El coche patrulla avanzó hasta la boca del callejón y torció a la derecha, mezclándose con el tráfico de la avenida que corría paralela al paseo marítimo.
La fortaleza de San Sebastián se adentraba en el mar. Un poco más allá se perfilaba el Puerto Nuevo, con los barcos haciendo ondear sus banderines bajo el impulso del viento. De niño, en Bilbao, su ciudad natal, Satrústegui solía jugar a adivinar los países representados por exóticas enseñas. Lugares lejanos, existentes tan sólo en los mapas escolares, pero que tal vez, a bordo de uno de esos buques, él llegaría a visitar algún día. El comisario pensó que ya no quedaba nada de todo aquello. Tan sólo una serie de distorsionados recuerdos, que apenas le pertenecían.
El conductor se situó en el carril central y avanzó hasta detenerse en un semáforo. La fachada encalada del Teatro Fénix surgió reverberante de luz, con las banderolas del estreno, sacudidas por el viento, haciendo flamear las letras de la función en cartel. Antígona. Satrústegui había leído la tragedia en algún curso del bachillerato, pero no recordaba su argumento. Repasó distraídamente los nombres de los actores. Gloria Lamasón, la gran trágica, en el papel principal; Toni Lagreca, como Tiresias; Alfredo Flin, Creonte; María Bacamorta, Eurídice… No iba a tener más remedio que verlos actuar a la noche siguiente.
Sólo le sonaba la protagonista, Gloria Lamasón, famosa por sus interpretaciones cinematográficas y sus frecuentes apariciones en televisión. En los periódicos de la mañana, Satrústegui había leído una noticia referente a esa gran dama del teatro que estaba a punto de estrenar en Bolscan. ¿De qué se trataba, exactamente? ¿De algún problema relacionado con la salud de la actriz? ¿Se apuntaba la posibilidad de que, a última hora, tuviera que ser sustituida? El comisario deseó que se suspendiera el estreno, y que el ministro del Interior, privado del espectáculo, y retenido por el último atentado, optara por permanecer en Madrid.
Porque, en caso contrario, la estancia en Bolscan del máximo responsable de las Fuerzas de Seguridad podía presentársele bajo la óptica de una amenaza. Era seguro que los periodistas estarían detrás de ellos durante toda la jornada. Les acompañarían a la misa en la Catedral (aunque Satrústegui sabía que se refugiarían en cualquier bar cercano, a la espera de que finalizase el oficio religioso), los escoltarían por los acuartelamientos, asistirían a una exhibición de técnicas de asalto, comerían con ellos en uno de los puestos, someterían a rueda de prensa a Sánchez Porras y retornarían a sus redacciones para referir lo que de sí había dado la visita ministerial. A la gala nocturna en el Teatro Fénix, si es que llegaba a celebrarse, asistirían, invitados, como el propio comisario, los directores de los medios.
De la mañana a la noche, iba a estar rodeado de periodistas. Entre los cuales, podía apostar, figuraría Belman, el reportero del Diario de Bolscan. Alguien que sabía de buena fuente que entre Sonia Barca, la chica asesinada en el Palacio Cavallería, y él había existido un vínculo sentimental.
—A mi casa —ordenó el comisario—. He olvidado algo.
—Como usted mande, señor —obedeció el conductor.
Recostado en el asiento posterior, nervioso, casi asustado, el comisario intentó esclarecer de qué manera habría podido acceder Belman a uno de sus secretos mejor guardados.
Nadie de su entorno conocía su relación con la explosiva camarera de El León de Oro. Su discreción había sido absoluta. Era posible, sin embargo, que alguien, quizás el propio Belman, los hubiera sorprendido a Sonia y a él cenando juntos (aunque el comisario elegía los restaurantes en función de su lejanía del centro), o tomando una copa en cualquiera de esos tugurios que a Sonia tanto parecían gustarle, pero en los que él jamás, salvo para dirigir alguna redada, habría puesto los pies por iniciativa propia. Había un antro, el Stork Club, en el que las chicas bailaban semidesnudas alrededor de una barra de níquel. Prostitutas, presumiblemente, aunque el club poseía licencia y al concluir el show se habilitaba una pista de baile con música atronadora y luces estroboscópicas que a Satrústegui parecían estallarle dentro de la cabeza.
Sonia tenía una amiga allí, una tal Camila, tan rubia y sexy como ella. Ambas eran del mismo pueblo o de la misma zona. Según había comentado Camila, a veces los clientes las confundían. ¿Era Sonia otra puta? Conrado Satrústegui jamás se había atrevido a preguntárselo directamente. Pero ¿qué sabía de Sonia Barca? Tan sólo que trabajaba en El León de Oro, y que en el Stork Club la trataban como a una pupila de la casa. Que era muy joven, apenas veinte o veintiún años cumplidos, y que procedía de alguna apartada población de la cordillera de La Clamor, a la que no tenía la menor intención de regresar. Sabía que le gustaban los juegos de cama más que a cualquier otra mujer que él hubiese conocido, o de la que hubiera oído hablar, y que ponía en práctica esas prohibidas diversiones con una meticulosa fruición. Y sabía que Sonia usaba pocas joyas, y de escaso valor, pero que de vez en cuando uno de esos adornos de bisutería rodaba bajo la cama de su amante, acreditando que ella había estado allí.
En su cama, por ejemplo.