Capítulo 25

Sin embargo, el camión demoró alrededor de un cuarto de hora en arribar a Cavallería. Los bedeles se encargaron de abrir el portón de la fachada posterior, por el que el vehículo entró casi milagrosamente. Consumada la maniobra, el camión quedó en posición, bajo la galería de arquillos, con el motor apagado. Una escala de acero fue desplegándose hacia el artesonado.

—¡Arriba, Salcedo! —ordenó Martina.

—¿No va a comprobar esa puerta lateral? —preguntó Carrasco.

—Hágalo usted.

Salcedo combinó con Carrasco un gesto de resignación, se quitó la chaqueta y empezó a subir los elevados peldaños de la escalera detrás de la subinspectora. Horacio, desde abajo, los observaba con una curiosidad no exenta de inquietud. Ni Martina ni Salcedo habían tomado precaución alguna. Los arneses que deberían haberles sido asignados proseguían en poder de uno de los bomberos, que parecía desconcertado, sin saber cómo actuar.

—¿A qué espera usted? —le urgió Horacio—. ¡Suba con ellos, pueden necesitar ayuda!

En el caso de Martina, no lo parecía. La subinspectora había trepado la escala con pasmosa facilidad y esperaba a Salcedo a horcajadas de la torreta. Horacio vio cómo Martina, de puntillas, se esforzaba por presionar una de las láminas de alabastro que ocluían los arquillos. La primera losa no cedió, pero la segunda, al ser empujada, se deslizó en sentido lateral. Originando un fuerte ruido, cayó al interior de la falsa.

—¿Se encuentra bien, subinspectora? —gritó Horacio—. ¡Deje de arriesgarse!

Pero Martina se había encaramado al hueco y ascendía a pulso hasta la galería. Cuando su cuerpo desapareció, engullido por la oscuridad, Horacio contuvo el aliento. Unos segundos después, el busto de Martina asomó por el vano.

—¡Vamos, Salcedo! ¡Le estoy esperando!

El agente había conseguido encimar la escalera, que, pese a apoyarse contra una de las columnas adosadas al muro y permanecer calzada en el friso de ladrillos, oscilaba bajo el peso del policía y del bombero que le seguía unos peldaños más abajo. Martina estiró los brazos y ayudó a Salcedo a reunirse con ella. La figura del agente se desvaneció en la falsa.

—¿Qué diablos hay arriba? —preguntó Horacio a uno de los ordenanzas.

—Yo sólo estuve una vez —repuso el bedel—. Fue hace ya muchos años, en época del anterior alcalde, el de Franco. La galería es estrecha y baja. Las palomas se habían abierto paso y tuvimos que subir para limpiar aquello. Pero lo hicimos por el exterior, con un andamiaje. Se había roto una de las planchas de alabastro, y por el boquete entraban los pájaros. Anidaron, incluso. Tardamos varios días en limpiarlo todo. No fue agradable, se lo puedo asegurar.

—¿Las planchas de alabastro no están consolidadas?

—Son piezas individuales, y algunas ajustan mal.

—Entonces, ¿alguien pudo haber entrado por esa vía la pasada noche?

—Teóricamente, sí.

—¿Cómo no nos previno?

—No se me ocurrió. Además, ¿de qué manera iba a descender nadie desde semejante altura?

—Apostaría a que la subinspectora está a punto de resolver esa cuestión —aventuró Horacio.

En el interior de la claustrofóbica galería, Martina tuvo que encogerse para poder avanzar. Salcedo, que era corpulento, la siguió a duras penas. El piso era de madera, a base de tablas irregulares, y se hallaba en mal estado.

—¿A quién se le ocurriría hacer este maldito pasadizo aéreo? —protestó Salcedo.

—En el siglo diecisiete ya existían los espías —repuso Martina—, y en aquella época un desván resultaría muy útil para ver sin ser visto. Tal como anoche hizo el criminal.

La atmósfera de la falsa resultaba asfixiante. El aire era irrespirable. Una litúrgica luz se transparentaba a través de las planchas de alabastro.

Sobre el polvo acumulado en las tablas, Martina descubrió unas huellas planas. La suela carecía de dibujo.

—Fíjese en esto, Salcedo. Coinciden con las de la sala de la guillotina.

