Capítulo 23

Pasados unos segundos, el comisario de la exposición aparentó rehacerse. Ahora, los ojos verdes de Néstor Raisiac examinaban a la subinspectora con una expectante severidad. Se había presentado en el museo en compañía de una de sus colaboradoras en la cátedra de Historia Antigua de la Universidad de Bolscan, la arqueóloga Cristina Insausti.

Néstor Raisiac vestía una chaqueta de ante, chaleco de piel con botones de madera, pajarita y un pantalón príncipe de Gales. La doctora, por su parte, llevaba un jersey de lana blanca de cuello vuelto y un pantalón crudo de tela, sin bolsillos, que realzaba su delgada figura.

—¿Qué ha sucedido, exactamente? —preguntó Raisiac.

—En circunstancias como éstas el cometido de exigir aclaraciones corresponde a la policía —repuso Martina—. No obstante, y teniendo en cuenta que son ustedes responsables de la exposición, en su momento les facilitaré los datos que considere oportunos.

—¿Quién es usted?

—Subinspectora De Santo. Homicidios.

—Díganos qué ha pasado —insistió Raisiac—. ¿O tendré que preguntarle directamente a mi buen amigo, y alcalde de la ciudad, Miguel Mau?

La referencia no impresionó a Martina, pero accedió a responder:

—Una persona ha muerto esta noche.

—¿Asesinada?

—Me temo que sí.

—¿Quién era?

—La guarda jurado.

—¡Una mujer, santo Dios! —exclamó Raisiac—. ¡Se lo decía, doctora! ¡Será una catástrofe para nuestra Fundación!

Martina le reprochó:

—No parece el mejor momento para inquietarse por intereses mercantiles.

Raisiac iba a manifestar su irritación, pero el aspecto impávido de la subinspectora le hizo moderarse.

—Recuerdo haber saludado a esa guarda de seguridad, hace unos días. Vino a familiarizarse con los sistemas de alarma. Alguien, uno de los funcionarios, me la presentó. Guapísima, una auténtica belleza. Y tan joven… ¿Quién ha podido matarla?

—No lo sabemos —contestó Martina.

—¿Cómo ocurrió? —siguió preguntando Raisiac—. ¿De un disparo?

—Tampoco lo sabemos con exactitud.

—¿No puede decirme nada más? —porfió el arqueólogo—. Los préstamos de las piezas proceden de distintos países. Voy a tener que justificarme ante una delegación de embajadores. El canciller de Guatemala todavía permanece en Bolscan. ¿Qué puedo explicarle?

—De momento, nada —le aconsejó Martina.

—¿Por qué? —estalló Raisiac—. ¿Porque nadie sabe nada?

—El crimen se cometió en esta sala —repuso la subinspectora, con paciencia.

—¿Sobre el ara sacrificial? ¿Mataron a esa mujer en un acto ritual?

Martina no contestó. La doctora Cristina Insausti se encaró con ella.

—¿Puedo preguntarle, subinspectora, por qué ha cogido uno de esos cuchillos?

Martina seguía sosteniendo el arma en la diestra. Repuso:

—Trataba de establecer una hipótesis.

La pareja de arqueólogos guardó silencio. Raisiac sondeó:

—¿Una hipótesis sobre el modo en que fue cometido el asesinato?

La subinspectora contestó con otra pregunta:

—¿Podrían describirme la mecánica del sacrificio azteca?

Raisiac tosió. Desde la puerta principal del palacio, una corriente de aire frío se distribuía por la exposición.

—¿Quiere saber de qué manera los sacerdotes llevaban a cabo las ofrendas?

—Eso es.

El catedrático contempló con mirada grave el ensangrentado altar y accedió a ilustrar a la mujer policía:

—Los cautivos, desnudos, eran conducidos de uno en uno hasta la capilla del templo. Cuatro sacerdotes los tendían sobre el ara y sujetaban sus extremidades. El sumo sacerdote alzaba el cuchillo y, con pericia, de un solo golpe, les abría el tórax. Enseguida, introducía una mano por la herida, les arrancaba el corazón, cortaba sus venas y lo ofrendaba al sol. Las víctimas se agitaban en espasmos, hasta que se enfriaban sus cuerpos, que serían arrojados, palpitantes aún, gradas abajo. Hemos de imaginarnos el inmisericorde sol, la vertiginosa pirámide, las máscaras de animales, los cuerpos pintados, emplumados, el redoble de los tambores…

—Puedo representarme todo eso, profesor. ¿Querría hacerme ahora una demostración práctica?

—No, creo que no.

La doctora Insausti señaló uno de los paneles laterales.

—En aquel expositor hemos incluido grabados de los antiguos códices indígenas, donde se muestra de qué forma ejecutaban el supremo ritual los sacerdotes afectos al culto de Xipe Totec.

Martina y la arqueóloga se aproximaron a los códices. La subinspectora observó con atención los grabados y tendió el cuchillo a la profesora.

—Cójalo y realice el simulacro.

La doctora Insausti objetó:

—Dejaré mis huellas.

—¿Eso le preocupa? —incidió Martina.

Ante el sesgo que estaba tomando la conversación, Néstor Raisiac sonrió conciliadoramente.

