis y templos, los palacios y juegos de pelota de Tikal, Uxmal, Caracol o Chichen Itzá fueron abandonados. La selva engulló esos magnos edificios, sepultando las respuestas que pudieran explicar su abandono bajo una capa de vegetación y abriendo las puertas a un torrente de especulaciones. ¿Otro tequila, subinspectora?

Martina asintió. Raisiac volvió a servirle, pero esta vez la subinspectora no bebió, limitándose a dejar el vaso junto al cenicero en forma de cráneo donde humeaba una colilla suya.

—El cadáver de la vigilante apareció cerca de una estatua del dios Xipe Totec —le recordó Martina —. ¿Quiere hablarme de esa talla?

—Corresponde a la segunda mitad del siglo XV, a la época de esplendor azteca. Fue elaborada en terracota. Debió de estar policromada, pues todavía se pueden apreciar restos de pintura roja y azul, a base de pigmentos y arcillas. Xipe Totec es una deidad netamente azteca, si bien su nacimiento mítico hay que rastrearlo en Teotihuacán, cuna de los principales dioses mesoamericanos. Huitzilipochtli, Kukulkán, el propio Xipe. El Señor de los Desollados acompañó a los aztecas a lo largo de su prolongada migración desde el lago Aztlán, en busca de la tierra prometida que acabarían encontrando en Tenochtitlán. En su éxodo, los aztecas portaban los símbolos del culto a sus dioses primigenios: plumas preciosas, espejos de pirita, flores sagradas, banderas de papel y, sí, cuchillos de obsidiana… Los españoles se tropezarían con un reino de prodigios.

—Y de crueldad.

—¿Para qué negarlo? Los aztecas elevaron el sacrificio humano a piedra angular de su religión y de su poder terrenal. En la plaza mayor de Tenochtitlán llegaron a sacrificarse, en una sola jornada, veinte mil prisioneros. Los exhaustos sacerdotes debían descansar entre una y otra matanza. Como un viscoso río, la sangre humana bañaría las pirámides, las calles, los patios. Además, Xipe Totec exigía sacrificios en el mes cuarto, dedicado a la primavera, al sol y a la regeneración de las semillas.

El tono de Raisiac había ido haciéndose didáctico. Parecía estar dictando una de sus clases.

—¿El altar ceremonial de la exposición es auténtico? —preguntó Martina.

—Ya lo creo.

—¿Sobre esa piedra fueron sacrificados seres humanos?

—Sin ninguna duda.

Martina hizo una pausa, como para facilitar que esa imagen tomara peso.

—Regresemos al cuchillo, profesor. Al arma del crimen, como usted ha adivinado. Al técpatl, según he leído en la biblioteca de mi padre. ¿Qué significa exactamente ese vocablo?

El arqueólogo enarcó las cejas. A diferencia de su blanco cabello, todavía eran negras.

—¿Conoce la voz nahuatle?

Martina asintió. Sorprendido, Raisiac la ascendió a otro nivel, pero mantuvo su tono académico:

—En las fuentes indígenas, los cuchillos reciben varios nombres. Técpatl, como usted muy bien acaba de pronunciar, pero también nemoctena, u hoja de dos filos. E itzpapalotl, o mariposa de obsidiana, acaso su denominación más mistérica, inspirada en el vuelo del alma arrebatada por las heridas de guerra. El técpatl figura entre los veinte signos del calendario adivinatorio azteca, y simboliza la muerte, el frío, el firmamento oscuro de la noche que dará paso al sol y al espíritu de los guerreros muertos, convertidos en estrellas de la mañana por el filo del cuchillo, por la mariposa de obsidiana.

—¿Hasta cuándo se utilizó la mariposa de obsidiana como arma mística?

—En razón de su carácter sacro y de su valor religioso, el técpatl seguiría empleándose después de la Conquista, a lo largo de los siglos XV y XVI, pese a que, para entonces, los aztecas, vía Oaxaca, tenían abundante cobre a su disposición y podían haber sustituido la obsidiana y el sílex por aleaciones de metal. Pero no lo hicieron. Continuaron eviscerando seres humanos con el técpatl, sacrificándolos por arrancamiento del corazón.

Martina agradeció esas explicaciones con un movimiento de cabeza. Como si fuera a despedirse, apuró su tercer tequila y apagó el cigarrillo. Pero, de pronto, a bocajarro, y con una sonrisa alentadora, preguntó a su anfitrión:

—¿Qué hizo usted durante la pasada noche, profesor Raisiac?