Capítulo 22

Antes de que se decidiera a cogerlo, el teléfono de Martina de Santo sonó repetidamente. De hecho, había estado sonando de forma casi ininterrumpida desde hacía más de diez minutos. Pero los acontecimientos de la noche anterior y la botella de vino que se había bebido ella sola parecieron aliarse para aplastarla contra las sábanas. Cuando al fin se animó a responder, se arrepintió de no haberlo hecho mucho antes. La voz de Horacio Muñoz le urgió:

—¡Despierte, subinspectora, y dese prisa en venir a Comisaría!

—¿Qué ha ocurrido?

—¡Se ha cometido un crimen!

—¿Dónde?

—En el Palacio Cavallería, en la plaza del Carmen.

—Vaya para allá, yo acudiré directamente.

Veinte minutos después, el Saab de la subinspectora aparcaba en el callejón del palacio, junto a otros vehículos policiales. Martina se dirigía a la carrera hacia la entrada principal cuando, sentado en uno de los bancos de la plaza, con las largas piernas cruzadas, le pareció distinguir a Belman, el reportero del Diario de Bolscan. La subinspectora debía de estar en lo cierto porque el periodista, al verla, se levantó y fue hacia ella con la grabadora en la mano. Martina le dio la espalda y entró al palacio sin esperar a Horacio, al que los municipales exigieron una identificación. Cuando logró pasar, el archivero se perdió en el laberinto de la exposición, y no pudo encontrar a la subinspectora hasta que hubo dado la vuelta entera a la planta rectangular del recinto.

Martina se encontraba ya en la escena del crimen. El cadáver, sin embargo, no estaba en la sala azteca.

Una limpiadora terminaba de fregar la sangre del suelo. Junto a los expositores se veía un cubo de agua sucia, rojiza, y otro lleno de cristales procedentes de una de las lunas, reventada a golpes.

La subinspectora entendió que no le iba a resultar nada fácil establecer conclusiones en un escenario a todas luces pervertido.

—Márchese, por favor —le dijo a la limpiadora—. ¿Quién le ha ordenado fregar?

Un tanto atemorizada, la mujer señaló hacia una oronda figura embutida en una camisa blanca dos tallas pequeña. El estómago del inspector Buj dibujaba un globo a punto de estallar. Se le habían vuelto a caer los tirantes, y portaba la cartuchera como Pancho Villa.

El inspector impartía instrucciones a sus hombres, que lo rodeaban en círculo. El agente Carrasco se encaminaba hacia el Hipopótamo; al tropezarse con Martina de Santo, ésta lo detuvo.

—¿Por qué están limpiando?

—El inspector lo ha dispuesto así. No querrá que los políticos vean la sangre. De todos modos, hemos tomado las huellas.

—¿Dónde está el cuerpo?

El agente miró de reojo la espalda del inspector Buj, como si temiera informar a la subinspectora hallándose su superior al frente de la investigación. El tono de Martina se hizo imperativo.

—Responda, Carrasco.

El agente dio la razón a quienes aseguraban que aquella mujer estaba hecha de algún material insensible.

—Lo trasladamos a otra sala.

—Un cadáver jamás debe ser desplazado del lugar del crimen.

—Lo movimos a fin de analizar la piedra sobre la que la vigilante fue ejecutada.

—¿Se trata de una mujer?

—Sí.

—¿Nombre, edad?

—Sonia Barca —contestó Carrasco—. En cuanto a su edad… Le han despellejado la cara y buena parte del tronco, pero creemos que debía de ser muy joven. Y era su primera noche de turno.

—¿Qué más sabemos de ella?

—Apenas nada más.

—¿Qué tipo de arma se utilizó en el crimen?

—Sospechamos que un cuchillo de sílex. Había cuatro en la exposición, pero falta uno.

Martina entró en la última sala, dedicada a la silla eléctrica. El cadáver de Sonia Barca estaba extendido encima de una camilla, tapado por un lienzo. El forense, Ricardo Marugán, concluía su examen provisional. Era calvo y goloso, con una tendencia a engordar que esos días de Navidad se había manifestado libremente.