—Son unas pisadas muy extrañas, subinspectora. Como de unas zapatillas ligeras. ¿No estaremos buscando a un funambulista?

—¿Por qué lo pregunta?

—Porque hay un circo en la ciudad. Yo mismo llevé a mis chicos la otra tarde. La función incluye un número de trapecistas. Apostaría a que actúan con zapatillas de ese tipo.

—Ya —dijo la subinspectora, pero su mente especulaba en otra dirección—. Quien pudo descender desde semejante altitud debe poseer unas cualidades atléticas fuera de lo común.

—Por eso lo digo, subinspectora —se ratificó Salcedo—. Valdría la pena investigar en ese circo. Los trapecistas eran tres, dos hombres y una mujer. Se hacen llamar los Corelli.

—¿Como el músico?

—¿Perdone?

—Olvídelo, Salcedo —sonrió Martina—. En cuanto terminemos aquí, encárguese de verificar sus coartadas. Concentrémonos ahora en encontrar la liana.

—¿Qué liana?

—La que se utilizó para el descenso, claro está. ¿O cree que sus trapecistas han aprendido a volar sin red?

En la galería no había nada más que un amarillento pedazo de periódico, pegado a las tablas por la acción de la humedad. Martina comprobó su fecha y sonrió para sí: coincidía con el vuelo imaginario de aquel vagabundo que años atrás sorprendió a los vigilantes colándose en el palacio.

La subinspectora retrocedió para analizar las planas y leves huellas que se concentraban en un reducido entorno, como si su dueño hubiese permanecido acuclillado, quieto, observando lo que sucedía abajo. Frente a las pisadas, una de las planchas de alabastro mostraba una superficie algo más limpia, acaso desempolvada con el dorso de una mano. La subinspectora forcejeó con esa lámina, hasta descorrerla. Cuando lo hubo conseguido, asomó la cabeza. Abajo, un empequeñecido Horacio Muñoz permanecía entre la dotación de bomberos, expectante.

—¿Han encontrado algo, subinspectora? —gritó el archivero.

—¡Bajó por aquí, con una cuerda, o bien deslizándose por la columna adosada al muro!

—Imposible —estimó Salcedo, observando la superficie lisa de la columna, y la enorme altura que separaba su capitel del suelo—. ¿Y cómo tensó y sujetó la cuerda? No hay nada donde amarrar un cabo.

—Esa marca —le indicó Martina, señalando una hendidura en la tablazón, junto a la calza del arco. El anclaje. Debió de utilizar una herramienta rígida. Un pico pequeño o un piolet.

—En ese caso —objetó Salcedo—, la vigilante habría oído el ruido.

—No necesariamente.

—Lleva razón —admitió Salcedo—. Uno de los ordenanzas ha declarado que, cuando entró al museo, justo antes de descubrir el cadáver, la música ambiental estaba muy alta.

—Eso explicaría su impunidad. ¡Horacio! —exclamó la subinspectora—. ¿Quiere hacerme el favor de ordenar que cierren las puertas, que apaguen las luces y que conecten la música al máximo volumen?

El archivero impartió las órdenes. La nave del palacio quedó en penumbra. Los altavoces comenzaron a desgranar una sinfonía fúnebre, acorde a los contenidos de la exposición.

Desde la altura en que se encontraban los dos policías, la cámara oscura quedaba apenas iluminada por los apliques de las vitrinas, regulados por un circuito independiente al sistema general de iluminación. A través de los telones, los mínimos focos de los expositores dibujaban con precisión el laberinto de la muestra. Dos lucecitas rojas señalaban los pilotos situados sobre la puerta de entrada, junto al mostrador de recepción.

La subinspectora reflexionó:

—Pudo hacerlo. Un experto en escalada libre habría descendido por la columna, pero definitivamente no lo era, porque prefirió descolgarse por una cuerda. Oculto tras los telones, acecharía a la vigilante aguardando el momento oportuno para atacarla. La asesinó, volvió a trepar por la cuerda y huyó.

—¿Por dónde? —preguntó Salcedo.

Martina tanteó una tras otra las láminas de alabastro que daban a la fachada norte. Una de ellas se descorrió. Un metro más abajo, en el exterior, la fachada disponía de una cornisa ornamental de ladrillo, que ofrecía puntos de apoyo. El mismo friso se repetía, simétrico, unos metros más abajo.

