Capítulo 21

—Hemos llegado a su casa, señor —dijo el conductor—. ¿Espero a que baje?

El comisario se dio cuenta demasiado tarde de que acababa de cometer un error. Intentó enmendarlo:

—Disculpe, Guillén. Llevo tantos temas encima… En realidad, quería dirigirme al Anatómico Forense. Déjeme a un par de manzanas, me sentará bien respirar un poco de aire fresco.

El coche se detuvo a doscientos metros del Instituto. El comisario indicó al conductor que no iba a necesitarle.

Una idea iba tomando forma en su mente. Tenía que deshacerse de cualquier prueba que lo asociara con Sonia. Era mucho lo que estaba en juego. Para empezar, su carrera.

En lugar de dirigirse al Anatómico, el comisario encaminó sus pasos hacia su propio domicilio. Tomó por calles laterales, alzó el cuello de su abrigo y se puso unas gafas oscuras.

Cuando llegó a su portal comprobó, aliviado, que el portero no estaba. Evitó el ascensor. Subió hasta su apartamento por las escaleras y abrió la puerta con el mismo sigilo con que lo hacía en las madrugadas en las que le acompañaba Sonia.

Se dirigió al dormitorio. La cama estaba hecha. Era ése uno de los días en que trabajaba Petra. Seguramente, la mandadera habría bajado a hacer la compra. Era mayor, era lenta, pero no podía tardar demasiado en regresar.

El comisario no recordaba desde cuándo no se cambiaban las sábanas. Las quitó, junto con la funda de la almohada, y las metió en la lavadora. Dobló el pesado edredón en un saco de dormir e hizo la cama con sábanas limpias. Se tumbó largo en el suelo y se aseguró de que Sonia no hubiese perdido nada más, una horquilla, un lazo. De repente, recordó que el cadáver de la chica no conservaba una sola joya. El asesino debía de haberla despojado.

Abrió la ventana y corrió a un lado el somier. Unos pocos cabellos rubios se enroscaban sobre el polvo, allá donde no llegaban los riñones ni la escoba de Petra. Satrústegui los hizo desaparecer por el váter, asegurándose de que eran engullidos por la descarga de la cisterna.

Al colocar la cama en su lugar, el comisario se dio cuenta de que el cabezal tenía marcas metálicas. Las habían provocado las esposas, sus propias esposas, en el curso de los juegos eróticos que Sonia le invitaba a practicar. La camarera solía utilizar un pañuelo de seda negra para vendarle los ojos. Satrústegui estaba seguro de que la última vez ella lo había guardado en el bolsillo de sus pantalones vaqueros. Por si acaso, lo buscó.

No encontró nada incriminador, pero las señales del acero de las esposas en el cabezal eran evidentes. Fue a por un destornillador, desmontó el cabezal y envolvió sus piezas en una manta, que ató con una cuerda. Agarró el saco de dormir y sacó los dos bultos al rellano. Desde allí, por las escaleras, sudando, los bajó al cuarto trastero, situado en el garaje, junto a su plaza de aparcamiento, y los ocultó entre la montaña de objetos que se acumulaban en el congestionado habitáculo. El portero no había vuelto, y nadie le vio.

El comisario volvió a subir al piso y revisó el resto de la casa, habitación por habitación, borrando con un pañuelo limpio las huellas de interruptores y pomos, del asa de la nevera, de los mandos de la televisión y del equipo de música. Alguna noche, como en sueños, le había parecido que Sonia vagaba por el pasillo, curioseando los otros cuartos o devorando restos de comida fría en la cocina; pero le había dejado hacer, agradecido por las inusuales emociones que le reportaba.

Estaba terminando cuando oyó la puerta. Era Petra, que volvía de la compra.

La mujer resopló en el rellano y entró el pesado carro. Al ver al comisario en el pasillo soltó un chillido.

—¡Vaya susto, don Conrado!

—Lo siento, Petra. Olvidé la cartera. Un comisario no debe andar indocumentado.

La mandadera emitió una risita.

—Si quiere que le haga café…

Eran las diez y media de la mañana cuando Satrústegui regresaba a Jefatura. El gobernador Merino y el alcalde Mau le habían telefoneado dos veces cada uno, y la lista de llamadas de medios de comunicación no cesaba de aumentar. El comisario habló con el gobernador, que se mostró muy preocupado por la repercusión de tan llamativo crimen en víspera del desembarco del ministro del Interior. La buena noticia era que Sánchez Porras había decidido mantener su compromiso de visitar Bolscan. Llegaría al aeropuerto a las nueve de la mañana del día siguiente, a bordo de un helicóptero de la Guardia Civil.

A continuación, Satrústegui contactó con Alcaldía y capeó como pudo la histérica actitud del primer edil.

—¡Quiero resultados, comisario!

—Lo sé, alcalde. Estamos en ello.

—¿Tienen alguna pista?

—Mis hombres están analizando la escena del crimen, y hemos cerrado todas las salidas; pero no, ninguna pista sólida por ahora.

El alcalde lo tuvo diez minutos al aparato. Cuando le colgó, Satrústegui se aflojó el nudo de la corbata y ordenó a su secretaria que no le molestara nadie.

No se encontraba bien. Un confuso arrepentimiento llamaba a las puertas de su conciencia. ¿Por qué había desmontado su cama, por qué había borrado las huellas de Sonia? No estaba seguro de haber obrado con inteligencia, pero sí lo estaba de otra cosa: de que ni siquiera su autoridad bastaría para demostrar de antemano que él no había matado a la camarera de El León de Oro. Conrado Satrústegui sabía mejor que nadie de qué modo funcionaba esa clase de asuntos.

Por otra parte, no conocía a ningún periodista capaz de guardar un secreto. Era más que probable que Belman informase a su redactor jefe sobre su relación con la mujer desollada. El comisario sabía que Gabarre Duval se la tenía jurada. Tarde o temprano (y Satrústegui se temía esto último), su nombre, negro sobre blanco, saldría a relucir asociado al de la víctima.