—Buenos días, subinspectora.

—Buenos días, doctor.

Martina se acercó al cadáver. El rostro de la víctima le hizo recordar esas láminas que se estudiaban en los manuales de Medicina. Habían desaparecido los párpados, los labios, las orejas. Del mondo y ensangrentado cráneo manaba un líquido incoloro. El tórax era una masa sanguinolenta.

—¿Cómo la mataron, doctor?

Marugán peroró:

—A fin de evitar la sugestión o el error, no suelo extraer conclusiones recién acabada la observación inicial, pero…

—¿Pero? —lo apremió Martina.

—Le quitaron la vida de una cuchillada.

—¿Una sola?

—Eso es —afirmó el forense, con rotundidad—. Asestada con violencia y precisión.

—¿Por un hombre?

—Yo diría que sí.

—¿Un solo hombre?

—Probablemente.

—¿Hubo resistencia por parte de la víctima?

—Tal vez. Pero debía de estar inmovilizada.

Martina señaló hacia la sala azteca.

—¿Tumbada sobre el altar del sacrificio?

El forense se estremeció.

—Allí, sí, desnuda, en posición de hiperlordosis, con la cabeza hacia atrás y las extremidades atadas.

—¿Cuál fue el ángulo de penetración de la hoja?

—El criminal se elevó verticalmente sobre ella, dejando caer los brazos con todo su ímpetu.

—¿Podría adelantarme la hora de la muerte, doctor?

—Le he tomado la temperatura del recto, pero…

—¿Pero?

Marugán la miró con enfado. Aunque había coincidido con la subinspectora en algún caso anterior, era la primera vez que hablaban a solas. Le habían asegurado que esa mujer policía acuñaba fama de implacable, y no habían exagerado un ápice.

El forense estimó:

—Al haberle sido arrancada buena parte de la piel, el cuerpo debió de enfriarse con mayor rapidez. He asegurado la data practicando una mínima incisión hasta alcanzar la cavidad peritoneal, a fin de poner en contacto la cubeta del termómetro con la cara interna del hígado. A falta de un examen más profundo, aseguraría por el momento que el deceso debió de sobrevenirle entre la una y las dos horas de la pasada madrugada.

—¿Margen de error?

—No podré estar absolutamente seguro hasta que no realice los análisis pertinentes.

La subinspectora quedó con el médico en pasar más tarde por el Instituto Anatómico Forense, y regresó a la sala azteca.

Tal como le había adelantado Carrasco, en la destrozada vitrina sólo faltaba una de las piezas expuestas, el cuchillo de obsidiana que presuntamente había ocasionado la muerte de Sonia Barca. Sobre las peanas reposaban otros tres cuchillos similares.

Martina se acercó a sus colegas de Homicidios, cuyos equipos aparecían desparramados por el suelo. Se puso unos guantes de látex, se aproximó a la vitrina, cogió uno de los cuchillos y lo sostuvo en las manos. Asimilando la sensación de poder que emanaba del arma, evaluó su peso y acarició sus cortantes filos. Observó el tétrico fulgor de la negra hoja de piedra, y de qué manera concentraba e irradiaba la luz.

Horacio la observaba desde un rincón, callado. Martina le ordenó:

—Póngase unos guantes y revise metro a metro el perímetro del edificio. En especial, el callejón. Recoja todo lo que encuentre: colillas, papeles… todo.

El archivero asintió y salió de la sala. El agente Carrasco entró un instante para advertir a la subinspectora:

—Acaban de presentarse los comisarios de la exposición. ¿Qué quiere que les diga?

—Que vengan aquí.

Néstor Raisiac y una mujer joven y morena, de aspecto distinguido, entraron en la sala azteca. Contemplando con indisimulado horror las manchas de sangre todavía frescas sobre el ara sacrificial, el catedrático se quedó paralizado junto a las vitrinas.

—Se temía usted lo peor, doctora Insausti, y estaba en lo cierto —dijo Raisiac, conmocionado, dirigiéndose a la mujer que le acompañaba—. Ha ocurrido una tragedia.