Capítulo 24

Los arqueólogos salieron de la sala azteca. Martina preguntó a Horacio Muñoz:

—¿Ha terminado de rastrear el perímetro del edificio?

—Sí. Me concentré en el callejón, como usted me indicó.

—¿Encontró algo de interés?

—Una docena de colillas, chapas de botellas, papeles y… esto.

Horacio abrió la palma de la mano para mostrar dos cápsulas rosadas del tamaño de una uña de su dedo meñique.

—Estaban en el callejón, junto al bordillo. ¿Procedo a clasificarlas?

La subinspectora las cogió y las observó con curiosidad.

—Quédese una de estas cápsulas y trate de averiguar a qué medicamento corresponden. Yo guardaré la otra.

A continuación, la subinspectora se concentró en inspeccionar con minuciosidad el interior del Palacio Cavallería.

En primer lugar, estudió las cerraduras de las dos puertas de la entrada principal. Pidió a los agentes municipales que la ayudasen a entornar los gruesos portones de roble, e indicó a un agente de su brigada que tomase huellas en la superficie de cristal blindado de la puerta de seguridad. Luego, de forma ordenada, según la iban orientando las flechas que comunicaban entre sí las distintas salas, recorrió la muestra sobre la Historia de la Tortura.

Una vez hubo realizado el itinerario, volvió sobre sus pasos, echó un vistazo a los espacios muertos del museo y se dirigió al fondo de la nave, cuya fachada posterior quedaba cerrada por otro portón protegido por una barra de acero. Finalmente, Martina reparó en el tercer y último hueco en el muro: la pequeña puerta lateral incrustada en la fachada suroeste, junto al chaflán.

La subinspectora dibujó en su libreta un croquis del palacio, con sus tres puertas, y señaló el punto exacto donde se hallaba ubicada la sala azteca. Equidistante de ambos portones principales, pero más alejada de la puertecita lateral.

Martina retornó al espacio precolombino, se acuclilló junto al altar de la muerte y observó detenidamente su basamento y pátina, y de qué modo la sangre de la víctima había resbalado y goteado hasta caer al suelo. Después, avanzó por el laberinto de cadalsos y tormentos, hasta detenerse en la sala de la guillotina y analizar las huellas de pisadas ensangrentadas. Encorvada, cruzó el vestíbulo y, muy lentamente, escrutando cada losa, cada esquina, se deslizó hacia los espacios muertos situados detrás de los telones. A unos veinte metros de la sala azteca, junto al portón de la fachada posterior y a una columna adosada al muro, distinguió varias gotas de un líquido rojo oscuro.

—¡Carrasco! —llamó.

Su compañero estaba atendiendo a Buj, y no se apresuró en aproximarse.

—Mire.

El agente se arrodilló en el piso.

—Parece sangre.

—Es sangre —corroboró la subinspectora—. El diámetro de las gotas indica que cayeron verticalmente, y yo diría que desde una cierta altura. Tomen muestras y comparen los resultados con el tipo sanguíneo de la víctima. Quiero una analítica completa.

—Descuide —asintió Carrasco—. Yo mismo trasladaré las muestras al laboratorio.

—Quisiera pedirle otro favor, Carrasco. ¿Puede llamar a un camión de bomberos?

El agente no pudo adivinar el motivo.

—¿Con qué propósito?

—¿Se le ocurre una manera más rápida de subir allá arriba?

Martina señalaba el artesonado. Deslumbrado por los focos, Carrasco elevó los ojos hacia la techumbre.

—¿Adónde?

—Hasta el lugar por donde descendió el criminal. Hasta esa galería de arquillos abierta bajo el artesonado.

—¿El asesino entró por ahí?

—No tardaremos en comprobarlo. Advierta a los bomberos que traigan una escala mecánica. Salcedo subirá conmigo. Haga precintar esta zona y comprueben si aparecen otros restos de sangre. Es posible que encontremos fibras sintéticas procedentes de una cuerda o de una soga.

—¿Qué cree que está haciendo?

Buj acababa de irrumpir en la escena. Había estado observando el peculiar examen de campo de su colaboradora, y escuchado sus últimas palabras. El Hipopótamo tenía el rostro congestionado, y cara de pocos amigos.

—Prepararme para subir hasta lo más alto —repuso la subinspectora—. Y no es una metáfora.

—Ya la he oído. Porque tengo orejas para oír.

—¿Y ojos para ver?

—Más agudos que los suyos, De Santo. Por eso le digo que el sádico no pudo entrar por el tejado.

—¿Por dónde lo hizo, entonces?

Buj señaló la puertecita del chaflán.

—Por aquella entrada. La cámara de la puerta principal no registra movimientos desde la tarde de ayer, y la vigilante nocturna, según acabo de enterarme por el zoquete del bedel, no disponía de llaves del portón trasero. De manera que sólo nos queda esa posibilidad.

—Por eliminación.

—Eso es —Buj la miraba, retadoramente.

—He comprobado esa puerta auxiliar. Es evidente, inspector, que no ha sido abierta desde hace mucho tiempo.

El Hipopótamo soltó un bufido.

—No sé qué está tramando, De Santo, pero piénselo dos veces antes de jugarme alguna mala pasada. Ahora tengo que volver a Comisaría. Infórmeme de cuanto suceda aquí.

—¿Significa eso que me deja al frente del caso?

Buj volvió a emitir un sonido gutural y se encaminó a la salida del palacio. En cuanto hubo desaparecido, Martina ordenó a Carrasco:

—Quiero esa unidad de bomberos. ¡Ya!