—¿Descendió por aquí? —dudó Salcedo, asomándose al hueco; la acera de la pequeña plaza abierta en la parte posterior del palacio parecía imposible de alcanzar.

En ese instante, se oyó un fuerte crujido y el frágil piso de la falsa se abrió bajo los pies de los agentes. Una lluvia de tablas se derrumbó hacia la nave. Salcedo, arrodillado junto al vano, tuvo el reflejo de aferrarse a uno de los arcos. La subinspectora, de un ágil salto, logró desplazarse y evitar la caída. Durante unos interminables segundos, el cuerpo de Salcedo se balanceó pendularmente.

Martina miró hacia abajo. Horacio gesticulaba, mientras los bomberos corrían de un lado para otro.

—¡El camión! —voceaba el archivero—. ¡Muevan el camión!

La escala, desviada de sus puntos de apoyo, había quedado a unos tres metros de la cornisa donde Salcedo permanecía colgado.

—¡Aguante! —volvió a gritar Horacio; su voz retumbó en la nave.

Se oyó el motor del camión, y la rígida escala avanzó con precaución hacia el policía. Desde el suelo podía verse cómo Salcedo sepultaba la barbilla en el esternón para concentrarse en el esfuerzo de sostener sus ochenta y cinco kilos de peso. La subinspectora había enlazado sus manos con las que le tendía el bombero encaramado a la torreta. De inmediato, rescataron también a Salcedo. Horacio emitió un suspiro de alivio.

—Creí que no lo contaban, subinspectora —se congratuló el archivero, cuando Salcedo y ella pisaron suelo firme—. Les ha faltado el canto de un duro.

—Necesito esas huellas —dijo Martina—, así como comprobar la posible existencia de fibras procedentes de la cuerda.

—No creo que sea posible volver a subir allá arriba —opinó Horacio, alzando la vista hacia el ancho agujero que el derrumbe había abierto en el desván.

El archivero se agachó y recogió uno de los tablones.

—Carcoma —dictaminó, soplando el serrín—. Han tenido mucha suerte. Las tablas pudieron ceder apenas pisarlas. Y, en ese caso…

—Insisto en que necesitamos esas huellas —reiteró Martina—. Encárguese de ello, Salcedo. Me da igual que vuelvan a subir o que decidan desmontar la galería entera. Tómese todo el día, si hace falta, y requiera los medios que sean necesarios. Tengo que hablar con el comisario. ¿Dónde hay un teléfono?

—En recepción —indicó Horacio.

Martina se precipitó al aparato, que disponía de tres líneas. Dos de ellas, internas, comunicaban con distintas dependencias del Ayuntamiento, con la concejalía de Cultura, concretamente, y con la unidad fija de la Policía Local destinada en el Consistorio. La tercera era externa.

Martina reparó en que la centralita del palacio disponía de un sistema de grabación. Rebobinó y se dispuso a escuchar la cinta.

En primer término, el altavoz reprodujo una insulsa charla entre uno de los bedeles y alguien, otro funcionario, seguramente, del departamento cultural. El ordenanza reclamaba más folletos y catálogos de la exposición.

A continuación, la cinta grabada en el teléfono de recepción del Palacio Cavallería reprodujo el siguiente diálogo:

—Tengo ganas de ti.

—Yo también tengo ganas.

—¿Estás mojada?

—Sí.

—¿Quieres que vaya a por ti?

—Es mi primera noche. No sé…

—¿Quién se dará cuenta? Nos lo montaremos en el museo. Será muy excitante. En una hora tendrás palanca. Espérame discurriendo alguno de tus jueguecitos. Instrumentos no te van a faltar.

—Tendría que abrirte la puerta y…

—En todo caso, pensarán que soy el vigilante de refuerzo. Nos lo hacemos y me vuelvo a mis putas naves. ¿Cuál es el problema?…

La subinspectora volvió a escuchar la grabación. Resultaba evidente que esa conversación había tenido lugar poco antes del crimen, y que una de las voces correspondía a la de la mujer asesinada. La otra voz era de un varón, pero nada viril.

Pensativa, Martina guardó la cinta.