—La doctora Insausti y yo manipulamos las piezas al montar la exposición. Encontrarán nuestras huellas en muchos de los objetos. Suelo recomendar a los curadores y correos el uso de guantes, pero debo admitir que yo mismo incumplo la norma. Personalmente, nunca he sido capaz de renunciar al placer de tocar esas reliquias. Es como si su tacto me transmitiese algo especial.

—¿Llegó usted a tocar estos cuchillos de obsidiana? —quiso asegurarse la subinspectora.

—Desde luego. Yo mismo los desembalé, los clasifiqué y los coloqué en sus peanas.

—¿Qué sensaciones le transmitieron?

El arqueólogo entrecerró los ojos.

—Economía —murmuró.

—¿Perdón?

Raisiac adoptó un aire académico.

—La práctica sacrificial, entre los aztecas, y probablemente también entre los mayas, reunía, además de su propio significado ritual, religioso, imperial, un sentido regenerativo.

—Me temo que no alcanzo a entenderle —se sinceró la subinspectora.

Raisiac se mostró comprensivo.

—Los sacrificios resultaban decisivos para la supervivencia de la etnia, pues contribuían a renovar su energía, a afirmar y sostener sus fundamentos como pueblos dominantes. Suponían, en primer término, una ofrenda a los dioses, pero implicaban también un significante de autorregulación de su propia expansión jerárquica y demográfica.

—¿Un tributo?

—Básicamente —aprobó el historiador, con el tono en que se habría dirigido a un alumno—. Aunque habría que matizar ese concepto.

—El cuchillo de obsidiana comunica asimismo piedad —agregó Cristina Insausti.

—Explíquese —le solicitó Martina.

La doctora se ahuecó la melena. En la muñeca izquierda llevaba unas pulseras de cuentas, que chocaron entre sí, produciendo un rumor de cascabeles.

—Las víctimas eran, hasta cierto punto, habitantes privilegiados de las ciudades-estado. Se hallaban privadas de libertad, cierto, pero recibían la consideración de sus captores. Eran alimentadas con las mejores viandas. Los médicos cuidaban de su salud, preocupándose de que comieran y durmieran debidamente. Los niños jugaban con los cautivos, las mujeres les obsequiaban sus mejores abalorios y los sacerdotes les animaban a no padecer temor alguno, preparándoles para entregar sus vidas con la confianza en una recompensa cósmica.

—¿Cree que la mujer que ha sido asesinada esta noche acaba de ingresar en el paraíso de los aztecas? —aventuró Martina, con un deje de ironía en la voz.

—No, supongo que no.

—¿Querría hacer ya el simulacro, doctora?

Cristina Insausti cogió el cuchillo que le ofrecía Martina y se dirigió al altar de piedra. La sangre de la víctima se había absorbido en la superficie porosa, pero todavía brillaba a la luz de los focos. La arqueóloga se situó a un lado del ara, alzó los brazos y dejó caer el cuchillo, que trazó un silbido en el aire.

—Sólo le ha faltado un detalle, doctora —apuntó Raisiac.

—¿Cuál? —preguntó la subinspectora.

—Cambiarse el cuchillo de mano varias veces, justo antes de asestar el golpe letal —pormenorizó el arqueólogo—. De esa manera, por el efecto de la hoja al reflejar el sol, el cautivo accedería a la última visión de su existencia terrena: la mariposa de obsidiana aleteando ante sus ojos, anticipándole el milagro de la reencarnación en la luz solar, la radiante promesa de la vida eterna.

La doctora Insausti devolvió el cuchillo a Martina. La subinspectora lo depositó en la vitrina, sobre su peana.

—¿De dónde proceden los cuchillos, de México?

—Estas piezas, en concreto, proceden de los templos de Tikal, en plena selva guatemalteca del Petén —precisó Raisiac—. Civilización maya. Para serle sincero, en la producción de la muestra nos tomamos ciertas libertades, dependiendo de la disponibilidad de los préstamos. Los Museos Nacionales de México y Guatemala han contribuido por igual. Las civilizaciones maya y azteca guardan numerosos puntos en común. Ya que parece tener tanto interés por estas armas, le diré, subinspectora, que la fábrica y uso ritual de los cuchillos de obsidiana obedecían, en ambos pueblos, a similares patrones.

En ese momento, Horacio Muñoz apareció en la sala. El archivero se quedó en un rincón, para no interferir.

—Todo cuanto están refiriendo me parece sugerente en grado sumo —dijo Martina—, pero preferiría posponer esta conversación al interrogatorio policial que deberé formularles en su calidad de comisarios de la exposición.

El catedrático se atusó la pajarita. Martina le comunicó:

—Le veré por la tarde, a las cuatro. Si no quiere desplazarse a Jefatura, puedo visitarle en su despacho de la facultad.

Raisiac se pasó una mano por el lustroso y blanco pelo. Lo llevaba peinado hacia atrás, y apelmazado con fijador.

—¿Qué tal en mi casa? Hablaremos con más tranquilidad.

Martina se mostró de acuerdo.

—Facilítele las señas al agente Muñoz. No me olvido de usted, doctora Insausti. La llamaré en cuanto tenga un momento, no se preocupe. Déjenos un número de teléfono, y vaya intentando recordar los nombres de todas y cada una de las personas que vieron o tocaron las piezas de la exposición, antes de la inauguración de la muestra. Ahora no tengo más remedio que invitarles a abandonar el palacio. Le veré esta tarde, profesor Raisiac.